¿Un millón, setecientas mil,
quinientas mil personas?, en todo caso muchas, muchísimas personas han salido a
la calle en Barcelona para mostrar su disconformidad con la sentencia del
Tribunal Constitucional sobre el Estatut.
Todos los partidos políticos catalanes excepto el PP y Ciutadans se han sumado
a la manifestación, en la que, sin olvidar el tiempo preelectoral en que se ha
celebrado, ha predominado un sentimiento de hartazgo y de rechazo a la sentencia
del alto y desprestigiado Tribunal, que no sólo ha llegado tarde, sino en el
peor momento.
Después de demorarse cuatro
años, dar a conocer una sentencia mediatizada por influencias partidistas en la
víspera del día en que se va a celebrar una manifestación contra ella parece un
inútil intento de mostrar la independencia del Tribunal para hacer pública su
opinión al margen de la coyuntura política, pero en realidad es una prueba evidente
de la lejanía de dos mundos que no comparten ni el tiempo ni el espacio. Uno es
la sociedad real y otro es el irreal mundo de las togas, en que vive encastillada
gran parte de la judicatura.
La manifestación ha sido una
respuesta a la sentencia del Constitucional dejando claro que no se comparte,
pero también que se cuestiona su actual configuración, al haberse convertido en
un instrumento de oposición política del Partido Popular. Lo cual es
especialmente grave, porque el TC ha corregido, si bien en parte, la decisión
de los ciudadanos expresada en dos parlamentos y en un referéndum y ha señalado,
a la vez, los límites del proceso autonómico;
ha echado el cerrojo. En vista de lo cual, hay que preguntarse si en el
PP están realmente contentos con lo obtenido, que, a tenor de lo perseguido, no
es mucho: de los 223 artículos del Estatut,
el PP recurrió 114, el TC dejó el 97 fuera de la Constitución; en 14 artículos
ha encontrado algún motivo para invalidarlos en todo o en parte; estima que 23 se
adecúan a la Constitución si se cambia la interpretación, y 74 de los artículos
recurridos no han sufrido alteración. El PP presentó casi una enmienda a la
totalidad, pero no le ha salido la jugada que esperaba. La prueba de que la
sentencia no ha satisfecho a sus dirigentes está en que, en vez de airearla a
bombo y platillo como un triunfo de sus tesis sobre la unidad de España, se han
apresurado a pasar página, a guardar la salmodia de la balcanización y dejar
que se olvide la larga y artera campaña contra el Estatut, y de paso contra Cataluña, aunque ahora lo nieguen, lo
cual también era de esperar, pues, como ocurrió en su día (octubre de 1978) con
la Constitución, cuando la mitad de sus 16 diputados la rechazó, luego sus
dirigentes se han convertido en sus guardianes, casi en sus secuestradores; al
final, en el PP defenderán este Estatuto y se arrogarán el papel de ser sus más
fieles intérpretes, como han hecho, por ejemplo, con la Constitución.
Pero
no hay que olvidar lo que ha hecho este partido para aumentar la tensión con
Cataluña.
En
noviembre de 1999, el PP apoyó la investidura de Pujol a cambio de que CiU renunciara
a una revisión del Estatut de Sau. Testigo
que recogió Maragall, que, ante un gobierno de la derecha catalana apoyado por
el triunfante gobierno de la derecha centralista surgido de la elecciones
generales del 2000, buscó un acuerdo con fuerzas de izquierda para reformarlo y
privar a CiU del monopolio del nacionalismo, ofreciendo al electorado catalán
un proyecto nacionalista y de izquierdas. En 2003, de cara a las elecciones
autonómicas, CiU se sintió libre del pacto con el PP y, junto con la
designación de Artur Mas como sucesor de Pujol, creó una ponencia para reformar
el marco autonómico. Mas prometió que si ganaba las elecciones habría un nuevo estatuto
con un acuerdo económico similar al concierto vasco.
Celebrados los comicios en
otoño de 2003, Maragall, Saura y Carod firmaron un pacto de Gobierno (el pacto
del Tinell) con el compromiso de reformar el Estatuto de Cataluña y la
esperanza de que CiU lo apoyase desde la oposición. Así, ante un PP reafirmado
en sus pautas centralistas y atacado de ardor guerrero en las Azores, se alzaba
una alianza de izquierdas que representaba la España plural y pacifista. Lo
cual llevó a Zapatero a afirmar, de modo tan optimista como imprudente, que
apoyaría un estatuto respaldado por el parlamento catalán.
Tras el Pacto del Tinell, la
victoria electoral del PSOE en 2004 colocó al PP en la oposición ante dos
gobiernos de izquierdas, el Gobierno catalán y el central. Los sucesores de
Aznar se olvidaron de cuando éste hablaba catalán en la intimidad y enarbolaron
la bandera de la unidad de España, que estaba en peligro de balcanizarse por
las concesiones de Zapatero a los nacionalistas y por el imaginario pacto
secreto suscrito con ETA a cambio de proyectar la voladura de los trenes en
Madrid, el 11 de marzo, para hacer caer al Gobierno. Eran los años, en que
todos los días, todos los diarios y emisoras de radio y televisión y los
tertulianos y comentaristas afines a la derecha difundían la teoría de la conjura
urdida entre etarras, islamistas, agentes secretos españoles y marroquíes y
policías afectos al PSOE para acabar con un gobierno que había emprendido la
tarea de sacar a España del rincón de la historia, sumándose a los planes
imperiales de G. W. Bush en Iraq.
Eran los años posteriores a los atentados de marzo de 2004, los años del ácido
bórico, de las misteriosas mochilas que iban y venían según conveniencias de la prensa amarilla, de la
descalificación de la comisión parlamentaria del 11-M (la comisión de la
mentira, según Zaplana; un fiasco, según Rajoy) y de la obstrucción a la
instrucción del caso llevada a cabo por el juez Del Olmo. Los años de las manifestaciones
contra el terrorismo por motivos insólitos, contra la legal excarcelación de De
Juana, contra la presunta entrega de Navarra a ETA, cuando la Asociación de Víctimas del Terrorismo se apropió del sentir de las
víctimas; los años del boicot
suscitado por el Partido Popular a los productos catalanes, aunque luego Rajoy
tuviera que brindar con cava catalán para tranquilizar a los empresarios; los
años en que la compra de Endesa por Gas Natural suponía, según Esperanza
Aguirre, llevarse la sede de la compañía fuera del territorio español, o sea, a
Barcelona, con lo que la lideresa se colocaba al lado de Carod Rovira, uno de
cuyos dislates (la entrevista con un dirigente etarra) sirvió para que el PP
indicara que el Estatut se haría a la
medida de ETA.
Fueron años de despropósitos como impulsar mociones contra el Estatut en ayuntamientos y parlamentos
autonómicos donde el PP tuviera mayoría y llevar al Congreso una proposición de
ley para celebrar un referéndum nacional sobre la unidad de España. Años en que
el PP recibió el apoyo de la Conferencia Episcopal, que sacó del baúl de sus
recuerdos de la dictadura la idea de que la unidad nacional se basa en la fe católica, y señaló peligros sin
cuento, como el ejercicio de la poligamia, si se aprobaba el Estatut.
El PP pretendió que la Mesa
del Congreso no admitiera el Estatut
para discutirlo en la cámara y, tras ser retocado y aprobado, decidió recurrirlo
con la intención de que el Tribunal
Constitucional lo dejara prácticamente inservible, para lo cual no dudó en
emplear todas las maniobras posibles, como recusar al magistrado Pérez Tremps por
un motivo fútil e impedir la renovación de los magistrados cuyo mandato
expiraba. El resto es de sobra conocido: cuatro años de demoras, de tiras y
aflojas y de malestar en Cataluña, que al conocerse la sentencia se ha expresado
de manera multitudinaria en la manifestación de Barcelona.
Si
el Partido Popular pretendía acentuar el victimismo que tan bien utilizan los
partidos nacionalistas, aumentar la sensación de agravio de muchos catalanes
respecto a decisiones que llegan desde fuera de Cataluña, deslegitimar el
Tribunal Constitucional, aumentar la desconfianza en el proceso autonómico y
alimentar el crecimiento de los seguidores del soberanismo, lo ha hecho
estupendamente. Si sus dirigentes buscaban aumentar la unidad de España, como
aducían, lo que han hecho es alejar más a Cataluña; es más, se diría que realmente
pretendían empujar a más catalanes hacia la independencia.
El daño ya está hecho. Y
ahora, ¿qué?
Nueva Tribuna, 14 de julio
de 2010
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