Suspensos que jamás se recuperan, asignaturas que no se aprueban, capítulos de la vida que formalmente no se cierran o cuentas que nunca se saldan eran conclusiones de la homónima película de José Luis Garci.
Cada cual
tiene, como parte de su pasado, asignaturas pendientes que arrastra como puede,
porque la recuperación ya no es posible, se estima demasiado costosa o porque
suscita la perspectiva de un nuevo fracaso. Quedan entonces esas malas notas
como parte del equipaje vital, como epígrafes inconclusos de la biografía
íntima de cada uno.
Pero un
partido político orientado hacia el futuro no puede estar largo tiempo atado a
un fardo, hipotecado por episodios del pasado, que, aunque hayan merecido la
atención de sociólogos o politólogos, no han sido debidamente explicados y
expiados por sus dirigentes, confiando en la generosa indulgencia de los
votantes ante la perversidad, cierta o presunta, del adversario o en que queden
sepultados por la rabiosa actualidad.
Zapatero, en
2004, aseguró a sus seguidores que no les fallaría, porque el ejercicio del
poder no iba a cambiarle. Les falló, porque cambió. Pero, ¿qué tenía en la
cabeza cuando hizo tal promesa? La frase, un desliz freudiano, revela que
Zapatero pensaba que el ejercicio del poder había cambiado a González. ¿Sólo a
González? No, la estancia en el Gobierno había cambiado a González y había
cambiado profundamente al partido. Como la estancia en el Gobierno ha cambiado
a Zapatero y, arrastrado por él, ha cambiado al PSOE hasta dejarlo
irreconocible para millones de electores, incluso para muchos de los que le han
votado. De lo cual se extraen varias conclusiones: una, que el PSOE es un
partido cuyos máximos dirigentes cambian, desplazándose a la derecha, cuando están
en el Gobierno. Dos, que es un partido que cambia dócil y profundamente detrás
de sus dirigentes. Tres, que tales cambios amenazan con desnaturalizar el
partido. Cuatro: que los cambios en la naturaleza del partido debilitan su
perfil y lo hacen más vulnerable a las presiones externas.
Advirtiendo
esa progresiva pérdida de identidad, desde las filas amigas se ha
acusado a Zapatero y a su Gobierno de carecer de guión o de hoja de ruta y de
no saber explicar sus decisiones ni justificar medidas que eran acertadas. Pero
tal actitud no se debe a errores en materia de comunicación -falla que se
remonta a la época de González-, sino a la dificultad de engarzar medidas
coyunturales en un discurso único porque detrás no existía un programa
coherente que sirviera de marco de referencia y les diera entidad. Como efecto
de esa desnaturalización, el Gobierno daba la impresión de que carecía de guión,
pero en realidad le faltaban una cartografía adecuada para saber dónde estaba -Hispania terra incognita- y una brújula que le marcara el Norte (obrero y
socialista), pero sobre todo, necesitaba un psiquiatra para saber quién era.
La
gran asignatura pendiente del PSOE es tenderse en el diván y hacer un examen
crítico sobre su trayectoria reciente; un examen de conciencia, como dirían sus
afiliados católicos, sin el cual no hay dolor de corazón ni propósito de
enmienda. Y cuando se acepta que se tiene una conciencia muy laxa, para que la
enmienda sea verosímil hay que cumplir la penitencia, que no es otra cosa que
asumir las responsabilidades políticas pertinentes.
En el XXXVº
Congreso (julio de 2000) se perdió la ocasión de realizar ese examen
retrospectivo sobre los controvertidos mandatos de González, en los cuales,
junto con innegables aciertos, habitualmente exhibidos, había no pocos aspectos
merecedores de atención y aún de reconvención. No sólo el problema de la
corrupción, gravísimo en sí mismo, o el del GAL, sino otros asuntos que
contribuyeron a desdibujar la identidad del PSOE.
En primer
lugar, al ocupar las instituciones, el partido se confundió con el Estado
deviniendo en un vehículo dispensador de puestos, cargos y prebendas
y, con la eficaz labor de la comisión de conflictos, en un disciplinado séquito
del Jefe del Gobierno y Secretario General.
En
segundo lugar, aparecieron actitudes poco ejemplares en el ejercicio del poder.
El abuso de la mayoría absoluta y ciertas formas de autoritarismo, de
caciquismo y de prepotencia marcaron no sólo la actividad de las
instituciones sino que levantaron una
barrera ante la ciudadanía, inducida a la pasividad, a pagar impuestos y a
callar ante los incuestionables aciertos del Gobierno, que, por otra parte,
parecía sospechosamente cercano a la gente rica y guapa, o quizá mejor dicho,
recientemente enriquecida. España es el
país de Europa donde es más fácil hacerse rico, dijo en aquellos años,
Carlos Solchaga, a la sazón ministro de Hacienda.
En
tercer lugar, bajo la influencia de la revolución
conservadora, un acusado pragmatismo sirvió para ir adaptando el programa
al discurso económico dominante, por el que se abandonaron ideas aceptadas poco
tiempo antes. El socialismo como proyecto
de construcción de las condiciones sociales que hagan posible la felicidad de
todos los hombres, poético objetivo del XXIXº Congreso (1981), que
expresaba retóricamente el deseo de promover un cambio profundo, fue reducido
poco después a proporciones más modestas: el
cambio es que España funcione.
De
la progresiva eliminación de la economía
capitalista, anunciada por Felipe González en el XXVIIIº Congreso (1979),
mediante el control del sistema de producción y una nueva distribución del
trabajo, las rentas y el consumo, se pasó a la simple administración del
capitalismo, término que se sustituyó por la
economía. El capitalismo ya no era un modo de producir que explotaba a los
trabajadores y repartía desigualmente la riqueza, sino el sistema que había que
gestionar con lo que se tenía más a mano: las teorías neoliberales difundidas
por Reagan y Thatcher, aceptadas también por la socialdemocracia europea. Felipe González siempre ha sentido una
fascinación por la señora Thatcher, no física sino ideológica sobre su contundente
manera de gobernar, diría un dolido Nicolás Redondo, tras la ruptura del
PSOE con la UGT que condujo a la huelga general de 1988.
Sin
llegar a la inconsistencia de Zapatero en los asuntos exteriores, también había
aspectos a revisar en las relaciones de los gobiernos de González con la OTAN,
el Mercado Común o el Vaticano, pero los casi mil delegados que asistieron al XXXVº Congreso,
de los que las tres cuartas partes lo eran por primera vez, respaldaron la
decisión de hacer tabla rasa con el inmediato pasado y dar por zanjada la etapa
felipista con un relevo generacional.
Si ese cónclave saldó con una faena de aliño la etapa
de González, en el próximo congreso una faena similar podría saldar la de
Zapatero.
Nueva Tribuna, 15 de enero de 2012
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