miércoles, 24 de noviembre de 2021

El metal

 En un tiempo no tan lejano, España era un país cuya producción industrial aportaba el 30% del PIB -ahora está en la mitad-, y disponía, en consonancia, de una gran población de trabajadores fabriles. Una masa numerosa surgida del desarrollo neocapitalista en los años sesenta, que, bajo la dictadura franquista, dio paso a un potente movimiento obrero y, como una parte destacada, al sector del metal. En la cultura antifranquista, pertenecer “al metal” era algo así como ostentar un título de nobleza del proletariado, conseguido por ser uno de los sectores más duros y combativos de la clase trabajadora ante las apetencias patronales y las imposiciones de la dictadura.

El desmantelamiento del sector industrial, mal llamado reconversión, llevó la producción a otros países y acabó con las luchas obreras por el procedimiento de reducir numéricamente el ejército fabril. También aquí seguimos la estrategia neoliberal de Margaret Thatcher, consistente en quebrar la resistencia de los sindicatos y reducir la base electoral de los laboristas, reemplazando la clase obrera por la humillada y atomizada legión de parados y subempleados que requiere un capitalismo desregulado o más bien salvaje. Con la drástica reducción de las plantillas, la impotencia o la rendición de los sindicatos y la creciente desorientación de la izquierda, las luchas obreras cesaron o se volvieron episódicas. Como ahora en Cádiz.

En Cádiz, la marinera, comenzó el pasado día 16 una huelga indefinida de trabajadores del metal para reclamar en el convenio colectivo una subida de salarios, que la patronal estima excesiva. Los trabajadores piden un ascenso del 2% al 3%, con efecto retroactivo desde enero de este año, pero, por ahora, la oferta empresarial es del 0,5% este año y del 1,5% en los dos siguientes. La diferencia es grande y se ha roto la negociación entre los sindicatos y la Federación de Empresarios del Metal de Cádiz (Femca).

Como medida de presión, los metalúrgicos han iniciado unas jornadas de huelga, acompañadas de concentraciones, manifestaciones y cortes de carreteras que han paralizado la bahía, en un clima de creciente tensión y enfrentamiento con la policía.

Teniendo en cuenta la subida de precios -en octubre el IPC llegó al 5,5%-, la petición de los trabajadores no parece excesiva, pero la patronal recurre a un viejo argumento catastrofista y advierte que, de aceptar, pondría el salario de los peones en 12,16 euros la hora -la cifra no es astronómica-, con lo cual, la industria gaditana no podría competir con las provincias limítrofes y llegaría a desaparecer. Los portavoces de los sindicatos lo entienden, pero han señalado que no quieren perder poder adquisitivo.

Pues claro, muchachos -les diría Federico Engels, si les tuviera cerca en uno de sus paseos por los barrios obreros de Mánchester-, porque el nivel adquisitivo de los salarios está en el Catón del capitalismo”. “La pugna entre las fuerzas del trabajo y las del capital -añadiría el viejo Engels- no se expresa sólo en las condiciones de trabajo, como la jornada laboral, el tipo de contrato, las primas y los incentivos, la higiene y la seguridad, la promoción o los días de vacaciones, en sus derechos, en suma, sino, sobre todo, en torno al salario; es decir, la parte del beneficio obtenido en la producción destinada a remunerar el esfuerzo físico o intelectual de los trabajadores, que las empresas consideran un coste de la producción, como lo puedan ser la maquinaria, la energía consumida o las materias primas adquiridas”. “Y, naturalmente, muchachos, cada empresario por su cuenta y todos en general están empeñados en mantener ese coste lo más bajo posible”.

En realidad -sigue Engels- el sueño de cada empresario particular es pagar a sus trabajadores lo mínimo, lo necesario para mantenerse ellos y sus familias -en esto mi amigo Carlos, insistía mucho-, con el fin de reducir los costes de producción y aumentar el beneficio. También sueña con que los demás trabajadores, los que no trabajan para él, tengan altos salarios para que puedan comprar las mercancías que él produce o los servicios que presta. Este sueño no es realizable, porque los empresarios dependen unos de otros como proveedores o clientes, entrelazados en el tejido productivo de un país o incluso del mundo, pero todos están de acuerdo en mantener bajos los salarios, y una de las formas de competir entre ellos es reducir los costes y sobre todo los sueldos”. “La competencia es la guerra entre los codiciosos, escribió mi amigo Carlos en un manuscrito de juventud. Y, además, muchachos, el nivel de los salarios respecto a los precios, pero, sobre todo, respecto a los beneficios, es un indicador de cómo van las cosas; es un barómetro que mide la correlación de fuerzas en pugna indicando quien lleva la voz cantante: el trabajo o el capital. De modo que una persistente pérdida de poder adquisitivo indica una previa pérdida de poder político. De esto también hablaba Carlos en aquel librote que publicó en 1867. Y esto es así; es la lucha de clases, al margen de que los metalúrgicos o los sindicalistas gaditanos hayan leído el famoso libro”. 

Dudo que Rajoy, lector de prensa deportiva, siendo presidente del Gobierno -en funciones, pues quien mandaba de verdad en España era la “troika” (el Banco Central Europeo, el FMI y la Comisión Europea), inducida por Merkel y Schauble y apoyada por las agencias de calificación de riesgo y las biblias del mundo financiero- hubiera leído algo de Marx, pero se comportó como decía el librote: como un leal servidor de la clase propietaria cuando el PP aprobó, sin negociar con los agentes sociales, la reforma laboral de 2012.

Una infausta ley, que pesa como una losa sobre las condiciones de vida de millones de familias, al obligar a los asalariados a aceptar unas condiciones laborales humillantes o a pasar hambre; en no pocos casos, a ambas cosas. Esa reforma, un gran retroceso en derechos conquistados, fue una derrota para los trabajadores y, más aún, para los sindicatos. Las consecuencias de su aplicación se arrastran desde entonces y están muy presentes en el conflicto del metal de Cádiz, una provincia muy golpeada por la gran recesión de 2010 y las medidas de austeridad contra las clases subalternas, aplicadas, en teoría, para salir de ella, y después, por los efectos de la pandemia.

La huelga del metal, en Cádiz, la marinera, tiene detrás la pérdida de licencias de pesca, la caída del turismo y el cierre, por ejemplo, de Delphi, Gadir Solar, Visteon, Tabacalera (y en ciernes, el de Airbus), empresas que volaron como golondrinas hacia el mar, de donde llegan los alijos de droga que alimentan las redes de la economía sumergida de la zona y enganchan como repartidores o consumidores a miles de jóvenes sin trabajo ni esperanza.

La ciudad con más desempleados de Europa soporta una tasa provincial de paro del 23%, cuando la media nacional está en el 15% de la población activa, pero alcanzó una tasa del 41% en 2013 y del 60% en paro juvenil. Cádiz tiene detrás una desigualdad histórica y una estructura social en cierta medida arcaica, pues condiciones de vida de mera subsistencia coexisten con una antigua y selecta burguesía emparentada con la vieja nobleza latifundista, presente en negocios modernos y visible en otros más antiguos, pero con arraigo en la zona, como la cría de caballos y toros de lidia y, desde luego, en la crianza de vino: Cádiz, la bodeguera.

Escisión social que, en las primeras décadas del siglo veinte, se tradujo en un agudo enfrentamiento político entre los braceros del campo, seguidores del anarquismo, y los partidos de la derecha conservadora. Se debe recordar que José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange, en las elecciones de 1933 obtuvo el acta de diputado en la Cortes republicanas por la provincia de Cádiz; escaño que perdió en las elecciones de 1936, dejando a su partido sin representación parlamentaria.        

Cádiz, la constituyente -la “Pepa”-; Cádiz, la restituyente -Riego-; Cádiz, la resistente -Trocadero- y Cádiz, la impaciente -Casas Viejas- han precedido a la Cádiz, obrera y exigente, que muestra ahora una rabia apenas contenida por años de humillación y de abandono.  

lunes, 8 de noviembre de 2021

El cambio inacabable (Modesto homenaje a González Casanova)

Hace unos días falleció José Antonio González Casanova, abogado, político y escritor -no sé si por este orden-, más conocido en el mundo académico catalán que en Madrid, como catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, y en el ámbito político y periodístico, sobre todo, en los años finales del franquismo, la Transición y la etapa fundacional del nuevo régimen.

Había sido un miembro activo de la oposición a la dictadura y, como otros estudiantes de la época, tomó contacto con el mundo de los trabajadores (en gran medida llegados de otras regiones de España) a través del Servicio Universitario del Trabajo (del que se ha publicado una historia reciente).

La visión de la dura realidad de las clases subalternas, y en concreto de los “otros catalanes” como diría Candel, o de los “nuevos catalanes”, como diría Maragall, facilitó el cambio ideológico desde el catolicismo comprometido hasta el socialismo. Participó en la fundación del “Felipe”, el Frente de Liberación Popular, la primera organización antifranquista surgida después de la guerra civil, del FOC, el frente obrero catalán, que fue la organización específica del “Felipe” en Cataluña, como lo fue el ESBA (Euskadiko Sozialisten Batasuna) en el País Vasco, y finalmente en el proceso de convergencia de las distintas corrientes socialistas que fundarían el PSC. Como experto constitucionalista participó como asesor del PSOE en los trabajos de redacción de la Constitución de 1978 y del Estatut de 1979 y fue miembro del Consejo de Garantías Estatutarias de Cataluña.

De su labor como catedrático recuerdo un libro -Teoría del Estado y Derecho Constitucional (1980), en realidad un libro de texto, en el cual, desde una perspectiva tanto teórica como histórica, liberada de la hojarasca de las ficciones ideológicas que las suelen acompañar, expone una teoría de la política, del poder, del derecho y del Estado, y una amplia introducción a la teoría de la Constitución y a los sistemas políticos constitucionales. Un libro recomendable a quienes procedían de la izquierda brava y rupturista, dada al trazo grueso en política y poco proclive a los requisitos jurídicos, pero también a personas con vocación democrática, y absolutamente necesario cuando se estaba erigiendo el actual régimen político. Utilidad que hoy se mantiene, cuando la derecha, reforzada por el “trumpismo”, no ceja en su intención de acabar con el sistema pervirtiendo sus funciones para restaurar un régimen autoritario y clerical, entreverado de actualísimo neoliberalismo salvaje.  

González Casanova fue además un agudo observador político y un crítico de su tiempo, cuyas reflexiones, vertidas en decenas de artículos en diarios como Tele Exprés, Mundo Diario, La Vanguardia, El País o Diario de Barcelona, ofrecen una excelente muestra no sólo de su pensamiento, sino también de la evolución del país cuando se dirimía su futuro. Fruto de esta labor crítica y analítica, pero también educativa, son La lucha por la democracia en España (1975), La lucha por la democracia en Cataluña (1979) o El cambio inacabable (1975-1985), de 1986. Este último es una extensa y pormenorizada crónica de la Transición, en la que alude a los problemas que se iban planteando como resultado de la tensión entre las fuerzas defensoras de la reforma y las partidarias de una ruptura con el franquismo que fuera “más profunda que la estrictamente formal y jurídica”.

El libro comienza con un artículo sobre la figura del dictador -Franco podrá haber sido el forjador de una determinada España, en todo caso, ha sido la España contemporánea la que forjó a Franco y la que, en última instancia, explica su prolongado poder personal, la peculiaridad de su Régimen y la variadísima gama de problemas que su muerte, más que resolver, revela- y sobre la naturaleza de ese régimen -El modelo fascista, que muy superficialmente tentara al dictador, no influyó mucho más al caudillo de 1936. Hoy se puede afirmar con bastante certeza que el Régimen surgido con la guerra civil no fue obra de un partido, de un ideólogo y de unas masas, sino de las élites tradicionales y conservadoras, de una mentalidad de clase media hispana y de un hombre que supo encarnar y simbolizar los intereses, las creencias y los temores de dicha clase.

La innovación profunda que el franquismo aporta durante cuarenta años a la estructura política española y por la cual algunos historiadores futuros otorgarán a Franco un lugar objetivamente relevante es, sin duda, el perfeccionamiento de un aparato de poder capaz de otorgar a la nueva clase burguesa industrial y financiera la hegemonía necesaria para construir un capitalismo relativamente moderno. (“La muerte de Francisco Franco”).

La utilidad del libro no reside únicamente en poder seguir el análisis crítico de la coyuntura, que el autor desgrana siguiendo el hilo de los acontecimientos, sino en reflexiones que desbordan el marco temporal y señalan aspectos esenciales de la idiosincrasia de este país y en proféticos atisbos sobre el futuro.     

Por ejemplo, sobre las tensiones del PSOE en 1979, sobre mantener o eliminar la calificación de partido marxista: El verdadero problema del PSOE no consiste en renunciar al adjetivo “marxista” sino en no renunciar a la causa socialista, es decir a la construcción de una sociedad sin clases. Es evidente que, si dejar de ser marxista quiere decir olvidarse de que el motor de la historia es la lucha de clases, entonces es de prever que esa sociedad socialista tardará en llegar y, en todo caso, no la traerá el PSOE (“Media clase media”).

O la fuga de capitales como problema nacional: El capital que huye se denuncia a si mismo. El que se queda es que tiene la conciencia tranquila o es inteligente y previsor y se apresta a convivir dialogando con el trabajo (…) Si el continuismo se estabiliza volverá el capital huido. Volverá para seguir haciendo esos negocios que ahora le permiten fugarse con las talegas rebosantes. (“Fuga de capitales”).

O sobre la concepción patrimonial del poder que tiene la derecha: Desde 1874, el conservadurismo español está acostumbrado a los grandes espacios de tiempo, al <¡ancha es Castilla!> de hacer lo que le viene en gana sin que nadie se atreva a presagiar su alternativa (…)  El ancho espacio de la Restauración conservadora duró cincuenta años. La dictadura ingenua y reformista de Primo no pasó de un sexenio, ni la II República de siete años. El general Franco, en cambio, le dio al poderoso e inmutable macizo de la raza cuarenta años más, casi medio siglo más de respiro, como una nueva y beneficiosa restauración (…) Desde esta perspectiva no se puede pedir al bloque conservador una Constitución democrática, o sea, un texto o contrato constitucional con el pueblo español, en cuya virtud quepa la alternancia en el poder de gobierno. A lo más, aceptará un bipartidismo, hegemónico y de clase, como en la época feliz del canovismo, pero siempre considerará revolucionario, subversivo y motivo de tocar a rebato en que un partido socialista en serio, por ejemplo, alcance el poder en las urnas. La actitud de la derecha en estos momentos es propia de una democracia apocalíptica, es decir, de una democracia en la que ella pueda gobernar sucesivamente muchos trienios o cuatrienios, cuando no lustros, y hasta el fin de los tiempos. (“Conservar el poder”).

Los países sin tradición democrática en sus instituciones de gobierno y en sus hábitos colectivos mayoritarios -por un ejemplo, España- suelen acudir una y otra vez a los recursos mágicos para huir de los problemas que no saben, no pueden o no quieren resolver. El hombre providencial es uno de nuestros mágicos recursos, y lo mismo da que se llame Espartero, Serrano o Prim, como Cánovas, Primo de Rivera o Franco. Todos ellos bien vistos -dicho sea de paso- por los catalanes bienpensantes, como después lo fue el militar Maciá o lo acaba de ser el banquero Pujol. El caso es que nos salve un mesías, que nos conduzca un caudillo, que nos levante el país hacia arriba un “supermán” fascista o nacionalista y, en algunos casos, ambas cosas juntas. (“La responsabilidad de la derecha”).

Juzgando el espíritu del libro a la luz de la actualidad política, caracterizada por el hosco enfrentamiento que preside un continuo tejer y destejer, se puede concluir que el período de la obra -1975-1985- se queda excesivamente corto ante la perspectiva de hallarnos inmersos en un cambio que parece, más que nunca, inacabable.