En un tiempo no tan lejano, España era un país cuya producción industrial aportaba el 30% del PIB -ahora está en la mitad-, y disponía, en consonancia, de una gran población de trabajadores fabriles. Una masa numerosa surgida del desarrollo neocapitalista en los años sesenta, que, bajo la dictadura franquista, dio paso a un potente movimiento obrero y, como una parte destacada, al sector del metal. En la cultura antifranquista, pertenecer “al metal” era algo así como ostentar un título de nobleza del proletariado, conseguido por ser uno de los sectores más duros y combativos de la clase trabajadora ante las apetencias patronales y las imposiciones de la dictadura.
El desmantelamiento del sector
industrial, mal llamado reconversión, llevó la producción a otros países y acabó
con las luchas obreras por el procedimiento de reducir numéricamente el
ejército fabril. También aquí seguimos la estrategia neoliberal de Margaret
Thatcher, consistente en quebrar la resistencia de los sindicatos y reducir la
base electoral de los laboristas, reemplazando la clase obrera por la humillada
y atomizada legión de parados y subempleados que requiere un capitalismo
desregulado o más bien salvaje. Con la drástica reducción de las plantillas, la
impotencia o la rendición de los sindicatos y la creciente desorientación de la
izquierda, las luchas obreras cesaron o se volvieron episódicas. Como ahora en Cádiz.
En Cádiz, la marinera, comenzó
el pasado día 16 una huelga indefinida de trabajadores del metal para reclamar
en el convenio colectivo una subida de salarios, que la patronal estima
excesiva. Los trabajadores piden un ascenso del 2% al 3%, con efecto
retroactivo desde enero de este año, pero, por ahora, la oferta empresarial es
del 0,5% este año y del 1,5% en los dos siguientes. La diferencia es grande y
se ha roto la negociación entre los sindicatos y la Federación de Empresarios
del Metal de Cádiz (Femca).
Como medida de presión, los metalúrgicos
han iniciado unas jornadas de huelga, acompañadas de concentraciones,
manifestaciones y cortes de carreteras que han paralizado la bahía, en un clima
de creciente tensión y enfrentamiento con la policía.
Teniendo en cuenta la subida
de precios -en octubre el IPC llegó al 5,5%-, la petición de los trabajadores
no parece excesiva, pero la patronal recurre a un viejo argumento catastrofista
y advierte que, de aceptar, pondría el salario de los peones en 12,16 euros la
hora -la cifra no es astronómica-, con lo cual, la industria gaditana no podría
competir con las provincias limítrofes y llegaría a desaparecer. Los portavoces
de los sindicatos lo entienden, pero han señalado que no quieren perder poder
adquisitivo.
“Pues claro, muchachos
-les diría Federico Engels, si les tuviera cerca en uno de sus paseos por los
barrios obreros de Mánchester-, porque el nivel adquisitivo de los salarios
está en el Catón del capitalismo”. “La pugna entre las fuerzas del
trabajo y las del capital -añadiría el viejo Engels- no se expresa sólo
en las condiciones de trabajo, como la jornada laboral, el tipo de contrato, las
primas y los incentivos, la higiene y la seguridad, la promoción o los días de
vacaciones, en sus derechos, en suma, sino, sobre todo, en torno al salario; es
decir, la parte del beneficio obtenido en la producción destinada a remunerar
el esfuerzo físico o intelectual de los trabajadores, que las empresas consideran
un coste de la producción, como lo puedan ser la maquinaria, la energía consumida
o las materias primas adquiridas”. “Y, naturalmente, muchachos, cada
empresario por su cuenta y todos en general están empeñados en mantener ese
coste lo más bajo posible”.
“En realidad -sigue
Engels- el sueño de cada empresario particular es pagar a sus trabajadores
lo mínimo, lo necesario para mantenerse ellos y sus familias -en esto mi amigo
Carlos, insistía mucho-, con el fin de reducir los costes de producción y
aumentar el beneficio. También sueña con que los demás trabajadores, los que no
trabajan para él, tengan altos salarios para que puedan comprar las mercancías
que él produce o los servicios que presta. Este sueño no es realizable, porque
los empresarios dependen unos de otros como proveedores o clientes,
entrelazados en el tejido productivo de un país o incluso del mundo, pero todos
están de acuerdo en mantener bajos los salarios, y una de las formas de competir
entre ellos es reducir los costes y sobre todo los sueldos”. “La
competencia es la guerra entre los codiciosos, escribió mi amigo Carlos en un
manuscrito de juventud. Y, además, muchachos, el nivel de los salarios respecto
a los precios, pero, sobre todo, respecto a los beneficios, es un indicador de
cómo van las cosas; es un barómetro que mide la correlación de fuerzas en pugna
indicando quien lleva la voz cantante: el trabajo o el capital. De modo que una
persistente pérdida de poder adquisitivo indica una previa pérdida de poder
político. De esto también hablaba Carlos en aquel librote que publicó en 1867.
Y esto es así; es la lucha de clases, al margen de que los metalúrgicos o los
sindicalistas gaditanos hayan leído el famoso libro”.
Dudo que Rajoy, lector de
prensa deportiva, siendo presidente del Gobierno -en funciones, pues quien
mandaba de verdad en España era la “troika” (el Banco Central Europeo, el FMI y
la Comisión Europea), inducida por Merkel y Schauble y apoyada por las agencias
de calificación de riesgo y las biblias del mundo financiero- hubiera leído
algo de Marx, pero se comportó como decía el librote: como un leal servidor de
la clase propietaria cuando el PP aprobó, sin negociar con los agentes
sociales, la reforma laboral de 2012.
Una infausta ley, que pesa
como una losa sobre las condiciones de vida de millones de familias, al obligar
a los asalariados a aceptar unas condiciones laborales humillantes o a pasar
hambre; en no pocos casos, a ambas cosas. Esa reforma, un gran retroceso en
derechos conquistados, fue una derrota para los trabajadores y, más aún, para
los sindicatos. Las consecuencias de su aplicación se arrastran desde entonces
y están muy presentes en el conflicto del metal de Cádiz, una provincia muy
golpeada por la gran recesión de 2010 y las medidas de austeridad contra las
clases subalternas, aplicadas, en teoría, para salir de ella, y después, por
los efectos de la pandemia.
La huelga del metal, en Cádiz,
la marinera, tiene detrás la pérdida de licencias de pesca, la caída del
turismo y el cierre, por ejemplo, de Delphi, Gadir Solar, Visteon, Tabacalera (y
en ciernes, el de Airbus), empresas que volaron como golondrinas hacia el mar,
de donde llegan los alijos de droga que alimentan las redes de la economía
sumergida de la zona y enganchan como repartidores o consumidores a miles de
jóvenes sin trabajo ni esperanza.
La ciudad con más desempleados
de Europa soporta una tasa provincial de paro del 23%, cuando la media nacional
está en el 15% de la población activa, pero alcanzó una tasa del 41% en 2013 y
del 60% en paro juvenil. Cádiz tiene detrás una desigualdad histórica y una
estructura social en cierta medida arcaica, pues condiciones de vida de mera
subsistencia coexisten con una antigua y selecta burguesía emparentada con la vieja
nobleza latifundista, presente en negocios modernos y visible en otros más
antiguos, pero con arraigo en la zona, como la cría de caballos y toros de
lidia y, desde luego, en la crianza de vino: Cádiz, la bodeguera.
Escisión social que, en las
primeras décadas del siglo veinte, se tradujo en un agudo enfrentamiento
político entre los braceros del campo, seguidores del anarquismo, y los
partidos de la derecha conservadora. Se debe recordar que José Antonio Primo de
Rivera, fundador de la Falange, en las elecciones de 1933 obtuvo el acta de
diputado en la Cortes republicanas por la provincia de Cádiz; escaño que perdió
en las elecciones de 1936, dejando a su partido sin representación
parlamentaria.
Cádiz, la constituyente -la
“Pepa”-; Cádiz, la restituyente -Riego-; Cádiz, la resistente -Trocadero- y
Cádiz, la impaciente -Casas Viejas- han precedido a la Cádiz, obrera y exigente,
que muestra ahora una rabia apenas contenida por años de humillación y de abandono.