Se perciben en la prensa y las redes alusiones a la distinta acogida que Europa
dispensa a los refugiados ucranianos y a los sirios, teniendo en cuenta que, en
ambos casos, se trata de población no combatiente que huye de la guerra. No obstante,
respecto a los primeros, la solidaridad ampliamente entendida, tanto la organizada
y, sobre todo, la espontánea, han desbordado cualquier previsión.
En esta alusión, aún está presente el recuerdo del trato vejatorio que huidos
del régimen de Bachar al Asad recibieron en la frontera húngara, con la voluntariosa
participación de ciudadanos tratando de impedir con empujones y zancadillas que
hombres, mujeres y niños entraran en el país.
En algunos casos, este trato
diferente se esgrime como una indiscriminada acusación contra los europeos en
general y, sobre todo, contra las autoridades políticas en particular, en una
especie de requisitoria contra la hipocresía de los países ricos y democráticos,
señalando que la injusticia que anega al mundo, en buena parte de responsabilidad
occidental, merece, en unos casos, atención y en otros, indiferencia. Pero esa reiterada
pontificación de base moral ayuda poco a entender las cosas.
Es cierto que existe no sólo un
trato institucional diferente, sino periodístico y popular, o ciudadano, si se
prefiere, debido, en parte, a la diferente naturaleza de ambos conflictos, sin
negar que existen también ciertas dosis de racismo o de xenofobia en algunos
grupos de población o quizá de desconfianza respecto a los sirios, por su
procedencia de un país donde se libra una guerra en la que actúan facciones muy
fanáticas del islamismo. Pero sin renunciar al principio general de que, como
migrantes obligados por la guerra, sirios y ucranianos merecen, por un principio
universal de solidaridad, la misma atención para ser acogidos en terceros
países, hay que apuntar algunas diferencias entre ambos conflictos armados que
pueden ayudar a entender estas desequilibradas y mediocres reacciones de los
limitados seres humanos.
En primer lugar, hay que señalar la
percepción de los hechos en el tiempo y en el espacio, y sin recurrir a Kant,
con sus endiabladas definiciones, el tiempo y la distancia actúan sobre la mente
a la hora de percibir y juzgar los hechos, más aún sobre la mente de la gente
corriente, que, en general, dispone de flaca memoria y de escasos conocimientos
de geopolítica.
Respecto al espacio, Ucrania es
un país europeo, si admitimos que Europa termina, como se aprendía en el bachillerato,
en los montes Urales. Desde Europa occidental y mirando hacia el este, Ucrania
está situada después de Moldavia, que está en la cara oeste de los Cárpatos,
pero mucho antes de los Urales. Mientras que Siria es un país de Asia, del Asia
más próxima o del cercano Oriente (Oriente Medio para los americanos), ubicado en
una región con historia, cultura, religión y tradiciones diferentes a las de
Europa. Cabe inferir ahí que actúe cierta solidaridad continental con los
refugiados ucranianos como europeos.
Esta “distancia cultural” tiene
su correlato geográfico. Madrid, como capital del país, está más cerca de Kiev,
capital de Ucrania, que de Damasco capital de Siria. Por carretera, 3.649 kilómetros
y 37 horas de viaje en coche separan Madrid de Kiev; en el caso de Damasco, los
kilómetros a recorrer son 5.037, que ocuparían 51 horas utilizando el mismo
medio de transporte.
Otro ingrediente que explica la
diferente percepción de ambos conflictos es la novedad, un valor esencial del
periodismo. La guerra en Ucrania es noticia, es novedad, hoy; la guerra en
Siria lo fue en su día; ahora sigue habiendo guerra, pero ya no es noticia, o
noticia de primera plana y, como otros, es un conflicto sin resolver; una guerra
enquistada a lo largo de 11 años, y cuyo final no se percibe.
Ahí tenemos la dimensión temporal,
que actúa fatalmente sobre la percepción de los hechos, influida por la
acumulación de acontecimientos ofrecidos por “la rabiosa actualidad”; por hechos
nuevos que aparecen cada día, que pronto quedan viejos y son sepultados por
otros, en una renovación constante de noticias que nos hace vivir en un presente
continuo, atentos sobre todo a lo que está por venir.
Esta permanente atención hacia el
futuro deprecia, sin pretenderlo, el pasado, que queda pronto “amortizado” como
conocimiento anticuado, poco útil, cuando el pasado es necesario para explicar
el presente. Pero nuestra atención a los sucesos nos lleva a olvidar los
procesos, la acumulación de los hechos que van quedando atrás, no guardados o
archivados, sino involuntariamente olvidados.
Una visión esquemática dada por uno
de sus efectos -violencia, guerra y gente que huye- tiende a equiparar dos
casos -Ucrania y Siria-, que son distintos por la coyuntura y por la entidad de
cada uno de ellos.
En el caso de Ucrania, además de la
cercanía, es más fácil percibir el origen de la guerra y quiénes son los
contendientes: un país (grande) agrede a su vecino (pequeño), lo invade y lo
destruye para obligarle a aceptar las condiciones de existencia que convienen
al agresor. En este esquema bipolar, es más sencillo interpretar el conflicto y
decantarse moralmente por un bando.
El caso de Siria es más complejo,
pues se trata de un conflicto viejo mantenido hasta ahora, provocado por una
oleada de protestas que tuvo su origen lejos -en Túnez, en 2010- y acentuado por
los efectos de otro -Iraq- iniciado en 2003 e, igualmente, sin concluir.
En diciembre de 2010, en Túnez tuvo
lugar una masiva protesta que, en pocos días, logró la dimisión del presidente
Ben Alí. Animada por diversas causas, desde el paro y la carestía a la demanda de
democracia y derechos civiles, la protesta se extendió con diferente intensidad
a los países limítrofes -Argelia, Marruecos Libia- y más allá -Egipto, Sudán,
Jordania, Irán, Irak, Kuwait, Yemen y Siria-, transformada en lo que se llamó “primavera
árabe”, que, a lo largo de unos dos años, tuvo resultados muy diferentes, en general
frustrantes y en algunos casos catastróficos para el equilibrio de la región, y
en Siria degeneró en una guerra civil.
En ese proceso no se pueden
olvidar los efectos de la intervención de fuerzas de Estados Unidos y sus
aliados en Iraq, en 2003, que acabó con el régimen de Sadam Hussein, pero
desintegró el país, desestabilizó la zona y provocó el surgimiento de un
poderoso movimiento islamista que extendió su dominación sobre un amplio
territorio -un pretendido califato con capital en Mosul- llamado Estado
Islámico de Iraq y Levante (Dáesh), que se extendió a Siria, donde sus tropas
combaten al ejército leal a Al Asad, a otras facciones islámicas y a las milicias
kurdas, sin contar la presencia de otras fuerzas extranjeras. Una guerra de la
que se cumplen once años, que ha provocado hasta la fecha casi 400.000 muertos
y más de cinco millones de desplazados (algunas fuentes indican que se acerca
al doble de esta cifra); personas escapadas de un conflicto muy complejo, que
merecen la misma solidaridad que las huidas de la guerra de Ucrania, más fácil
de entender.
Otro asunto, ante el cual no se deben
cerrar los ojos, es el reverso de la solidaridad, es decir, los efectos positivos
y negativos que la presencia, sobre todo si es numerosa, de refugiados plantea
en los países de acogida. Pero ese problema merece un comentario aparte; hoy lo
importante es prestar la ayuda que esos miles, ya millones, de personas
vulnerables necesitan.
J. M. Roca
16/3/2022