El péndulo español (1). Cool Spain
Morir de éxito
Llegado
a la Moncloa en 1982, el PSOE quiso recuperar el tiempo perdido con una
modernización rápida y superficial, que implicaba saltar etapas; volvíamos al
golpe de péndulo, tan habitual en nuestra historia reciente.
Había
que olvidar las negruras del pasado inmediato, de la dictadura, de la
asfixiante moral católica e inspirarse con decisión en los países modernos, en
Europa y Estados Unidos, para quitarse de encima la caspa y el pelo de la
dehesa. Ya éramos un país como los otros, un país “normal”, incluso mejor, pues
habíamos superado con éxito varias difíciles pruebas –el cambio de régimen, la crisis
económica y el 23-F- en muy poco tiempo y caminábamos hacia Europa. Y Franco,
con su dictadura, quedaba atrás, como una anomalía, en un país con una
trayectoria histórica similar a los de su entorno inmediato.
Con
un gobierno joven, entusiasta y progresista y el clima de opinión preparado por
la frivolidad de la “movida”, del pensamiento débil y los valores materialistas
e individualistas de la “revolución conservadora”, impulsados Ronald Reagan y
Margaret Thatcher, España entraba de golpe en la postmodernidad sin haber sido
plenamente moderna. A España no la va a
reconocer ni la madre que la parió, sentenció Alfonso Guerra, vicepresidente
del Gobierno. Y tenía razón: quemar etapas es lo nuestro.
Amputados
de forma bárbara por el franquismo con el exilio y la derrota y difíciles de
recuperar los valores modernos que tenían impronta española, se trataba de
adoptar rápidamente un modernismo impostado e importado y de adherirse a los
modos y modas del momento, asumiendo ciegamente todos los ismos habidos y por haber que circulaban en el mercadillo de las
ideas. Y así pasamos a ser posmodernos sin haber sido modernos del todo, porque
el posmodernismo tenía rasgos que concordaban bien con el tibio proyecto del
PSOE, y porque estaba promocionado por una servicial casta intelectual, que,
evadida del mundo real o seducida por el agotamiento de la lucha de clases y el
declive del comunismo, ejercía su oficio jugando con ocasos y deconstrucciones.
Se
“vendían” bien la ausencia de un futuro definido, el vivir en un presente
perpetuo marcado por la rabiosa actualidad, la erosión de los grandes relatos
liberadores, de las soluciones totales y de los proyectos políticos
revolucionarios o alternativos; el auge del pragmatismo político, el ocaso de
las ideologías duras o de confrontación y el auge del pensamiento débil, del
mestizaje cultural, de la innovación permanente y la búsqueda de la
originalidad como meta; el final de los cánones éticos y estéticos; la crítica
de la Ilustración y la defensa de lo irracional y lo emotivo, la emergencia de
un individualismo atroz, del hedonismo agónico y del consumo compulsivo; la publicitada
teoría del fin de la historia y, al tiempo, la nostalgia de otras épocas, con
el revival de modas como sucedáneo. Todo lo cual, concordaba bien con la
debilidad ideológica del PSOE y su tibio discurso político, con la cultura
superficial, con la trivialidad, con el imperio de lo efímero, y con el
lenguaje políticamente correcto como norte y guía de la única izquierda
posible, frente a la poderosa ofensiva neoliberal conservadora, que imponía sus
dogmas como sencillas e indiscutibles verdades.
Hacia
el exterior -en los titulares de la prensa y en las grandes cifras-, España
mostraba un atrayente escaparate de cambios, pero detrás del decorado de una nación
ultramoderna, el país seguía siendo bastante parecido, pues la pesada herencia
del franquismo no permitía otra cosa: una tierra dura, un país recio,
populachero, tozudo, indisciplinado que no rebelde y bastante ignorante, en
particular las generaciones de más edad, influidas por un tradicionalismo
rancio, clerical y autoritario.
Las
recién estrenadas libertades civiles tuvieron también un lado negativo, pues sirvieron para reafirmar el casticismo
más añejo, recuperar costumbres locales que mejor hubieran estado olvidadas, o
para inventar lo ancestral, disfrazado de venerables tradiciones rurales o de
incuestionables señas de identidad; la España profunda, bárbara, auténtica y
sentimental, coexistía con la frívola España postmoderna, relativista y urbana
-light-, dando como resultado un país
que fascinaba a los forasteros por sus contrastes.
Con
otro golpe de péndulo, habíamos pasado de la grisácea dictadura a la coloreada movida: España seguía siendo bastante different. Un país atrayente por su
exotismo, que se colocaba con alharacas y lentejuelas en la vanguardia del europeísmo
y de la posmodernidad, pero ofreciendo pistas bien visibles de su persistente
arcaísmo, de lo cual daban fe ciertas costumbres y la pertinaz intromisión de
los obispos en los debates políticos y su intransigente oposición a aplicar normas
legales no concordantes con el dogma católico.
Mientras,
el homo laborans perdía importancia
como clase productora, estaba desempleado -los
lunes al sol- o pugnaba por no estarlo, el homo y la mulier ludens,
pero sobre todo los iuvenes ludens,
ocuparon bulliciosamente la calle, no para protestar, como ocurría pocos años
antes, sino para exhibirse, consumir, divertirse y rendir al cuerpo un culto
desmesurado como vehículo portador de mercancías y como simple mercancía él
mismo.
España
estaba de fiesta; hervía de consumo, llena de actividades culturales y eventos
pseudoculturales; la máquina de la propaganda funcionaba a tope y la publicidad
colonizaba las mentes de dóciles ciudadanos, que, ganados por la eufórica
trilogía del momento -lujo, dinero y moda-, emulaban como podían, o sea mal, el
desenfrenado gasto de las élites de derecha e izquierda, que eran protagonistas en las revistas del corazón y
de los negocios -amor y finanzas (o corrupción y lujuria)-, de sorprendentes
historias lúbrico-financieras, y esto era nuevo. España bullía de iniciativas,
era un país alegre y callejero, que estaba de moda. España, tope fashion. Cool Spain.
Aireados
por la prensa, pronto se vieron públicamente los signos que indicaban la
superación de la recesión económica aprovechando la bonanza internacional y el
nuevo ethos de gama alta de las
élites políticas y económicas: grandes financieros (y sus amigas), nuevos
empresarios, artistas, creadores, modistos, diseñadores, peleteros, vendedores
de baratijas de marca y especuladores que hacían meteóricas fortunas;
neoconservadores, la nueva especie de los ricos de izquierdas, la beautiful people exprogresista, gente
guapa exhibiendo sin pudor sus amores y desamores, su poder y su riqueza -lujo,
Bolsa y moda-; los rápidos negocios (pelotazos);
los escándalos financieros, los empresarios poco modélicos y los emprendedores chungos (De la Rosa, los Albertos, Mario
Conde, Ruíz Mateos, Cisneros, Piqué, Prado, Santos, Gil y un largo etcétera) y
la corrupción grande y pequeña, fuera y dentro de los partidos políticos
(Filesa, Guerra, Ibercorp, RENFE, BOE, Naseiro, Palop, Sarasola, Caja Ronda,
Grand Tibidabo, Casinos, tragaperras, etc) y en la cooperativa PSV de la UGT,
pues en España era fácil hacerse rico, según afirmó Carlos Solchaga, ministro
socialista de Hacienda, sin indicar el procedimiento, aunque muchos lo
intentaron con métodos poco respetables. En esta España neopicaresca, incluso
era posible morir de éxito, advertía un satisfecho Felipe González.
La
rápida erosión del tibio proyecto socialdemócrata, la prepotencia y los abusos
de la nueva élite social aglutinada en torno al Gobierno y la utilización
partidista que hizo el PSOE de las instituciones del Estado para entorpecer la investigación
sobre el terrorismo de Estado (GAL) para combatir a una ETA muy mortífera, la
financiación inicial del partido (caso Flick) y los casos de corrupción posteriores
facilitaron al refundado Partido Popular su labor de oposición, que fue llevada
a cabo de modo feroz y desleal.
No
obstante, junto a esos excesos, asociados en buena medida al crecimiento
económico iniciado en el último tercio de los años ochenta, tras la entrada en
el Mercado Común (1986) y la ratificación de la permanencia en la OTAN, con el gobierno
del PSOE se impulsó el desarrollo autonómico y se abordó la reforma del
ejército y la profesionalización de las fuerzas armadas, se reformó la
enseñanza primaria y la secundaria (LODE y LOGSE), y en menor medida la
universitaria (LRU), se construyeron dotaciones locales, infraestructuras
nacionales, autonómicas y municipales (necesarias unas, y adecuadas al país de
servicios que habíamos decidido ser, y otras no tanto), aumentaron las
prestaciones sociales y la oferta pública de viviendas relativamente baratas
(Plan 18.000, una gota en el océano del parque privado), y se extendieron, pero
de forma más modesta que en Europa, las prestaciones del Estado del bienestar,
en particular tres básicos servicios públicos -sanidad, educación y pensiones-
a toda la población, que, junto con la reforma del sistema tributario, que no
gravó a las grandes fortunas, sino que las mimó con una fórmula muy favorable
cercana al paraíso fiscal (las SICAV), ni luchó de manera decidida contra la
economía sumergida y el fraude fiscal, fueron factores que corrigieron
parcialmente los desequilibrios estructurales en el reparto de la riqueza. En
esos años se redujo un 17% la diferencia entre los ingresos del 10% más rico de
la población y los ingresos del 10% más pobre. Tendencia que no se mantuvo
mucho tiempo.
De los fastos al ocaso
La etapa triunfal socialista culminó en los
grandes fastos (y grandes gastos) del año 1992, debidos a la simultánea
celebración de tres grandes eventos que tuvieron mucha repercusión nacional e
internacional: la Exposición Universal de Sevilla, ciudad unida a Madrid por la
primera línea de tren de gran velocidad, los Juegos Olímpicos de Barcelona y el
Vº Centenario del Descubrimiento de América. Este alarde económico, que colocó
a España en lugar destacado en los noticiarios de todo el mundo, concluyó en una
recesión ligada a la que sufría la propia Unión Europea, que obligó al Gobierno
a efectuar un duro ajuste económico y a devaluar un 5% la moneda, entonces, la
peseta.
En
1996, cuando la economía española empezaba a remontar la recesión, pero
extraviado
el impulso reformista y perdido el contacto con la sociedad (y con la
realidad), carente del vigor y de las ideas, que, en teoría, el programa de
1993 -el cambio sobre el cambio-
debería aportar a un gobierno de integración desprovisto de guerristas y colocado bajo la
vicepresidencia de Narcís Serra, el gobierno socialista se limitó a aferrarse a
lo realizado o a corregirlo a la baja (la pérdida de poder adquisitivo de los
salarios empezó entonces) y a defenderse malamente de las acusaciones de
corrupción, con el consiguiente deterioro de la vida pública.
Encastillado
en el poder del llamado felipismo,
desgastado, dividido, criticado por la prensa más afín y obligado a efectuar
una serie de dimisiones de ministros y altos cargos, salpicado por numerosos casos
de corrupción y por asuntos bastante feos en los ministerios de Defensa y de
Interior (CESID, Roldán, GAL, Nani,
mafia policial), el PSOE perdió las elecciones generales de marzo de 1996 por
un corto margen de votos (300.000) respecto al Partido Popular, que sus
dirigentes interpretaron como una derrota
dulce.
No
supieron percibir las verdaderas causas de su declive ni la amargura a largo
plazo que les depararía la precaria victoria de la derecha dirigida por un
visionario, según calificaría años después George W. Bush a su acólito de las
Azores. Y no le faltaba razón al gringo, pues los dos mandatos de Aznar dejaron
una profunda huella en la sociedad y en las instituciones españolas.
Aunque los socialistas ganaran
las elecciones, las cosas difícilmente volverían a ser como antes. Y no lo
fueron.
Publicoscopia, 7-2-2015.