Estamos en tiempo de difuntos con demasiados difuntos; tiempo de aparecidos y desaparecidos de las más tristes estadísticas de bajas y contagios; tiempo de noches lúgubres (en versión del coronel José Cadalso o de Alfonso Sastre), cuando las ánimas de los muertos regresan -hay que tener muchas ganas de volver ahora- y se comunican con sus deudos vivos, cuando se abre la puerta que contiene a los espectros y a los mengues y hay contacto con el otro lado, como dicen los parapsicólogos, los amigos de lo preternatural y de los sustos y los asiduos al programa de Iker Jiménez.
Pero
las fúnebres ceremonias del día de todos los Santos, que inspiraron a los
escritores románticos, y los ritos familiares -la visita al cementerio, una
oración, una reflexión, una añoranza o una lamparilla encendida- dedicados a
las ánimas (dicen que benditas) del Purgatorio, han cedido parte de su lugar y
su función al moderno, o postmoderno, Jalougüin, una fiesta de colegiales,
sugerida por películas de miedo de adolescentes yanquis, introducida por el
gremio de maestros para entretener a la tropa con una especie de carnaval de
otoño, aderezado con abundante gore
postizo del bazar chino de la esquina.
La
lectura de las leyendas becquerianas del Monte de las Ánimas, del Miserere o la
del organista maese Pérez, la representación del Tenorio de Zorrilla y otras
obras de tipo romántico -literatura, al fin-, junto con las periclitadas
meriendas con productos de la estación -castañas, panellets, buñuelos y huesos
de santo- han sido reemplazadas en los colegios por fiestas con calabazas de
plástico y telarañas de la casa de los horrores -también del chino- con niños y
niñas, vestidos con trajes del mismo origen, para parecer brujas, fantasmas,
vampiros, demonios y esqueletos de talla pequeña.
En los mayores también ha calado la insólita celebración, pues hay happenings de jóvenes góticos con
intención de hacer botellón -hoy vetado-, patuleas de ojerosos adolescentes
vestidos de zombis sangrientos, que parecen salidos del famoso video de Michael
Jackson -Thriller-, pero sin el ritmo funky del espasmódico maestro, y
gavillas de niñas endemoniadas o embrujadas y pequeños dráculas recorriendo la
vecindad pidiendo truco o trato, como si fueran contratistas de obras, para
hacer acopio de las chucherías cuyo precio tanto preocupaba a Rajoy. Pero este
año, la cosa está más difícil por el confinamiento y lo desaconsejable del
trato -y del truco- con no convivientes.
No
sorprende que esta celebración, impulsada por la poderosa maquinaria de
propaganda del amigo americano, tenga tanto éxito en un país que acepta
fácilmente expresiones superficiales de modernidad.
Como
otros productos o subproductos de la cultura anglosajona, Jalougüin ha llegado
para quedarse y, despojado de su función originaria y de cualquier reflexión o
intención más trascendente, se ha sumado a las ganas de fiesta que nos
caracterizan, como una tregua otoñal en el trabajo; uno de los esperados cortes
anuales en el calendario laboral y en las obligaciones cotidianas para hacer un
alto y escapar -hoy difícil- o algo que rompa la regularidad programada y
ofrezca un motivo para encontrase con familiares y amigos.
En vez
de recluirnos y contar historias, como si estuviéramos en la Florencia de
Boccaccio durante la peste, en el Madrid perimetralmente clausurado por la
pandemia, el señor alcalde, bajito pero moderno, nos invita a salir y a
consumir, a visitar bares y restaurantes para levantar la economía, sin olvidar
las medidas de precaución, eso sí, porque el alcalde es muy prudente.
Pues nada, que la fiesta no
decaiga: es Jalougüin. Y si aumentan los contagios, la culpa la tendrá el
Gobierno.
31 de octubre de 2020