martes, 24 de diciembre de 2019

Bon Nadal 2019



Desde este rincón de FB, con un belén y una canción, deseo a mis amigos y seguidores, y amigas y seguidoras, unos felices días de Navidad y fiestas subsiguientes. Y, claro está, un próspero año 2020.
El belén es el de casa y la canción es “Beautiful dreamer”, una vieja melodía del siglo XIX, del norteamericano Stephen Foster, que suele escucharse en los momentos románticos de las películas del Oeste. Enseguida la reconocerán.
Esta es la versión de Marilyn Horne. Hay versiones de Kate Smith. Bing Crosby y Roy Orbison, entre otras.
Va por ustedes, soñadores.


domingo, 22 de diciembre de 2019

Burguesía catalana


“Poco a poco los burgueses nuevos, especialmente en Cataluña y después en Vizcaya, fueron tomando cuerpo y envergadura. Los trabajadores (y también los autores de la época, como Salarich, Monlau, etc) les llaman indistintamente capitalistas, amos o fabricantes. Será, años después, en el Congreso Obrero de Barcelona de 1870, o antes en 1869, cuando seguramente por la tradición medieval catalana, se impone el vocablo burgués (voz catalana que traduce el francés <bourgeois>, habitante del <burgo>) y, por tanto, su versión castellana: burgués.
Desde dicha época, los propietarios de fábricas, los poseedores de capital para invertir en negocios industriales y los financieros de nuevo cuño serán llamados burgueses, a pesar de que a muchos les guste <camuflarse> tras la denominación más ambigua de clases medias. De todas formas, la estabilidad de la Restauración ayudaría a que las burguesías hispanas, al cobrar una conciencia, más o menos deformada, más o menos mística, de su peculiar entidad como clase social, aceptaran de hecho la denominación que les había sido otorgada. Tal hecho, por sí mismo, explica muchas cosas, Una de ellas principal: la estructuración tardía de los diversos núcleos burgueses hispanos.

(…) Los acontecimientos de los años 1868-1874, la Primera Internacional, aglutinando y dando savia nueva a los dirigentes de las nuevas organizaciones obreras; el peligro de los carlistas sublevados desde 1872; los traumas de la Primera República, en 1873, y su secuela cantonalista, etc, impresionaron a las burguesías acomodadas y motivaron la espectacular marcha atrás, rehaciendo el viejo pacto triangular y haciendo posible la Restauración.
Respecto al pacto diremos que <<suelda el triángulo hasta 1931, por lo menos, va a regir las actividades financieras, económicas y políticas del país. Tal triángulo -sigue escribiendo Vicens Vives (“Historia económica y social de España y América”)- tiene un vértice en la industria textil catalana, otro en la agricultura castellana (y andaluza, por tanto) y el tercero en los ferreteros vascos. Siderúrgicos, cerealistas y algodoneros constituyen un sólido triángulo, mucho más efectivo que cualquier combinación ministerial, política o militar. Ellos son los que mandan. Mandarán durante el período moderado, e incluso serán los dueños del país durante la Restauración>>.
Antoni Jutglar (1973): La sociedad española contemporánea, Madrid, Guadiana, pp. 200-203.

¿Hay alguna duda de que ese próspero triángulo no siguiera mandando durante la dictadura franquista?

Eso no lo preguntan ni Jutglar ni Vicens, lo pregunto, retóricamente, yo, aunque para mí ya tengo la respuesta. 
No sé si esos mozalbetes que corretean por Barcelona, teledirigidos desde Waterloo tienen contestación. Es más, dudo que se hayan planteado siquiera la pregunta. ¿Burguesías? ¿Amos? ¿Dirigentes obreros? ¿Clases sociales? ¿Qué será eso? Qué palabras tan antiguas… ante el postmodernísimo derecho a decidir.         

jueves, 19 de diciembre de 2019

Apostillas a "Los conflictos catalanes"

Contestaciones al intercambio de ideas con Maravillas Cora y Carlos Urbán, suscitadas por el artículo "Los conflictos catalanes".

Jurídicamente no lo sé, no soy jurista. Puede ser un intento de rebelión, una sedición, pero desde otro punto de vista, más político, puede ser un intento de golpe de estado, un golpe palaciego o incluso una revolución pacífica; pero por su originalidad habría que caracterizarlo primero. Tengo que pensarlo, porque no tengo claro un termino preciso, pero sí tengo claro el propósito.

Carlos Urban tanto da que se produzca la sedición en una región o en una nacionalidad (término de acepción ambigua) porque revela la intención de separar un territorio y fundar un nuevo país a costa de reducir la superficie de otro. Y quizá por haberse producido el intento sedicioso en una "nacionalidad", que al parecer tiene una categoría superior a la región en la escala de valores que califica el grado de desigualdad o de privilegio, el delito debería ser calificado con más dureza. En cualquier caso, tanto Cataluña como Murcia, son comunidades autónomas, es decir, estructuras subordinadas al Estado español.

Región o comunidad autónoma no me parece un anacronismo: es un territorio gobernado políticamente, no sólo administrativamente, dotado de un margen de actuación limitado y dependiente, en última instancia, de un poder superior. Es una cuestión de escala o de jerarquía, que los nacionalistas no pueden soportar. Respecto al 1-O-2017, quizá fue un acto un poco torpe, que es marca de la casa (PP-Rajoy), que pecó de ingenuidad y de falta de información, porque la organización sorprendió al ministro del Interior. Pero era un acto prohibido, en una cadena de actos prohibidos, que no debía ser consentido. Y eso de que no tenía validez, es relativo, pues Torra y los suyos dicen que aplican el mandato salido de las urnas aquel día. La herida que tardará décadas en cerrarse empezó a abrirse hace años, ante la indiferencia del gobierno español. Lo de imponer por la fuerza las ideas es lo que están haciendo los nacionalistas, minoría, sobre el resto de catalanes y respecto al derecho, no reposa sólo en la fuerza, por cierto, la única legítima es la del Estado, no la de esos mozalbetes con capucha, sino en el acuerdo del cuerpo legislativo. Votamos para eso, no sólo para tener gobierno, sino, sobre todo, para hacer leyes.

Hombre, no me parece una fruslería que los dias 6 y 7 de septiembre se abolieran simultáneamente la Constitución y el Estatut con una ley sacada de la manga, elaborada en secreto y saltándose a la torera el dictamen de los letrados de la cámara, el reglamento y el procedimiento de reforma del propio Estatut. Ni parece una bagatela que el 23 de enero de 2013, en el primer pleno de la legislatura, el Parlament aprobara una declaración que proclamaba al pueblo catalán sujeto político y jurídico soberano y que unos días después, la Generalitat funde en Consejo Asesor para la Transición Nacional que debe explorar las vías legales hacia la independencia. Si es que los actos, los sucesos puntuales no pueden verse de forma aislada, se trata de un proceso "un procés", anunciado, perseguido y realizado... que falló.

No me considero de derecha, ni extrema ni moderada, debo ser un bicho raro, porque soy de izquierdas (creo) y pienso que los movimientos separatistas son un desastre para el país y para Europa.

No tengo nada que ver con el nacionalismo español; no estoy henchido de patriotismo y amor a la bandera, no me gusta el folclorismo de tanto patriota que no paga impuestos y que privatiza los bienes del país a favor de su propio peculio. No creo que España sea mejor que otros países, que tengamos una historia mejor, ni que nos tengan manía por ahí fuera. Tampoco defiendo que de la Transición salió un régimen político perfecto y eterno y que la Constitución no deba ajustarse a los cambios producidos en la sociedad. Es más, creo que la Transición está inconclusa, pero no que las reclamaciones del nacionalismo periférico sean tareas pendientes de la "revolución burguesa", que deban ser asumidas por las izquierdas. Y pienso también que hay que culminar el llamado estado autonómico con una profunda reforma, para acabar con tanto tironeo, y que el remedio es una estructura federal, y digo federal y no confederal, es decir un Estado unido pero descentralizado y no una confederación de estados, que se correspondan con esa España imaginaria concebida como una nación de naciones.

Preámbulo de la Constitución de Estados Unidos, aprobada en la Convención de Filadelfía en 1787. "Nosotros, el Pueblo de los Estados Unidos, con el fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la paz interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general y asegurar para nosotros mismos y para nuestros descendientes las beneficios de la libertad, promulgamos y sancionamos esta Constitución para los Estados Unidos de América". Recalco, Constitución federal para "formar una Unión más perfecta". Sin duda, los argumentos de los federalistas (Madison, Hamilton y Jay), cuyos textos deberían ser de lectura obligatoria para tantos izquierdistas despistados, influyeron en los constituyentes

Sedición


(sigo aquí la conversación)
He buscado el significado de la palabra <sedición> en algunos diccionarios.
El Diccionario de la lengua española, RAE, XXI edición, 1992, define sedición: “Alzamiento colectivo y violento contra la autoridad, el orden público o la disciplina militar sin llegar a la gravedad de la rebelión. Fig. Sublevación de las pasiones”. 

El Diccionario de uso del español, María Moliner (ed. abreviada), Madrid, Gredos, 2008, define sedición: “Acción de declararse en contra de la autoridad establecida y de empezar la lucha contra ella. Sublevación. Particularmente, sublevación militar”.

El Diccionario ideológico de la lengua española, de Julio Casares, Barcelona, G. Gili, 1988, define sedición: “Tumulto, rebelión popular. Fig. sublevación de las pasiones. Sedicioso, persona que promueve una sedición o toma parte en ella”.

La Enciclopedia del pensamiento político, dirigida por David Miller, Madrid, Alianza, 1989, no recoge definición del término. Si lo hace de “revolución” y sus teorías, pero no es equiparable ni válido para el caso catalán.

Tampoco lo recoge el Diccionario del pensamiento marxista, Tom Bottomore (ed.), Madrid, Tecnos, 1984, que define extensamente el término “revolución”.

El Diccionario UNESCO de Ciencias Sociales, Barcelona, Planeta, 1987, define sedición: “Rebelión y decisión coinciden como términos que hacen referencia a un levantamiento público. Pero difieren, primero, por las causas que los provocan, así como por los objetos. Normalmente la rebelión es engendrada por motivos políticos, mientras que la sedición puede originarse por cosas de poca importancia y trascendencia o meros intereses particulares o de localidad. Frente a la extensión general que puede alcanzar la rebelión, la sedición adquiere un carácter local y a veces particular. Se ha definido el término como <invocación de medios no legales tendentes al cambio de la forma de gobierno, tales como el derrocamiento del mismo por la fuerza y la violencia o la incitación a la violación de la ley con el propósito de promover la deslealtad o la animadversión frente al gobierno (H.P. Fairchild, Dictionary of Sociology, 1967). Como término fundamentalmente político está rotulado en el Código Penal español, que establece los actos considerados como sediciosos en el Artículo 218.”

Estas son definiciones generales, literarias, retóricas, podríamos decir, pues lo importante para juzgar un acto político es su tipificación como delito en la legislación vigente, en el Código Penal y en la jurisprudencia subsiguiente, si la hay. Pero en todo caso, por lo aquí descrito, la sedición no me parece una minucia ni un simple acto de expresión, que pueda ser amparado en la libertad de opinión.    

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Los conflictos catalanes


El artículo anterior -“El conflicto catalán”- aludía a la evidencia, difícil de negar, de un conflicto político en Cataluña, del cual se daban algunos apuntes sobre su etiología, pero la realidad es más compleja y no se deja atrapar por apresuradas simplificaciones, ya que, en torno al mismo tema, existe más de un conflicto; hay, por lo menos, tres.
Los soberanistas, interesados en ofrecer una explicación sencilla y maniquea del problema que facilite la adhesión de la población a su programa, se esfuerzan en centrar la atención en un solo conflicto, entre Cataluña y España, con la aviesa intención de ocultar los demás, creyendo que al resolver el primero, con la independencia quedarán resueltos los restantes. Pero es difícil acertar con la solución correcta, cuando un problema está mal planteado.  
Para empezar, se debe señalar que no hay un conflicto entre Cataluña -Cataluña es una abusiva abstracción que los nacionalistas manejan a su antojo- y España o entre Cataluña y el Estado español, sino entre el propósito de los partidos independentistas catalanes y las instituciones estatales españolas, que, referido a los actores políticos, que son los que cuentan, es un conflicto entre quienes están al frente de la Generalitat y las instituciones del Estado.
La Generalitat, una institución regional del Estado español, ha sido dirigida por los nacionalistas contra el propio Estado para alterar de modo unilateral esa relación subordinada y tratar de convertirla en una institución representativa de un nuevo Estado independiente.  
Es decir, por iniciativa de los partidos nacionalistas, una parte del Estado se ha vuelto contra su posición estructural y su función subordinada y se ha iniciado un proceso -“el procés”- para acabar de modo unilateral con esa relación, que los independentistas califican de opresiva y humillante.
La parte no quiere pertenecer al todo, aspira a ser un todo independiente y a entenderse de igual a igual con el Estado: Cataluña y España o Cataluña frente a España, en una relación bilateral entre estados soberanos.
Un Estado frente a otro; un Estado hipotético frente a un Estado legal; un Estado imaginario frente a un Estado real. Esta es la ficción en que viven los partidos independentistas, que, en la persecución de sus fines, se han excedido en el uso de las competencias que tiene transferidas la Generalitat y han tropezado con sus límites, es decir, con la ley, que es lo que hubiera ocurrido en cualquier país que fuera celoso con su soberanía y su configuración territorial.   
Otro de los conflictos es el que enfrenta a los nacionalistas con los ciudadanos catalanes que no lo son, que, por la acción unilateral de los nacionalistas, ha dividido profundamente a la sociedad catalana. Conflicto de difícil solución, ya que la sociedad está electoralmente dividida casi por la mitad en su opinión sobre la naturaleza y el destino de Cataluña, dificultad que los soberanistas pretenden salvar imponiendo de modo unilateral su solución al resto de la ciudadanía, con el concurso, o sin él, del Estado español.
Existe otro conflicto, de índole muy distinta, que ha sido desplazado a segundo plano por el anterior.
Cataluña es una de las regiones más ricas de España, pero donde la riqueza está peor repartida, honor en la que está acompañada por la Comunidad de Madrid, gobernada desde hace un cuarto de siglo por el Partido Popular.
El mayor problema de Cataluña y el que afecta de manera más aguda a más personas es la desigualdad: la diferencia de rentas, oportunidades de empleo y posibilidades de mejora y ascenso social entre sus habitantes, sobrevenida a consecuencia del estallido de la burbuja inmobiliaria en 2008 y la gran recesión de 2010, y de las medidas de austeridad aplicadas por el Gobierno de Artur Mas para salir de ella cargando su coste sobre las clases populares.
No se debe olvidar que los recortes de CiU fueron más duros y aplicados en Cataluña antes que los del Partido Popular en el resto de España, ni que el PP y CiU eran entonces aliados: el PP apoyaba al gobierno de CiU en el Parlament y CiU apoyaba al gobierno del PP en el Congreso. Los dos partidos neoliberales, confesionales y corrompidos aplicando la misma política de descargar el peso del saneamiento económico sobre la espalda de los trabajadores y las clases subalternas.
La indignación popular ante las duras medidas de ajuste, ya mostrada en la huelga general del 29-S y en la movilización de las “mareas”, estalló el 15-M-2011 en Madrid y se reprodujo en las acampadas de Barcelona y en el cerco al Parlament, en junio de 2011, cuando Artur Mas tuvo que salir en helicóptero y los consellers en coches de los mossos. Sucesos que tanto asustaron a CiU y a ERC -Carod invitó a los acampados a irse a orinar a España-, que decidieron conjurar el peligro de que prendiera la lucha de clases apretando el acelerador del nacionalismo para forjar la unidad nacional contra un enemigo externo -España-, al que cargar la responsabilidad de sus decisiones y escapar, de paso, a la acción de la justicia por los numerosos casos de corrupción en los que CiU y la familia Pujol estaban inmersos.
La maniobra dio resultado y el incipiente conflicto entre clases sociales quedó arteramente sepultado por el conflicto entre identidades.
Queda, finalmente, un conflicto ahora latente, que alcanzará su plena dimensión en el caso de hacerse realidad el proyecto independentista.
Poco se sabe de la República Catalana. Es, hasta ahora, un proyecto de perfiles difusos y orientación política confusa, que ha servido para establecer el mínimo acuerdo posible entre las fuerzas independentistas, en una plataforma definida por su indefinición y por el carácter negativo de sus asertos; no por lo que aporta, salvo ilusión, sino por lo que rechaza: España, el Estado español, la Constitución, la corona, el régimen autonómico, etc.
Frente al Estado español como causa de los males de Cataluña, la propaganda nacionalista propone la meta ilusionante de la República como superación de ese modelo de Estado, dictatorial y opresivo, y como solución a los problemas del presente.  
La República es el vínculo que remata la alianza sin principios de las diversas fuerzas que defienden la autodeterminación, donde las izquierdas, aún las más extremas, se han rendido sin condiciones a la burguesía nacionalista catalana.
La República, un cómodo comodín, que lo mismo vale para un roto que para un descosido, es el reverso de la falta de acuerdo sobre lo que hay que hacer ahora en Cataluña para ayudar a los más golpeados por la crisis, cambiar el régimen fiscal y reorientar el sistema económico para asumir las limitaciones que impone el ahorro energético y la lucha contra el cambio climático, porque eso alentaría el choque entre programas que son antagónicos y podría romper el bloque independentista. Por esa razón, las izquierdas han sofocado el programa social en beneficio del programa nacional y han desplazado hacia el futuro las contradicciones de clase, como si las necesidades de la gente pudieran esperar al fausto advenimiento de la república.
De los diversos proyectos metidos en el mismo saco del independentismo, hay, al menos, dos que son incompatibles entre sí y que en su momento habrán de chocar, poniendo en riesgo, incluso, la propia existencia de la nueva república.
Por el lado más extremo del ala izquierda, la república catalana, democrática y participativa, definirá un país anticapitalista, fuera de la Unión Europea, la OTAN y el FMI; antipatriarcal, antiespañol, antiimperialista, ecologista, feminista, laico y socialista.
Por el lado más próximo a la derecha soberanista católica, la nueva república se parecerá a la vieja Cataluña interior de matriz carlista: una república provinciana, tradicional, foral y casi precapitalista, hecha a imagen y semejanza de artesanos y pequeños tenderos y de la gente de misa. Y alineada con los movimientos nacional populistas europeos. 


lunes, 16 de diciembre de 2019

ICV. Cerrado por quiebra

O mejor por defunción

La noticia en la prensa ha pasado sin pena ni gloria, desapercibida entre otras del verano sobre el “tema catalán" y el otro “tema” de la negociación fallida de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias para formar gobierno, pero tiene importancia porque cierra otra página sobre el declive de la izquierda comunista en España.   
El día 6 de julio, el consejo nacional de Iniciativa per Catalunya-Verds, (ICV) decidió, por acuerdo unánime, solicitar concurso de acreedores -la antigua suspensión de pagos-, ante la dificultad de hacer frente a una deuda de 9,2 millones de euros.
Tras 32 años de existencia (1987-2019), la organización política sucesora del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC) (1936-1990), echaba el cierre por quiebra como si fuera un negocio, un mal negocio político, dejando en la calle, con el consiguiente expediente de regulación de empleo, a 16 trabajadores y en la orfandad política a sus seguidores, si es que quedaban algunos.
Su disolución revela el imparable declive de una opción política que había resistido los peores años de la postguerra y aumentado su prestigio y sus efectivos en la lucha contra la dictadura, pero que no encontró su lugar en el régimen político que con tanto esfuerzo contribuyó a instituir.

El PSUC en la Transición
La historia reciente de Cataluña y, en particular, las últimas siete décadas, esa historia desconocida por los jóvenes que reclaman unos derechos civiles que desprecian y que a ellos les han llegado de balde, no se entiende sin el PSUC, que fue uno de los principales actores que lucharon para conseguirlos, aún a costa de sufrir, primero las brutales respuestas de la dictadura y, después, unas tensiones internas que minaron su coherencia programática y su vitalidad.
El PSUC, poderosa y controvertida filial del PCE, fue en Cataluña el alma y el cuerpo de la oposición al franquismo, no sólo por la fuerza proporcionada por los estudiantes y los trabajadores movilizados por la CONC (Comisión Obrera Nacional de Cataluña, filial de CC.OO.), y de las asociaciones populares que tenía detrás, sino también por su potencia cultural y la labor de un estimable núcleo de intelectuales orgánicos (aquello sí que era un “núcleo irradiador”).
Hubo, claro está, en Cataluña otros partidos de izquierda de diversa tendencia  doctrinal, incluso procedentes del propio PSUC (el grupo Unidad, el PCEI, Bandera Roja), que aportaron sus fuerzas para desgastar la dictadura y compitieron con él, pero sin lograr arrebatarle la hegemonía sobre el movimiento antifranquista.
El PCE-PSUC sufrió las consecuencias de los pactos de la Transición, pues, en un partido que defendía la lucha de clases, apostar por la reforma de la dictadura -“ruptura pactada”- y la reconciliación nacional por acuerdo con los reformistas del Régimen, estando vivo el recuerdo de la guerra civil, tuvo elevados costes, entre ellos, aceptar la bandera nacional, la monarquía, la continuidad de aparatos del Estado o el Concordato con el Vaticano, que, por un lado, desvirtuaban sus históricas señas de identidad y, por otro, no proporcionaron la recompensa esperada en las elecciones de junio de 1977 (9,2% de los votos), en las que fue superado por el PSOE, un partido recién renovado y prácticamente recién llegado a la palestra política, ya en los años finales de la dictadura.
No obstante, el PCE y el PSUC, siguiendo la declaración sobre la reconciliación nacional, anunciada en junio de 1956, al hilo de la “coexistencia pacífica” con Occidente, decidida en el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), tuvieron un papel destacado en el clima de opinión con que en España se tejió la reforma -el consenso- y fue grande su aportación política y jurídica en la fundación y en los primeros pasos del nuevo régimen democrático (amnistía, derechos civiles, sistema autonómico, marco de relaciones laborales, Constitución).
En medio de una profunda crisis económica, con un desempleo creciente (4,7% diciembre 1976; 5,7% diciembre 1977) y una inflación disparada (27% en 1977), el apoyo del PCE-PSUC al Pacto de la Moncloa (octubre 1977) contribuyó a sanear la economía nacional, consolidar el naciente régimen democrático y paliar el riesgo de una posible involución de extrema derecha por un golpe militar, pero fue a costa de desestabilizar la economía de las clases subalternas, en particular de los asalariados, que arreciaron en sus protestas, lo que obligó tanto al PSOE y al PCE-PSUC, como a CC.OO. y UGT, a emplearse a fondo para frenar las luchas de los trabajadores y lograr el cumplimiento del pacto.     
El coste de ayudar a “estabilizar las relaciones laborales” fue grande y se tradujo en críticas internas y en progresiva pérdida de apoyo electoral, a medida que la salida de la crisis y la remodelación del aparato productivo exigían sucesivos pactos sociales. Circunstancias que se unieron a los efectos de lo que se podría calificar como cambio de estatus, que provocaron la crisis que fue el principio del fin.

El nuevo y complejo escenario
El advenimiento del régimen democrático, por imperfecto que fuera, estableció diferencias sustanciales respecto a la dictadura, las cuales afectaron al modo de intervenir en política, tanto del PCE-PSUC como de otros partidos de la izquierda que habían operado hasta entonces desde la clandestinidad.
El reconocimiento de los derechos civiles, la libertad de informar, el régimen de opinión y el sistema representativo hacían de la actividad política, de la lucha por el poder, del acceso a las instituciones y la gestión del Estado un asunto público y participativo, que obligaba a adaptarse al marco legal a quienes quisieran ser actores de la vida política en un sistema liberal democrático. Lo cual chocaba con los usos y estructuras de partidos enfrentados a la dictadura en las condiciones marcadas por ésta y obligados, por tanto, a la actividad clandestina para actuar y sobrevivir. 
La nueva situación obligaba a adaptarse con rapidez al nuevo marco político y jurídico, pero esa necesidad chocaba con una larga tradición conspirativa y con unas estructuras de partido poco flexibles, y además suponía acometer cambios estratégicos, tácticos y organizativos.
Sin revolución en el horizonte y habiéndose resuelto la ruptura con la dictadura con un pacto por la reforma por mucho que se lo adornara, lo que quedaba por delante era una larga etapa de intervención reformista para limar los rasgos más hoscos del capitalismo, en la perspectiva de llegar al socialismo por acumulación de fuerza popular y sucesión de reformas y transformar el Estado burgués por vía parlamentaria.
Siempre y cuando se obtuviera el apoyo social suficiente en un sistema electoral que no estaba pensado para favorecer a la izquierda, y que la hipótesis se pudiera verificar, pues el último desmentido de esa vía había sido el golpe militar, que, en 1973, en Chile, había acabado de forma bárbara con el intento de Salvador Allende de llegar, sin prisa y de forma pacífica, al socialismo a través de las instituciones.
Lo que quedaba era marginarse o adaptarse, pero no era fácil pasar del ámbito ilegal al legal, de la actividad secreta a la pública, de la calle a las instituciones, de la clandestinidad a la lucha abierta y de la subversión a la conservación del sistema capitalista mediante su reforma. Todo ello obligaba a introducir cambios en el proyecto, que escocían a una parte de la militancia, en particular a la de más edad, y a efectuar giros tácticos o claramente oportunistas, que se alejaban del objetivo estratégico, mantenido de forma retórica en el programa.
Por otro lado, los derechos civiles chocaban con los estatutos y el estilo de vida militante, aún cortado por los principios del centralismo democrático, apropiado para la actividad clandestina de partidos concebidos como organizaciones de lucha que debían funcionar como ejércitos, pero inadecuado para la nueva situación, que exigía un tipo de actividad menos heroico y una adhesión al proyecto colectivo que fuera compatible con la atención a otros aspectos de la vida privada. 
Además del objetivo estratégico, este aspecto separaba claramente a las nuevas generaciones, que exigían una organización flexible, más discusión interna y rechazaban el esfuerzo militante entregado sin límite de tiempo, de las viejas, que defendían un tipo de partido selectivo, jerárquico, vertical, centralizado, monolítico y disciplinado, dirigido con mano firme por un comité central poco menos que omnipotente y por un secretario general indiscutible.  
Otra modificación interna fue reemplazar las células, los pequeños grupos de militantes de la etapa clandestina, por las agrupaciones territoriales, más adecuadas a un partido de masas, abierto y heterogéneo. 
Todo esto, sumariamente enunciado, desató no pocas contradicciones en el seno del PSUC y del PCE (y en otros partidos comunistas), entre las nuevas y las viejas generaciones, entre los partidarios del partido centralista y los que apostaban por la estructura federal, que era más bien confederal, para adaptarse al modelo autonómico, entre los críticos y los defensores de los pactos sociales, entre los que pretendían renovar las señas de identidad del partido (por ejemplo, la denominación de leninista) y los que se oponían, entre los críticos y los defensores de la URSS, entre los cuadros profesionales de clase media y los militantes de extracción obrera, entre los partidarios de las reformas ideológicas y programáticas y quienes se oponían a ellas en nombre de la vieja identidad, entre, entre, entre … 
Todo era motivo de discusión, y tanto el PCE como el PSUC se sumieron (y consumieron) en enfrentamientos internos, luchas intestinas no siempre por motivos claros, expulsiones, deserciones y escisiones.
A la altura de 1980, las tensiones internas cristalizaban en el PSUC y se mostraron el Vº Congreso (enero 1981) -algo después en el Xº Congreso del PCE (agosto 1981)-, en las divergencias entre eurocomunistas, prosoviéticos y leninistas, apresuradas etiquetas que representaban, grosso modo, a los seguidores del equipo saliente (Antoni Gutiérrez) y a sus críticos de extracción obrera, que rechazaban la política de pactos -el eurocomunismo es acabar con las huelgas- y proponían reorientar el PSUC hacia una política más de clase, aplicada a defender los derechos de los trabajadores, antiimperialista y favorable a la política exterior de la URSS, que entonces era muy activa en África y América, y cuyas tropas acababan de entrar en Afganistán para apoyar al régimen de Babrak Karmal.
La posterior alianza de eurocomunistas y leninistas acabó con la expulsión de los prosoviéticos, que formaron el Partido de los Comunistas Catalanes (PCC), unido luego a la escisión homóloga del PCE para formar el Partido Comunista de los Pueblos de España (PCPE), una especie de fortín de la vieja ortodoxia, dirigido por Ignacio Gallego.          
Lo que de manera apresurada se puede llamar crisis del marxismo, junto a la potente ofensiva neoliberal-conservadora impulsada por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, la progresiva orfandad teórica de la izquierda y la búsqueda de nuevos sujetos colectivos para impulsar la transformación de la sociedad capitalista, así como la tendencia centrífuga de los movimientos nacionalistas favorecida por el Estado autonómico, que no fue instituido para facilitar la unidad y la eficacia de izquierda, sino para crear un marco de negociación y reparto de poder entre diferentes facciones del bloque dominante, aconsejaron congelar las actividades del PSUC y fundar Iniciativa per Cataluña, una organización de programa ambiguo y estructura abierta y flexible, más acorde con los nuevos tiempos, cuyo nombre ya indicaba una posición proclive al nacionalismo.
Dependiendo de las cambiantes alianzas, IC, luego ICV e ICV-EUiA (Esquerra  Unida I Alternativa), se fue perfilando como una formación de izquierdas, no revolucionaria sino transformadora, alternativa y reformista, institucional y a la vez antisistema, socialista, ecologista, feminista y pacifista, y cada vez más cercana a los postulados nacionalistas.   
Después de unos años de declive, conducida, paradójicamente, por dos dirigentes verdes, Joan Herrera y Raúl Romeva, ICV caminó alegremente hacia su inmolación en beneficio del pujante soberanismo pujolista, en una trayectoria semejante a la sufrida por los comunistas de Galicia y el País Vasco, lugares donde fue engullido por los movimientos nacionalistas locales.   
En la búsqueda de otros sujetos que hagan de agentes de transformación social junto a los trabajadores, ICV creyó hallarlo en las filas de la burguesía nacionalista periférica y en las clases medias movilizadas con un discurso identitario, las cuales, a pesar de su radicalidad y de lo que afirme su propaganda, siempre anteponen la ejecución del componente nacional al componente social de sus programas.
Con la desaparición de ICV, una vez más, la experiencia vuelve a mostrar que, al menos en España, el nacionalismo es letal para la izquierda, pues ha contaminado a los socialistas (basta observar los titubeos del PSOE sobre la configuración territorial del Estado y las tensiones entre sus baronías) y ha llevado a la tumba a las viejas izquierdas comunistas moderadas o radicales. Y seguramente hará lo mismo con la nueva izquierda social populista, si no rectifica a tiempo.

22/11/2019

https://elobrero.es/opinion/37255-icv-cerrado-por-quiebra-o-mejor-por-defuncion.html

El conflicto catalán

Está satisfecha Laura Borrás, portavoz de JpCat (antes PDeCat, antes JpSi, antes CDC), porque en el PSOE han reconocido que en Cataluña hay un conflicto político. Un aspecto preocupante de la enrevesada realidad del país que nadie en sus cabales negaría, si aspirase a gobernar o a tener algún tipo de representación política en España.
Reconocer un conflicto es, sencillamente, admitir que existe un problema; un gran problema en este caso. Pero admitir que existe un conflicto en Cataluña no implica estar de acuerdo con su origen en el tiempo ni con sus causas, y, en definitiva, con su naturaleza, ni, claro está, con la solución que los nacionalistas pretenden dar a ese problema, porque la denominación -“el conflicto”- ya le atribuye un sentido, el único sentido válido para ellos, que presupone, así mismo, la única solución que estiman aceptable para resolverlo.  
Así, “el conflicto” no es la objetiva descripción de un fenómeno político, de un aspecto preocupante de la realidad catalana y española, como es el choque de legitimidades, de aspiraciones e intereses entre actores políticos, sino un término que ya viene cargado de sentido.
“El conflicto”, como “el proceso” (“el procés”), es la síntesis de un discurso más amplio; es un concepto envenenado, un término importado, “made in Euskadi” o mejor dicho “made in Euskalherria”, acuñado por los abertzales (Otegui), que disponen de una fecunda producción de eufemismos para edulcorar sus planes llevados a cabo con terrorismo -“relación negativa con los derechos humanos” (Urkullu)-, que culminan en la aparente verdad universal de un derecho lógico, democrático y, al parecer, ampliamente admitido en el mundo, que es “el derecho a decidir”. Otro ardid verbal, otro eufemismo vasco exportado a Cataluña, que ha tenido mucho éxito en el “hit parade” de las “soluciones imaginativas” (Ibarretxe). Porque en el tema del nacionalismo, aunque falta sensatez, sobra imaginación. 
Para los nacionalistas, “el conflicto” señala el problema más acuciante de Cataluña; no existe otro mayor ni que precise atención más urgente que el de buscarle una “salida política democrática”, que sólo puede ser un referéndum de autodeterminación. Así lo reitera la propuesta del Parlament (5/12/2019) de volver a debatir y votar una moción para “encontrar una solución democrática al conflicto político entre Cataluña y el Estado, que no puede ser otra que el ejercicio del derecho de autodeterminación a través de un referéndum”. Así, pues, la solución ya está “encontrada”, es la misma desde 2012, pero hay que volver a ponerla sobre el tapete para presionar en la negociación con el PSOE.
La celebración de un referéndum que esperan ganar, ya sabemos cómo, con la intención de dividir un país y fundar otro a sus expensas, es una solución drástica, maximalista, que viene dada por los ingredientes del problema, por los componentes “del conflicto”.
En primer lugar, por el componente histórico, que expresa un viejo conflicto de dos naciones enfrentadas -España y Cataluña- desde hace siglos (“España contra Cataluña”), en el que la primera ha impuesto sus condiciones a la segunda hasta lograr la subordinación política que permite el expolio económico (“España nos roba”, “Cataluña está colonizada”).
Esta sesgada visión de la historia ha producido una versión tópica y popular de la evolución de Cataluña y de España, basada en la difusión de estereotipos más propios del siglo XIX que del XXI, como el de la Cataluña desarrollada y moderna frente a la España atrasada y subdesarrollada, o el de Madrid, que manda y gasta mientras Cataluña trabaja y paga.
Madrid, paradigma del poder centralista, es la corte de los cabildeos, sede de gandules, de gente que consume, pero no trabaja; una ciudad de funcionarios y pasantes, de politicastros y charlatanes, que viven del dinero público; una ciudad donde la “atmósfera es perniciosa y el aire apesta” (Almirall).
Mientras Cataluña, donde la gente trabaja y ahorra -“catalanes y vascos son los trabajadores de España” (Almirall)-, es tierra de emprendedores, de honrados industriales y sufridos menestrales, que costean con sus impuestos el despilfarro de Madrid.
En relación con lo anterior, “el conflicto” tiene también una dimensión cultural, antropológica e incluso biológica, donde la lengua tiene un papel fundamental, porque “constituye la nación” (Prat de la Riba), “es nuestro ADN” (P. Maragall).
La lengua autóctona determina todo lo demás, la concepción del mundo y la ubicación en él; hablar catalán es pensar en catalán, vivir en catalán e imaginar el mundo desde Cataluña. Detrás de la lengua y la literatura vienen las otras expresiones culturales: las tradiciones, las fiestas populares, los ritos religiosos, la música, la gastronomía -“hay una cocina, hay una nación” (Ruscalleda)- y los símbolos que muestran las diferencias que separan la cultura catalana de la cultura española y, sobre todo, de la castellana.
En “el conflicto” hay un ingrediente biológico, que pervive desde las antiguas razas, un choque entre el grupo central meridional, de influencia semítica por la invasión árabe, y el primitivo grupo ibérico pirenaico, vasco-aragonés. El primero, por influencia musulmana es soñador, fatalista y dado al lujo, pero autoritario por la influencia castellana -“El Estado es un fajo de kabilas africanas” (Prat).
El segundo, de ingenio analítico, es recio y propenso a la libre confederación. El enfrentamiento entre ambos grupos ha marcado la historia de España y ha impedido su unificación en una sola nación.
Hay una versión actual de este racialismo del siglo XIX que impide la convivencia entre los catalanes y el resto de los españoles. Para Artur Mas, los catalanes tienen en su ADN influencia genética germánica, para Junqueras la influencia es francesa. Sea como fuere, hay que preservar la raza catalana y evitar la mezcla con otras razas, presuntamente inferiores, que llevaría a su desaparición. Las diferencias son tan grandes, que forman dos pueblos que no pueden convivir ni compartir el mismo territorio: no pueden convivir las personas normales con gente extraña y degradada (Barrera), ni con hombres destruidos (Pujol) o, peor aún, con seres no que son humanos sino similares a bestias, a alimañas, en la versión más cruda del racismo, que es la de Quim Torra.   
La versión política “del conflicto”, resume todo lo anterior y justifica el programa del nacionalismo: ante dos pueblos no sólo irremediablemente distintos, sino opuestos en todo e históricamente enfrentados, la solución racional y nacional es separarlos; de común acuerdo, si es posible, y si no, por decisión unilateral del más agraviado.  
“El conflicto” es un mensaje de fácil ingesta en la dieta ideológica nacionalista, preparado por el aparato de propaganda de la Generalitat para hacer pedagogía entre la población y presentar de manera sencilla y maniquea, pero falsa, la exigencia de una satisfacción justa, que no lo es, a unos agravios que no han existido.
En apariencia, “el conflicto” es un discurso sobre los hipotéticos derechos de una nación en construcción, pero en esencia es la justificación que los nacionalistas necesitan para dotarse de su propio Estado. 

15-12-2019

https://elobrero.es/opinion/38704-el-conflicto-catalan.html

sábado, 14 de diciembre de 2019

Quizás, quizás, quizás


Siempre que te pregunto,
Que cuándo, cómo y dónde,
tú siempre me respondes
Quizás, quizás, quizás
Y así pasan los días,
y yo voy desesperando,
y tú, tú, tú contestando
quizás, quizás, quizás.
Estás perdiendo el tiempo, pensando, pensando…

Este bolero del cubano Osvaldo Farrés, popularizado por Bobby Capó, el trío Los Panchos y por tantas otras versiones, ilustra bien el momento que vivimos, o mejor, que sufrimos, porque la esencia del bolero es el sufrimiento. 
Pedro Sánchez, presionado dentro y fuera del PSOE, a izquierda y derecha, desde el centro y la periferia, por aliados y adversarios, quiere concluir antes de Navidad las conversaciones para lograr el pacto de investidura. Si lo lograse, sería algo así como acertar el premio gordo de la lotería.
Ya ha logrado el condicionado respaldo de una heteróclita cohorte de aliados, que no es suficiente, por lo cual precisa imperiosamente el apoyo de ERC para comenzar una legislatura, que, en principio no parece fácil. Pero en ERC se lo toman con calma; estudian el posible coste de la operación de apoyo y, sobre todo cómo queda la situación de Oriol Junqueras, y recomiendan a Sánchez que tenga paciencia hasta el mes de enero, a ver si los Reyes Magos le traen de regalo una investidura, que no será gratis. Tienen al PSOE macerando, como si España fuera el concurso “Máster chef”.
No importa, pues, que llevemos así cuatro años. Desde las elecciones de 2015, estamos en “funciones”; no sólo el gobierno, sino que todo el país está “en funciones” -“stand by” o en tiempo de adviento-, a la espera de la buena nueva de un pacto de Gobierno; pero no hay prisa. En ERC se dejan querer, pero no ceden, necesitan tiempo para demostrar quién manda, quien es el árbitro, quién puede decidir que haya un gobierno poco estable o mandar todo al garete, porque, tal cómo están las cosas, no hay otro gobierno posible.  
Hemos vuelto a aquella situación del Tripartito catalán, cuando Carod Rovira, con apenas 500.000 votos detrás, decía que tenía la llave de dos gobiernos: el de Cataluña, presidido por Maragall, y el de España, presidido por Zapatero.  
Es tristemente paradójico que la suerte de Sánchez, del PSOE y del país, dependan de un socio tan poco fiable como ERC, que precipitó las elecciones del 28 de abril al negar el “placet” a los Presupuestos del Gobierno socialista, que, además de tener un fuerte contenido social -por ese lado, ERC siempre muestra la debilidad de su izquierdismo-, reemplazaban a los de Rajoy, al que tanta consideración guardan los independentistas catalanes. 
Hay que recordar que ERC, cuando se discutía el proyecto de Estatut en 2005, antes de aprobarse ya le ponía fecha de caducidad. Luego renegó de él, después lo abrazó con fervor y, finalmente, aprobó su abolición y la de la Constitución, en las vergonzosas sesiones del Parlament los días 6 y 7 de septiembre de 2017, y fue, en pugna con los exconvergentes, impulsor de los sucesos posteriores que culminaron en la declaración unilateral de independencia.
Y parece una broma del destino que el sujeto que acusó al President de la Generalitat de traicionar el “procés” por “155 monedas de plata”, que provocó la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la fuga de Puigdemont y otros consejeros hacia Bélgica, ahora sea el escogido para negociar el acuerdo de investidura, y, su partido, con una acreditada trayectoria de deslealtad, pueda ser considerado un apoyo fiable del futuro Gobierno. Pero eso es lo que hay.
Una compleja arquitectura institucional, una dejación de décadas ante la pujanza del nacionalismo y unos errores de bulto a izquierda y derecha, han hecho posible esta endiablada situación, en que los apremiantes retos que España tiene planteados ante un proyecto europeo en descomposición en un mundo aceleradamente cambiante y con problemas urgentes que afrontar, tienen al país paralizado por la presión de un partido político cuyo rasgo más notorio es el rural arcaísmo de la Cataluña interior.     
Alma carlista, intransigencia católica, cazurrería provinciana y oportunismo político, eso es ERC.


Huelgas en Barcelona, 1958


Recuerde el alma dormida…

“Pero si la huelga de Euskalduna de 1947 fue la huelga de los vascos, esta de 1958 va a ser la de los catalanes (…) el 25 de marzo estalla con tal violencia que no podrá ser sofocada hasta el 9 de abril pese a tener al frente de la provincia a Felipe Acedo Colunga, que en 1947 se distinguió por su brutalidad con los estudiantes y en 1958 lo hará nuevamente por sus alocuciones salvajes y órdenes represivas a la fuerza pública.
Para empezar, el mismo día 25 ordena cerrar cinco grandes empresas que han empezado de forma parcial o total el movimiento huelguístico. Un par de horas más tarde ordena cerrar otras dos. Pero no arredra a nadie. A diferencia de Vizcaya, en Cataluña se han repartido abundantes octavillas y folletos incitando a los trabajadores a la huelga. Hay algunos disturbios y varios tranvías quedan panza arriba en medio de la calle.
Para el día 27 hay más de 30.000 parados. SEAT y ENASA cierran igualmente a pesar de ser empresas paraestatales (del INI) y después, lo hace la Maquinaria Terrestre y Marítima. El mismo día 5000 trabajadores dejan el puesto en Tolosa y mil más en Andoaín. Luego en Altos Hornos se suman a las demandas de subida de salarios.  
Se agrava la situación en Barcelona, pues se suma al paro la industria textil. En ese momento hay 50.000 huelguistas en Cataluña. 
La Delegación de Trabajo prohíbe que las empresas modifiquen los salarios de los trabajadores sin autorización oficial. Hay 300 detenidos y el gobernador civil de Barcelona devuelve trenes cargados de andaluces, gallegos y extremeños a sus lugares de origen; la sangría del campo miserable se orienta hacia el Norte y Madrid, a donde llegan esas reatas de desesperados.
¿No significa nada esto tampoco? Para preferir la ciudad nueva, el oficio ignorado, el miedo a lo desconocido, el futuro incógnito, sobre la tierra propia, ¿no es preciso cierto grado de desesperación individual y nacional?”

Luis Ramírez: “Nuestros primeros veinticinco años”, París Ruedo Ibérico, 1964, pp. 92-93.

¡Ay! Qué poco saben esos mozalbetes que juegan a creer que se enfrentan a una dictadura…

sábado, 30 de noviembre de 2019

Black, pero que muy black, Friday

Cuando, años ha, impartía clases de “Sociología del consumo”, solía preguntar a los neófitos cuál era el motivo que les impulsaba a elegir tal asignatura, dado que no era obligatoria, sino de las que, antes del Plan Bolonia, eran llamadas de “libre configuración”, es decir, de las que podían admitir estudiantes de cualquier curso o carrera.
Las razones aducidas eran tan variopintas como el alumnado -desde la simple curiosidad o el interés por la materia a que les venía bien por el horario-, por lo cual, dada la diversidad del “público” asistente (bastantes alumnos de Erasmus), solía empezar el curso en plan suave con una tormenta de ideas sobre lo que les sugería, a bote pronto, la palabra consumo.
Las respuestas más frecuentes eran: comprar, ir de compras, productos, tiendas, objetos, escaparates, anuncios, grandes almacenes, hipermercados, publicidad, marketing, tarjetas de crédito, marcas, elección, moda, lujo, imagen, mercado, elegancia, dinero, gastar dinero, precios, descuentos, rebajas, regalos…
Un curso tras otro, las respuestas eran similares. Yo les insistía: Sí, todo eso está bien, pero qué más. ¿Qué es lo que falta? Y lo que, según mi criterio, faltaba, nunca aparecía.
Después de un rato de silencio, les preguntaba cuántos habían leído la Biblia, entera o algunos pasajes. Caras de estupor. Pocas manos se alzaban, ya que la Biblia no aparecía en la bibliografía recomendada, pero mostraban sorpresa cuando yo les aseguraba que, por sus respuestas, tenían un comportamiento bíblico.    
Les recordaba entonces el pasaje del Paraíso Terrenal, del Edén, un jardín en Oriente, donde Adán y Eva podían vivir en un lugar agradable, que les ofrecía todo cuanto precisaran, y ellos se podían dedicar, casi en exclusiva y según el mandato divino, a crecer y a multiplicarse (lo que planteaba problemas de otra índole, pero en clase no se trataban).
Allí, en aquel jardín, se cumplía el viejo anhelo humano de vivir sin trabajar, de consumir sin producir y, además, con el premio, de responder a un mandato divino de lo más placentero. O sea, un paraíso. Pero la cosa se torció, ahí ya recordaban la serpiente, la manzana (Apple) y la condena a vivir trabajando, a ganar el pan con el sudor de la frente y a parir con dolor. Y se acabó el paraíso.    
Entonces, ellos comprendían que sus respuestas habían sido propias de consumidores, que, es lo que eran, ya que, por edad, pocos habían tenido contacto con el mercado laboral y el mundo de la producción, que ofrece la mágica apariencia de que las cosas están ahí, a nuestra disposición.
La conclusión era obvia: no hay consumo sin producción, no hay “disfrute” de la compra sin el esfuerzo previo de haber fabricado el objeto apetecido; el trabajo es el fantasma que está, pero que no aparece, detrás de las características formales de las mercancías. Y las ideas que los estudiantes habían aportado -las marcas, la publicidad, el dinero, las tarjetas de crédito, las rebajas, etc- eran las mediaciones entre la producción y el consumo; entre el taller y la tienda o, mejor, entre la fábrica y el supermercado; entre el esfuerzo realizado, a veces en muy malas condiciones y con un salario miserable, en producir un objeto y la satisfacción de adquirirlo, claro está, mediante pago.
Con el entusiasmo que despiertan las costumbres extranjeras, hemos celebrado el "Black Friday", con gran éxito de caja, al parecer.
La gran fiesta del consumismo -no es lo mismo que el consumo-, que en España dura una semana, ha llenado las tiendas de ciudadanos, que se comportan de modo bíblico adquiriendo mercancías -no todas necesarias- que llegan, en su mayor parte, del extranjero, sin acordarse de quienes las producen y en qué condiciones lo hacen. Ni tampoco de los millones de personas que, en España, mano sobre mano, es decir paradas, esperan un contrato de empleo para entrar en el sistema económico, y que tienen ante sí, no un jubiloso "viernes negro", sino un futuro negro y más bien triste. Y con muy limitadas posibilidades de consumir. 

https://elobrero.es/opinion/37808-black-pero-que-muy-black-friday.html

miércoles, 20 de noviembre de 2019

20-N-2019

El cuadragésimo cuarto aniversario de la muerte de Franco ha pasado, como siempre, sin pena ni gloria, salvo para sus admiradores, y además oscurecido por la estela postelectoral del 10-N.
Sin embargo, desde 1975, este es el primer año en que sus restos, en el aniversario de su deceso, no reposan en el Valle de los Caídos sino en el panteón de su familia, lo cual tiene importancia no sólo simbólica, sino política.
En este año se han cumplido también ochenta del final de la guerra civil y, por primera vez, un Jefe del Gobierno español se ha desplazado a Francia para visitar las tumbas de Manuel Azaña y Antonio Machado y rendir un tardío homenaje a estas dos insignes figuras, una política y otra literaria, de la II República, y a los refugiados españoles del campo de concentración de Argelés. Como lúgubre anécdota, no se me ocurre otro adjetivo, el acto fue interrumpido por un grupo independentistas catalanes, que con sus gritos mostraban su oceánica ignorancia sobre la historia de España y de Cataluña.
Si tenemos en cuenta el clima en el que últimamente transcurre la vida política de este país y los trámites, debidos tanto a procedimientos burocráticos como a la obstrucción política, que han demorado el traslado de los restos del dictador, aprobada, en diciembre de 2017, en el Congreso, sin votos en contra pero con la abstención del PP, la conjunción de fechas no parece tanto una simple coincidencia como un designio del destino.
Ochenta años han pasado desde que acabó la guerra civil, y su recuerdo, expresado en símbolos y en carencias, aún pesa sobre la sociedad. Uno de estos recuerdos era el cadáver de Franco, sepultado con honores de Jefe de Estado en su colosal mausoleo.
Otro, son los miles de cadáveres enterrados clandestinamente en lugares ignotos, como efecto de la guerra y de la represión posterior, cuyos restos quieren recuperar muchos de sus familiares luchando, ochenta años después, a brazo partido contra la desidia, la obstrucción política y eclesiástica y la paralizante burocracia.   
El destierro de Franco al panteón de su familia era una asignatura de las que tenía pendientes de aprobar el régimen democrático. 
La recuperación de los restos de esos miles de cadáveres por los familiares que así lo deseen y la conservación de todos los demás, en un lugar que sirva de reconciliación para las generaciones más viejas y de enseñanza sobre el fanatismo y los horrores de la guerra para las más jóvenes, podría ser el necesario cierre simbólico a la etapa postbélica, que pusiera el adecuado final a una transición política hasta hoy inconclusa.
Aunque, por ahora, no parece que exista el necesario clima de acuerdo para ejecutar ese propósito, pues, enterrado definitivamente Franco como persona y desterrada su ominosa sombra de la sociedad, hay quienes han desenterrado su rancio ideario para utilizarlo como programa político en unas instituciones que son la negación de su régimen.
Quizá deban transcurrir otros ochenta años para sepultar también su obra.

sábado, 16 de noviembre de 2019

¡El obrero! (2)


¿El obrero? ¿Un diario digital que se llama “El obrero”? Sí, el obrero, o sea el trabajador, treballador, trabalhador, traballador, obrer, worker, arbeiter, ouvrier, operaio, langilea, “currante” o “currelante”, como cantaba Carlos Cano en una célebre murga, en la que quería obsequiar a los caciques con un pico y una pala para ponerlos a “currelar”.
Pero, ¿cómo se puede editar un periódico que se llame “El obrero”, en la España posmoderna? Si parece un nombre del siglo XIX o como mucho de la primera mitad del XX. Como publicación evoca la época de la prensa clandestina, las huelgas contra la dictadura, las luchas de los trabajadores aún de más atrás; los primeros sindicatos, las internacionales obreras…
Hoy nadie habla de obreros; los políticos más radicales hablan de la clase media, pero de los obreros nadie habla, quizá ¿porque ya no existen? Si todo viene de China…, pero que China sea la fábrica del mundo no elimina los obreros de otras latitudes. Con la expansión del capitalismo a escala planetaria, los obreros no han desaparecido del mundo, sino al contrario; ni tampoco de España.
En medio de la ola de neoliberalismo que nos invade y de sus aparentemente incuestionables verdades, como el carácter científico de la economía y la pretensión de ser la teoría más ajustada a la naturaleza humana y, por ende, la mejor forma de gobernar el planeta, así como la presunta racionalidad del “homo economicus”, la competencia en todas los niveles como medio y el éxito personal -medido en dinero, fama o poder, o mejor las tres cosas- como meta, la exaltación del individuo insolidario, la defensa de lo privado y excluyente y el desprecio por lo público y compartido, el exagerado tamaño del Estado mínimo y las ventajas del mercado máximo y el culto a los empresarios como únicos creadores de riqueza, el nombre de “El obrero” viene a incomodar, pues evoca situaciones injustas, desigualdad, propuestas colectivas, clases sociales y, al fin, el viejo y persistente conflicto entre el capital y el trabajo -¡maldito Marx!, que no acaba de morir-, la tensión entre los intereses empresariales y las necesidades sociales y la pugna, siempre presente, entre salarios y beneficios. O sea, algo de mal gusto; una grosería que viene a desmentir el mantra de que todos estamos unidos por un interés común, que es producir riqueza por el bien del país, pero sin atender a cómo se produce ni cómo se reparte, ni a la renta de cada cual y a las condiciones en que la percibe. 
El trabajo rudo, el empeño físico, el trabajo manual, ingrato, peligroso, la obligación rutinaria y alienante, la sujeción disciplinaria a la máquina, al ritmo establecido y a la productividad prescrita no han desaparecido, ni tampoco los contratos leoninos, las largas jornadas, los bajos salarios y los obreros parados. Esos son los rasgos del proletariado de hoy día, de los proletarios sin prole, porque España es un país disuasorio para tener, criar y educar hijos. Eso, y el color de la piel, porque el proletariado moderno, también en España, es multicolor.
No hay personas negras, mulatas ni mestizas en los círculos directivos de la economía y las finanzas, ni en los consejos de administración de las empresas del Ibex 35. Mujeres hay pocas -se quejan con razón-, pero ningún hombre que no sea blanco (y rico).
La acogida de los inmigrados, la integración, la fusión racial, social y cultural se hace por abajo, por la base de la sociedad, trabajando juntos y compartiendo fatigas, no cobrando dividendos. A eso añádase la proletarización de las profesiones, la general salarización, y veremos que todo, absolutamente todo, está producido, generado, creado por trabajadores, por obreros, por asalariados en un proceso creciente.
Por eso, sacar a la luz sus condiciones de vida y trabajo, sus necesidades, sus sueños y sus aspiraciones es una labor que parece pasada de moda, pero hoy absolutamente necesaria, si se quiere dar a conocer cómo es este país y entender un poco mejor cómo anda el mundo.


Actualización para que sirva de presentación del proyecto editorial del diario digital "El obrero".

viernes, 15 de noviembre de 2019

Cataluña, la preferida.

He terminado de leer el libro de Gregorio Morán “Memoria personal de Cataluña”. 
Ciento cuarenta páginas de letra grande que dan rápida fe del ajuste de cuentas del autor con el diario “La vanguardia” y con su propietaria, la familia del conde de Godó, teniendo como telón de fondo una crítica al pujolismo, destructor de la sociedad civil catalana y de la intelectualidad, y fundador del amplio comedero de tantos paniaguados descubiertos por el soberanismo. Sin olvidar el suicidio de la izquierda comunista, abducida por la misma oleada reaccionaria. 
Todo ello conocido, pero ahora reconocido y situado con protagonistas y personajes secundarios, aunque con algunos errores de fecha, por ejemplo el referéndum ilegal -cuyo adjetivo omite, aunque lo califica de fallido, que es confuso- no fue en 2016, sino en 2014, o la entrada en vigor del Estatut, respecto a la sentencia del Tribunal Constitucional-, y en la adscripción de personajes como Enrique Barón, que no procedía de la católica AST sino de la también católica USO.   
Por seguir con el mismo autor, he retomado el grueso librote “El cura y los mandarines”, de lectura más indigesta por la prolijidad documental y, ¿por qué no decirlo?, por la excesiva mala baba, que a veces rezuma, lo que le hace a uno desistir del empeño de leerlo. Así que, de vez en cuando, lo tomo y lo dejo sin remordimiento alguno.
Pero, como había terminado “Memoria personal de Cataluña”, lo he abierto por el capítulo “15. Cataluña, la preferida”, pg 353 y siguientes, que debería ser de lectura obligatoria para esos mozalbetes, intitulados CDR, “Tsunami democrático” o cualquier otra denominación que denote la pertenencia a un cuerpo secreto, formado por lo más selecto de la vanguardia militante, que dé la impresión de mover los hilos de la trama desde algún lugar ignoto, como si fuera la película de aventuras que esos muchachos creen estar viviendo a costa del erario y de las molestias a sus convecinos.
Para ilustrar un poco la historia reciente de Cataluña que los nacionalistas se afanan en ocultar, ahí va un parágrafo sobre un episodio del año 1964.
“Merece una reflexión el hecho de erigir en Barcelona y en 1964 un monumento a José Antonio Primo de Rivera. Un monumento monumental, valga la expresión, grande, llamativo, en lo que podía considerarse el centro de la ciudad nueva, de la burguesía emergente, vecino a la plaza de Calvo Sotelo –hoy Francesc Maciá- y en la avenida de la Infanta Carlota -hoy Josep Tarradellas-. Entre emocionado y admirado por el gesto, el diario “Arriba” dedica un editorial aún antes de la inauguración oficial: <Barcelona es la primera gran capital española que ha erigido un monumento a la memoria de José Antonio…> Es verdad que había vivido en la ciudad un par de años y había hecho aquí el servicio militar, por decirlo de alguna manera al tratarse del hijo del capitán general de la Región que saldría de Barcelona para convertirse en Dictador de toda España” (pg. 370).