Concluye el "caso" Divar. Un caso jurídicamente no instruido, por la obstrucción efectuada desde dentro de la propia administración de la justicia, pero que al revelar un anómalo comportamiento institucional es digno de figurar en la antología de los despropósitos políticos de este país.
Es
un caso que cómo síntoma y síntesis de varios inquietantes fenómenos deja un
penetrante olor a rancio. Dispensen que utilice los olores como metáfora, pero
las sociedades, los países, también huelen. Unos huelen a dinero, otros a
vitalidad y a juventud; otros huelen a trabajo y a esfuerzo, y otros huelen a
viejo. Y España, cada día más, apesta a naftalina. No nos abandona, como el
buen desodorante, el conocido tufo a picaresca, a corrupción, a caciquismo, a opacidad
y a sacristía. Y el caso Divar expele el olor del aire viciado de los cenáculos,
de los estamentos, del incondicional espíritu de cuerpo, de la adhesión
inquebrantable, del colegueo para defender privilegios y de la doble moral, porque
muestra también la poco ejemplar conducta de un reconocido hombre de leyes, católico
practicante.
Divar
ha dimitido de sus cargos de presidente del Consejo General del Poder Judicial
y del Tribunal Supremo tarde y mal, porque no le ha quedado más remedio. Lo que
él califica de desproporcionada y cruel campaña desatada en su contra es sólo
la elemental exigencia de responsabilidades por un dinero público gastado alegremente en
actividades que tienen poco que ver con sus funciones institucionales, ya que los
reiterados viajes a Marbella en largos fines de semana no han podido ser
justificados por imperativos del cargo, teniendo en cuenta además que la villa
malagueña no es precisamente la cuna del derecho, ni las instituciones locales
se han distinguido por el respeto de la ley.
Divar
se va sin explicar en qué y con quién se gastó 29.000 euros en una treintena de
viajes y en frecuentes cenas -¿trabajador nocturno o empedernido noctámbulo?-, ni
ha mostrado hasta ahora intención de devolverlos. Si hubiera empezado por ahí,
quizá seguiría en el cargo. Tampoco se va arrepentido. “No he cometido ninguna
irregularidad ni moral, ni jurídica, ni política”, afirmó ante la denuncia del
vocal Gómez Benítez, postura que ahora ratifica indicando que no tiene
conciencia de haber hecho nada malo. Es posible que lo crea. Habrá confesado sus
faltas y obtenido la absolución de su confesor (para eso están) por unos
pecadillos de nada -“la carne es débil”; “ego te absolvo”- y por un poco de
dinero público: una miseria, según
dijo, que ha resultado, de momento, de 29.000 euros, que equivalen a 45
mensualidades de salario mínimo -642 euros/mes-, que para sí quisieran muchos
parados.
Pero
esta apelación a la tranquilidad de su conciencia es lo que menos tranquilidad transmite a la ciudadanía. Divar
no es una persona cualquiera sino un juez que preside simultáneamente el
Consejo de gobierno de los jueces y la máxima instancia en la administración de
justicia, el Tribunal Supremo. Preside dos órganos que representan un poder central
del Estado de Derecho, el poder judicial, que administra la justicia y vela por
la correcta aplicación de la ley. Menos para él, porque Divar no se atiene a la
ley para juzgar sus propios actos, sino que apela a su conciencia como
instancia suprema. Antepone su particular condición de católico a la de
presidente de un poder civil del Estado. Como católico responde ante su dios, al que
calificó de supremo juez en un acto público, pero no ante la ley ordinaria. Con
lo cual cabe colegir que este hombre no estaba capacitado para ejercer el cargo
que ostentaba, porque tiene una concepción medieval de la justicia y de la
judicatura.
El
asunto revela también una sorprendente actuación corporativa. Para los
ciudadanos, que soportan en sus economías los duros planes de ajuste para salir
de la crisis, es difícil de entender el apoyo prestado por once de los quince
miembros de la Sala Penal del Tribunal Supremo al archivar la querella contra
Divar, por no apreciar indicios de presuntos delitos de estafa, apropiación
indebida o malversación de caudales públicos en los gastos devengados por 32
viajes a Marbella y a otros destinos cargados al erario público. Es muy difícil
de admitir que una persona que percibe un sueldo de 130.000 euros al año no
pueda costearse unos gastos de fin de semana -largos, eso sí- que califica, por
su importe, de “miseria”. Pues si son una miseria, los podía haber pagado él,
no los contribuyentes. Pero lo que parece un abuso para los sensatos ciudadanos,
para los vocales del Consejo no lo es.
El
caso ha salido a la luz tras haberse conocido que el pleno del Consejo General
del Poder Judicial rechazó, en el mes de marzo, una propuesta del vocal Gómez
Benítez para moderar los gastos de viaje, que rondan el medio millón de euros
al año, mediante un plan de austeridad. Considerada incluso ofensiva, la
propuesta fue rechazada y los vocales del Consejo, cuyo sueldo mensual es de
6.000 euros (un millón de las antiguas pesetas), seguirán cargando al erario público los gastos de viaje a sus
lugares de residencia efectuados los fines de semana, y algunos también a
diario, sin tener que dar cuenta de ello, en virtud de una disposición de 1996.
En la misma sesión, el pleno del Consejo rechazó una propuesta para hacer más
transparente su funcionamiento, por lo cual las sanciones a los jueces seguirán
siendo secretas. Eso explica también la reacción de Divar al juzgar de
intolerables y propias de libertinaje las críticas efectuadas al Consejo,
reacción que sólo puede causar estupor, cuando no alarma, en una ciudadanía que
ve en la judicatura una selectiva casta.
¿Es
libertinaje exigir explicaciones sobre cómo gastan los fondos públicos unos
privilegiados servidores del Estado en un momento en que se detrae dinero de los
presupuestos del Estado para educación y sanidad? ¿Es libertinaje tratar de
eliminar la persistente opacidad en los órganos que administran la justicia?
¿No es el momento de pedir más esfuerzo a quienes dirigen el aparato judicial
para desatascar los miles de casos pendientes en los tribunales ordinarios? Tampoco
se queda atrás el Tribunal Constitucional, que acumula unos 450 asuntos
pendientes, algunos de gran trascendencia política, como el recurso de amparo
contra la llamada “doctrina Atutxa”, la nueva Ley del aborto, la Ley de
matrimonio homosexual, las leyes del Deporte en Cataluña y el País Vasco o la
de las corridas de toros en Cataluña. El
propio Divar proponía suprimir algunas garantías procesales para resolver más
deprisa pleitos pendientes por importe de 6.000 millones de euros en la Sala de
lo Contencioso del Tribunal Supremo, pero no propuso renunciar a la llamada “semana
caribeña”, consistente en trabajar tres días y descansar cuatro.
Por
su comportamiento, da la impresión de que no saben en qué país y en qué época
viven. ¿Acaso ignoran que la justicia es una de las instituciones peor
valoradas por los ciudadanos, que la sufren y la sufragan? Es como si la casta
togada habitara en un batiscafo, con la función de juzgar los actos de la
sociedad pero sin formar parte de ella.
Quedan
finalmente dos aspectos políticos derivados del caso Divar, que revelan también
cual es la situación del país.
El
primero es la reacción en el Partido Popular, que no ha provocado sorpresa.
Amigos de la opacidad y pocos escrupulosos a la hora de instrumentalizar la
justicia para sus fines, han utilizado a los vocales conservadores para impedir
que prosperase la causa contra Divar. Las presiones de la vicepresidenta sobre
los vocales propuestos por otros partidos y el respaldo del ministro de
Justicia al Presidente del CGPJ desde el primer momento han ido en el mismo
sentido, que es ya la marca de la casa: no investigar, ni a Rato, ni a Bankia,
ni a Divar, ni a nada.
El
caso ha mostrado también el difícil momento que atraviesa el PSOE, porque Divar
forma parte de la herencia de Zapatero, pero también es una evidencia de la debilidad
ideológica del partido y de su flaqueza ante la Iglesia.
En
el juego de ajedrez entre el gobierno del PSOE y el Partido Popular por
configurar los órganos rectores de la administración de justicia, Zapatero hizo
una rara jugada que sorprendió a propios y agradó a extraños, al proponer a
Carlos Divar como candidato a presidir el Tribunal Supremo y el Consejo General
del Poder Judicial. Quizá quiso rebajar con una concesión la tensión con el PP
a causa de la renovación de los vocales en estos órganos. Pero la imprudente propuesta
de un candidato conservador, católico y sin un gran expediente profesional, para
la presidencia no fue correspondida con un gesto similar por parte de Rajoy,
que propuso para la vicepresidencia a otro conservador: Fernando de la Rosa, conseller
de Justicia de la Generalitat Valenciana presidida por Francisco Camps, y
actual presidente en funciones del CGPJ tras la dimisión de Carlos Divar.
La designación de éste fue
un despropósito más en las cabriolas que nos legó el espasmódico Zapatero.
Nueva Tribuna, 25 de junio
de 2012.
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