El pasado 5 de junio falleció Ronald
Reagan. Su muerte suscitó todo tipo de alabanzas a su gestión como presidente,
explicables en la derecha política, y reavivó su fama de gran comunicador,
olvidando sus últimos años de mandato, cuando su reputación cayó en picado a
causa del escándalo Irangate.
A nosotros, gobernados hasta hace poco por un
partido que se dice inspirado en las ideas que popularizó Reagan y ha
revitalizado G. W. Bush, la defunción del ex mandatario norteamericano nos da
pié para ocuparnos de él. Y no es que Reagan se hubiera distinguido por la
profundidad de sus ideas; no tuvo veleidades intelectuales ni fue un ideólogo
en sentido fuerte, al contrario, tenía una filosofía delgada como un papel,
señaló R. Perry (1986). El Readers Digest fue su revista de cabecera y nunca
entendió, si no era con ejemplos visuales o con anécdotas o chistes, el
marxismo o las complejidades del armamento nuclear, escribió F. Basterra
(1989) en un artículo de la época. En su cabeza impresionista registraba
anécdotas, no categorías. Fue un hombre pragmático equipado con pocas y
simples ideas, que, bien asesorado, supo transmitir de manera convincente a la
gente común. Él se presentaba como un hombre corriente -también el millonario
G. W. Bush se presenta hoy como un hombre corriente-, que hablaba y sentía como
la gente corriente.
El éxito (relativo en cifras absolutas) de sus
campañas electorales residió en ofrecer en el lenguaje de la gente corriente un
programa económico que atentaba, paradójicamente, contra las condiciones de
vida y trabajo de la gente corriente, pero que se presentaba como necesario
para mantener el estilo de vida del norteamericano medio.
Como señaló E. P. Thompson (1986, 76): su
genio no tiene nada que ver con algún tipo de originalidad o de profundidad. No
es un pensador, ni un estratega, ni un administrador enérgico, ni un burócrata
sobornador; ni siquiera está bien informado. Su don es el de ser un
<<comunicador>>; es decir, una pantalla de los medios de
comunicación y el producto alfa de una sociedad de consumo con sofisticadas
técnicas de venta y de relaciones públicas.
Lo destacable de R. Reagan es la ideología, la fuerza de ideas simples
pero firmes que se convierten en decisiones políticas, con los costes sociales
que fueren precisos, pero que a él como a otros conservadores le preocupaban
poco.
Carisma y estructura
La popularidad de Reagan no se explica
sólo por sus dotes personales, sino que debe mucho a la técnica, a los expertos
y a la estructura del sistema político y mediático norteamericano. Sus éxitos
electorales representan el triunfo de los asesores, del equipo que trabaja para
el candidato, en un sistema presidencialista, en que los medios de información
cobran vital importancia dada la progresiva erosión de los vínculos entre los
electores y los partidos. En este sistema, en el que una persona desconocida
debe darse a conocer a millones de electores para obtener su voto, la labor del
equipo es esencial para confeccionar su perfil y definir los mensajes centrales
de su discurso. Pero tanto el trabajo del equipo como el del candidato pasan de
manera obligada por los medios de información para llegar al gran público. No
hay otro camino. Lo cual explica, en parte, el carácter personalista de las
campañas, que hacen hincapié en los rasgos personales del candidato más que en
la explicación de los programas, que son reducidos a unas cuantas ideas simples
y a unas frases fáciles de retener, pues no se pretende que los votantes se
esfuercen en razonar sobre propuestas complejas, como lo son los problemas de
un país como EE.UU., sino que tengan la sensación de que el candidato será
capaz de resolverlos porque parece animado por las cualidades que la campaña
destaca (firme, honrado, seguro o religioso).
Por otro lado, hay que conocer cómo
funciona el sistema de información de masas norteamericano. Para Chomsky y
Herman (1990), bajo la apariencia de un sistema abierto de opinión pública,
existe un modelo de propaganda que discrimina la información con criterios
ideológicos con el fin de generar en el público conformidad respecto a la
doctrina política establecida.
En EE.UU., en el clima de la guerra fría, se produjo una avenencia
entre los medios de información y los intereses gubernamentales, que convergió
en la defensa a ultranza del sistema político y económico norteamericano, tal
como apreció Wright Mills (1956, 300) una sociedad de masas sugiere la idea
de una élite de poder (...) La cima de la sociedad norteamericana está cada vez
más unificada y en ocasiones parece coordinada voluntariamente; en la cima ha
surgido una élite del poder. Y a pesar de que no existe institucionalmente
la censura y de que los medios de información son privados, compiten entre sí y
pueden criticar al gobierno, tales críticas tienen como límite el fundamento
del sistema -la propiedad privada, la libertad de empresa y el sistema político
norteamericano-, de modo que en conjunto la prensa norteamericana defiende en
el interior, un modelo económico y social determinado por los intereses de los
grandes poseedores de capital, y en el exterior, las intervenciones políticas,
militares y económicas de EE.UU., en función de los mismos intereses, en
especial si se trata de combatir al comunismo, que representa la negación de
todo ello, o de neutralizar programas nacionalistas o populistas que puedan
suponer una amenaza para dichos intereses.
Esta labor de adoctrinar a la población,
sugiere a Chomsky y Herman que la función de los medios es divertir,
entretener e informar, así como inculcar a los individuos valores, creencias y
códigos de comportamiento que les harán integrarse en las estructuras
institucionalizadas de la sociedad. En un mundo en el que la riqueza está
concentrada y en el que existen grandes conflictos de intereses de clase, el
cumplimiento de tal papel requiere una propaganda sistemática.
Para estos autores, este sistema de propaganda
actúa de manera permanente sobre el sistema de información a través de cinco
filtros que determinan lo que puede publicarse y lo que no. Estos filtros son:
1) el tamaño, la concentración de la propiedad y la orientación de los
beneficios de las empresas dominantes en el área de la información; 2) la
publicidad como principal fuente de ingresos de los medios; 3) la dependencia de los medios de la información ofrecida por el Gobierno, las empresas y
los expertos; 4) la acción de los grupos de presión y de opinión sobre los
profesionales de los medios; y 5) el
anticomunismo como <religión nacional> y como mecanismo de control de los
periodistas, los cuales, sometidos a la presión del clima de opinión
circundante, acaban asumiendo esta religión para no verse acusados de ser
procomunistas o insuficientemente anticomunistas (Ibíd., p. 69).
Así, pues, la información <en bruto>
debe atravesar estos filtros, después de los cuales quedará adecuadamente preparada para ser llevada al
público.
En
la etapa de R. Reagan, favorecida por hechos como el atentado contra el Papa en
1981, atribuido interesadamente por la prensa norteamericana al KGB y a agentes
búlgaros, el golpe de Estado de Jaruzelski en Polonia ese mismo año, el derribo
de un avión comercial surcoreano por dos cazas soviéticos, en 1983, o por unos eventos tan proclives a la
exaltación nacionalista como la Olimpiada de Los Ángeles (1984), el
bicentenario de la estatua de la Libertad y las consecuencias de la agresiva
política exterior (Oriente Medio, Nicaragua, Afganistán), la propaganda
desempeñó un papel fundamental al exagerar la amenaza soviética y el terrorismo
y llevar a los ciudadanos norteamericanos la sensación de que su patriotismo y
sus fuerzas armadas no estaban a la altura de los desafíos del momento. Pero
volvamos con el gran comunicador.
El nacimiento del gran comunicador
Cuando llegó a ser el afable candidato
presidencial en 1980, el anciano Ronald Reagan tenía tras de sí una larga
carrera como experto comunicador.
Había empezado como locutor deportivo en una
emisora de Iowa y después probó fortuna en el cine, pero no llegó a ser una
estrella de Hollywood, sino un obediente actor secundario que emulaba a Robert
Taylor en películas de la serie B. Aprendía bien los guiones y representaba al
chico bueno y simpático del Medio Oeste, pero, sobre todo, entendió bien el
oficio de colocarse delante las cámaras. Según Perry, en su carrera política le
ayudó el hecho de que, de sus 52 películas, el público no guardara en el
subconsciente ningún recuerdo de Reagan en el papel de un asesino sádico, de un
violador o de un fracasado.
Estando en Hollywood empezó la evolución
ideológica de Reagan, que pasó de ser un liberal (su arruinada familia se
benefició del las reformas del New Deal durante la gran depresión) que votó a
Roosevelt cuatro veces, según Birnbaum (2004), a colocarse en la derecha republicana en los años sesenta.
En 1938, era presidente del Sindicato de
Actores, formado cinco años antes para defender a estos de las poderosas
productoras. Después de la guerra -fue rechazado en el servicio de armas por su
mala vista pero sirvió en una unidad cinematográfica del ejército- volvió a
Hollywood y fue reelegido presidente del sindicato, hasta el año 1952.
A finales de los años cuarenta, la
Comisión del Congreso sobre Actividades Antiamericanas, encabezada por el
senador republicano Joseph McCarty e inspirada en la legislación surgida de la
guerra fría, inició una encuesta sobre la industria cinematográfica que fue
confiada a un comité en el que figuraba R. Nixon, del que Reagan se haría amigo
tras conocerlo en una comparecencia amistosa ante dicho comité.
Como consecuencia del clima de guerra fría y
de la compulsiva búsqueda de comunistas presuntos o verdaderos en las
instituciones, Reagan se desplazó ideológicamente hacia la derecha, y en la
encarnizada lucha entre actores y productoras trató de librar al sindicato de
la influencia de izquierdistas. Cuenta Perry (p. 65) que Reagan solía acudir a
las tormentosas reuniones del sindicato
armado con un revólver Smith & Wesson del calibre 32.
Divorciado de la actriz Jane Wyman en 1948,
Reagan se casó en 1952 con Nancy Davis, que inclinaría más a la derecha su
orientación política.
Con la carrera de actor estancada, en 1954 la
multinacional General Electric le contrató para presentar y actuar en algunas
de la películas de un programa semanal de televisión, <General Electric
Theatre>. Durante ocho años, Reagan recorrió el Medio Oeste, viajó en tren
por 38 estados y visitó 139 fábricas; impartió conferencias, presentó los
productos de la marca y mantuvo reuniones con directivos y empleados de la
empresa. En esos años mejoró su faceta de comunicador, esbozó su método
habitual de trabajo y empezó a perfilar lo que luego sería su programa
político, con un discurso que combinaba las alabanzas a la libre empresa y las
críticas a la capacidad reguladora del gobierno federal. También había
perfeccionado su estilo campechano, hablar medio en serio y medio en broma,
basado en la utilización de un sistema de fichas con datos aparentemente
objetivos que le servían para defender las ventajas de las grandes
corporaciones, atacar al gobierno y vender todo tipo de productos. Aún
sintiéndose demócrata, su ideología evolucionaba rápidamente hacia el ala más
dura de los republicanos. En 1960, pronunció unos 200 discursos “como demócrata
a favor de Nixon”, en la campaña electoral en que su amigo fue derrotado por J.
F. Kennedy. Después de dejar la General Electric trabajó para la televisión en
un programa patrocinado por la Borax Corporation.
Muerto Kennedy, en la campaña
electoral de 1964, apoyó al republicano Barry Goldwater en su enfrentamiento
con Lyndon Johnson, presidente en ejercicio, quien finalmente venció, pero lo
más destacable de su colaboración fue que, de cara a los ciudadanos, mientras
el candidato Goldwater generaba desconfianza por su discurso extremista, Reagan
aparecía como un hombre sincero y afable. Fue entonces cuando decidió probar
suerte en la política y empezó a recibir los primeros apoyos de grupos de
presión importantes.
Indica Perry (p. 68), que después
de tres décadas de experiencia en el cine, en la radio, como presentador en
televisión, en publicidad y en ventas, Reagan estaba ahora más que preparado
para intentar dar el salto a la política de verdad. Su imagen había sido
minuciosamente preparada por él mismo, por Hollywood, por las compañías GE y
Borax, y estaba lista para la transformación ¿Pero soportaría el cambio que
supone pasar de vender jabón a ser vendido como un detergente?
El reto era enorme, puesto que la aspiración
de Reagan de ser gobernador de California iba acompañada de una ignorancia
patética de los problemas de ese estado, pero eso pudo arreglarse con un
grupo de expertos, que le enseñaron cómo responder a los periodistas y le
prepararon un repertorio de ideas sobre los problemas más importantes del
territorio. Tras un entrenamiento, Reagan se sometió a la prueba del público y
de la prensa, que, debido a su aspecto, carácter y destreza, le trató bien y
aderezó sus insustanciales respuestas como si fueran ideas interesantes. Los
errores de su adversario también le ayudaron y llegó a ser gobernador de
California entre 1966 y 1974. Según cuenta Perry (p. 62), su predecesor en el
cargo dijo que mucho antes de que el ordenador se adueñara de
nuestros asuntos cotidianos, Reagan estaba siendo programado por escritores y
directores de cine, moldeado por productores y vendido por publicitarios. Y
no le faltaba razón, pues según Perry, había nacido un político manufacturado.
Como a Reagan le agradaba vender cosas a la
gente y le molestaban los problemas, delegó en un equipo de amigos y expertos
que manejaba el gobierno como si se tratara de una empresa, que era el modelo
propuesto por Reagan en sus años de vendedor. Éste decidía basándose en
informes muy escuetos donde su equipo presentaba el problema y la solución, que
por lo general ratificaba si cumplía el requisito de poderse “vender” bien, que
era la función que se reservaba. El gobierno de California, el estado más rico
de la Unión, fue durante ocho años el banco de pruebas en el que Reagan se
curtió antes de llegar a la presidencia de la nación y donde creó un estilo de
trabajo que luego repitió en la presidencia, por el cual, un grupo de
consejeros era quien diseñaba las líneas maestras e incluso los detalles de la
política que después el Presidente aprobaba. Según Perry (p. 147), los estrategas
asumían el mando y el despacho Oval funcionaba en automático, y Chomsky (1992,
14) señala el hecho sorprendente de que Estados Unidos funcionara
prácticamente sin un jefe del ejecutivo durante ocho años.
Tras dos intentos, Reagan resultó vencedor en
1980 con un ambicioso lema político -Volver a hacer grande América (America
is back)- y un programa económico en consonancia, que prometía rebajar los
impuestos, reducir el paro, recortar la inflación, abaratar el precio del
dinero reduciendo los tipos de interés, y aumentar los gastos de defensa.
El lema de la campaña había sido diseñado por
Richard Wirthlin, profesor mormón, experto en estadística, que había percibido
el ascenso de una opinión contraria a las reformas de los años sesenta y el
apoyo dispensado a Reagan en anteriores campañas por sectores de la clase media
baja y por jóvenes conservadores.
En cierto modo, sucesos ocurridos en los
últimos veinte años en el ámbito político (el asesinato de John y Robert
Kennedy, de Luther King, dos intentos de asesinar a G. Ford, la matanza de My
Lai en 1969, Watergate y la renuncia de Nixon, el descrédito de la CIA y del
FBI o el conocimiento público de los experimentos con drogas efectuados por el
Pentágono) alimentaban la sensación de la gente de que el ámbito de la política
nacional, y Washington en particular, estaba corrompido, lo cual abonaba la
pretensión tantas veces repetida por Reagan de librarse del gobierno federal.
En este clima de opinión también estaban presentes los evidentes signos del
retroceso en el exterior. A la reciente derrota en Vietnam se unía la
progresiva expansión de la URSS en Mozambique, Angola, Etiopía y Afganistán en
1979, que desde este punto de vista fue un año aciago, pues, tras derrocar al
dictador Somoza, se instauró en Nicaragua un régimen revolucionario. En Irán,
la dictadura del shá Pahlevi fue
reemplazada por un gobierno islamista, dirigido por el ayatolá Jomeini, que
tomó como rehenes a 50 norteamericanos. En América central, la revolución
sandinista alentó a las fuerzas insurgentes de Honduras y Guatemala y sobre
todo de El Salvador, donde el Frente Farabundo Martí ponía en aprietos a la
junta militar, aliada de Washington, mientras el gobierno panameño reclamaba a
EE.UU. la devolución del canal.
Confirmando la impresión popular del
retroceso de EE.UU. en el mundo estaba la restricción del consumo de petróleo y
la subida del precio de la gasolina a causa del embargo del crudo árabe como
represalia a la guerra del Yom Kipur, en 1973, agravada en 1979 por una segunda
crisis.
En el orden interno, la situación
económica no era boyante. La economía había evolucionado mal durante el mandato
de Carter. A consecuencia de la crisis fiscal, los recortes en los servicios
provocaron un descenso importante en la calidad de vida; la inflación llegó al
18% y el desempleo aumentó. La vida en las grandes ciudades era cada día más
difícil por huelgas en el sector público, deficiencias en los servicios y sobre
todo por el aumento de la delincuencia (en 1961 la tasa de delitos violentos era
de 146 por 100.000 habitantes, en 1981 era de 579. En 1965 fueron asesinadas
unas 10.000 personas; en 1980 la cifra era del doble).
Como efecto de lo anterior, el estado
de ánimo de la nación no era ningún secreto. Carter ya se había referido a él señalando
el peligro de que, por vez primera, los
EE. UU. pudieran convertirse en una nación de pesimistas, pero Wirthlin dio la
vuelta al discurso de Carter. El pesimismo de la nación era la consecuencia de
las malas políticas. La culpa no era de la nación, sino del Gobierno federal, y
lo que hacía falta era alguien en el Gobierno que devolviera la confianza a la
nación. Hacía falta un dirigente fuerte y optimista y ese era Ronald Reagan,
que llegó a la Casa Blanca con un programa sencillo en apariencia, pero
imposible de realizar: volver a los buenos viejos tiempos de la América feliz,
cuando se creía que el estilo de vida americano estaba al alcance de todo el
mundo, como se desprendía de las comedias de Hollywood de la época en que
Reagan fue actor. Para ello bastaba con hacer algunos ajustes económicos y
devolver la confianza de los ciudadanos en su país, recuperar el optimismo y el
tradicional empuje del pueblo americano y dejar que brotara la sabiduría de la
gente corriente, con la condición de que se la aligerase del peso del Gobierno.
El programa electoral junto a las propuestas económicas ya señaladas contenía
una serie de medidas, como reintroducir el rezo en las escuelas, la oposición
al derecho al aborto, a los derechos de los homosexuales o negar la igualdad
entre hombres y mujeres, que conectaron bien con la moralina de los votantes
conservadores. (continuará)
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