sábado, 23 de julio de 2022

Aquel revolucionario 14 de julio de 1789

En que las clases populares parisinas asaltaron la prisión de la Bastilla y liberaron a unos cuantos prisioneros. No fue una gran hazaña, pero sí un hecho de gran relevancia en el proceso revolucionario iniciado al constituirse la Asamblea Nacional, que acabaría alterando el propósito de los delegados del tercer estado que habían acudido a París convocados a los Estados Generales.   

Según Arendt (“Sobre la revolución”), la Revolución francesa y la independencia de Estados Unidos: “estuvieron dirigidas, en sus etapas iniciales, por hombres que estaban firmemente convencidos de que su papel se limitaba a restaurar un antiguo orden de cosas que había sido perturbado y violado por el despotismo de la monarquía absoluta o por los abusos del gobierno colonial. Estos hombres expresaron con toda sinceridad que lo que ellos deseaban era volver a aquellos antiguos tiempos en que las cosas habían sido como debían ser.”

Interpretación que comparte Gouldner (“Dialéctica de la ideología y la tecnología”) cuando señala: “Al atribuir la revolución a la violación de los derechos humanos, los revolucionarios no hicieron ninguna mención de intereses o al menos de sus intereses específicos. Los derechos violados fueron descritos como “naturales” y “sagrados”, lo cual significaba que los revolucionarios no estaban iniciando nada nuevo, que sólo protegían algo antiguo contra nuevas violaciones.  

Lo que convirtió ambos proyectos restauradores en procesos revolucionarios, que dieron lugar a sociedades muy distintas, fue advertir que los acontecimientos habían desencadenado una serie de tensiones sociales difíciles de dominar y de haber traspasado, en un momento dado, un punto desde el que ya era imposible retornar al viejo orden.

Vovelle (“La mentalidad revolucionaria”) escribe que Cambon, aludiendo a la Revolución francesa, expresa la idea de haber llegado a un punto sin retorno, cuando, en enero de 1793, dos días después de la ejecución de Luis XVI en el cadalso, afirma: Acabamos de atracar en la isla de la Libertad y hemos quemado la nave que nos condujo hasta allí.

También Desmoulins (Vovelle, ibíd), en 1789, exclama: “Fiat, fiat, sí, todo esto será realidad, sí, esta afortunada Revolución, esta regeneración será realidad, ningún poder sobre la tierra podrá impedirlo. Sublime efecto de la filosofía, de la libertad y del patriotismo: nos hemos convertido en invencibles-. Ahí se halla la idea de regenerar el viejo orden adulterado y, al mismo tiempo, se advierte la emergencia de una fuerza muy poderosa, invencible.

Uno de los ingredientes que desnaturalizaron el intento de restaurar corregido el viejo régimen fue la irrupción de las masas populares, con lo cual la revolución se convirtió en un proceso irresistible, cuyo curso era ya difícil de determinar.

El cambio al significado moderno de revolución se ha fijado en la noche del 14 de julio de 1789, en París, cuando Luis XVI fue apercibido de la toma de la Bastilla. Es una revuelta, comentó el Rey al duque de La Rochefoucauld-Liancourt, que le acompañaba, a lo que éste respondió: No, sire, es una revolución (Arendt, ibíd). Con esta respuesta, frente al rey, que aún creía en el orden inmutable del Antiguo Régimen alterado por un motín, el duque percibía lo que había de nuevo en el ambiente. Quedaba rota la noción de un tiempo cíclico, que permitía recuperar el viejo orden tras un momentáneo desorden popular, y la historia se abría a la acción de los humanos, cuya intervención marcaba un sentido rectilíneo hacia un futuro desconocido, en el que el retorno al pasado no sólo estaba descartado por la voluntad de los protagonistas, sino incluso prescrito por las leyes de la propia historia, guiada por la astuta razón, según la interpretación hegeliana.

Esta nueva concepción del tiempo lineal está muy bien reflejada en el discurso de Robespierre sobre religión y moral, pronunciado ante la Convención, el 7 de mayo de 1794, en el que afirma: “El pueblo francés parece haberse adelantado en dos mil años al resto de la especie humana; incluso estaríamos tentados de considerarlo, en comparación con ella, una especie diferente”.

A partir de este momento, la revolución será imaginada como un drástico modo de corregir el rumbo de la historia -un brusco golpe de timón- y, para los partidos de la izquierda herederos de esta concepción, será la forma por excelencia (dialéctica) de acometer un cambio social profundo y duradero.

Concebida la historia como una sucesión de sociedades generada por la lucha entre clases sociales, la revolución señala el momento álgido del tránsito de un tipo de sociedad a otro, que, en teoría, lo supera, según una conocida tesis del optimismo histórico.  

Aquel 14 de julio de 1789 indujo a creerlo así; consagró el modelo y suscitó un debate entre Edmond Burke y Thomas Paine, que aún no ha concluido, sobre la profundidad de los cambios que las sociedades pueden admitir, o lo que, en las sociedades, se puede -o se debe- cambiar o conservar -tradición y/o innovación- o sobre si la voluntad de las generaciones muertas debe prevalecer sobre las necesidades y los deseos de los vivos.

14 de julio de 2022



Ucrania. Olvidos y olvidadizos. Tres datos

Es difícil escapar de la propaganda cuando se trata de entender lo que sucede en Ucrania por encima, o por debajo, de la evidente destrucción provocada por la guerra, porque, de las interpretaciones que circulan sobre el caso, cada cual suele aceptar con menos resistencia la que, más se acerca a su ideología.

Todas las opiniones sobre el tema dicen fundarse en los hechos que han sido la causa del actual conflicto, pero, en vista de cómo está de enconado el debate, hay que tener en cuenta un par de cosas: la primera es que los hechos se escogen para configurar el relato que parece más verosímil o conveniente al punto de vista de nuestra ideología; la segunda, es que los hechos se interpretan en un discurso construido con palabras, y ahí interviene el sentido que cada cual atribuye a los términos utilizados, que no es unívoco, ni, por tanto, compartido, que es donde juega a sus anchas la propaganda.
Por ejemplo, he utilizado la palabra “guerra” para describir lo que allí sucede desde hace tres meses, porque, según la posición de lejano observador del conflicto, opino que, influido por lo que cuentan los periodistas, las personas que han huido de allí y los destrozos mostrados por las cadenas de televisión, en Ucrania hay una guerra, frente a la opinión de Putin, de que no la hay, sino sólo el efecto de “una operación militar especial”, que, según cuentan las lenguas de doble filo, es el término que deben utilizar los periodistas rusos al informar en Rusia del tema, si no quieren acabar sancionados o en la cárcel. Aunque esta información también podría ser falsa, porque la nueva Rusia, a diferencia de la vieja, es el paraíso de la libertad de expresión, el encarcelamiento de Navalni es un bulo occidental y lo de los periodistas muertos o desaparecidos, una mentira difundida por un periodista vengativo, sancionado por un despido procedente por no querer madrugar.
Puede ser que los supuestos periodistas que informan desde Ucrania sean realmente espías de la OTAN o que todos los periodistas de los medios de información occidentales hayan sido sobornados, que las largas colas de personas huidas sean “extras” contratados por alguna productora (de la OTAN o de Hollywood) para hacer bulto y, en algunos casos, actores profesionales con actitud lastimera y frase condenatoria, y que las ciudades destruidas sean decorados de escayola y cartón piedra o efectos de ordenador, con los que el imperialismo yanqui nos quiere engañar con una especie de juego de la “playstation”, presentando como guerra lo que no es más que la entrada pacífica y triunfal de tropas rusas en Ucrania, desarmadas y repartiendo caramelos entre los niños.
Del mismo, modo, lo que ha generado la necesaria defensa de Rusia con la “operación militar especial”, ha sido la progresiva ampliación de la OTAN después de la desaparición de la URSS y el Pacto de Varsovia, y la adhesión de Ucrania a la alianza, que supone una amenaza para su seguridad.
Por eso, es preciso ampliar la perspectiva desde la que se contempla el conflicto con algunos datos olvidados o directamente despreciados.
El 12 de junio de 1990, el Congreso de Diputados del Pueblo de la República Socialista Soviética de Rusia declaró la soberanía de Rusia. A partir de la cual, la legalidad de Rusia prevalecía sobre las leyes de la declinante Unión Soviética.
El 17 de marzo de 1991, aunque rechazado por algunas repúblicas, en el territorio de la URSS se aprobó en referéndum, con el 80% de participación, el 78% de aceptación y el 22% de rechazo, el Nuevo Tratado de la Unión, que definía una nueva relación entre las repúblicas de la agonizante Unión Soviética.
El 8 de septiembre de 1991, Boris Yeltsin, presidente de la República Soviética de Rusia, Stanislav Shuskevitch, presidente de la de Bielorrusia, y Leonid Kravchuck, presidente de la de Ucrania, anunciaron el final de la Unión Soviética, que quedó formalmente disuelta el 26 de diciembre.
Aunque el plan era mantener voluntariamente unidas en una nueva federación las 15 repúblicas que habían formado la URSS, varias de ellas rechazaron la medida y optaron por emprender un camino como repúblicas independientes y soberanas. Entre ellas Ucrania, que, en un referéndum celebrado el 1 de diciembre de 1991, ratificó una declaración de la Rada (parlamento), del mes de agosto, a favor de la independencia. Y, como país soberano, decidió ampliar sus relaciones con otros países, entre ellos la Unión Europea, pero sin romper sus vínculos con Rusia.

1 de junio, 2022

En el calor de la noche… y del día

En estos días de canícula africana, los veteranos echamos de menos los estíos de antaño, cuando se podía combatir el calor de la hora de la siesta con el agua fresca de un botijo, el abanico de la abuela y la sombra de una parra. Y, si había suerte, pasando la tarde en un cine refrigerado, para “ver” el calor en las películas, pero disfrutando del chorro, a veces glacial, del aire acondicionado. Ahí van unos cuantos ejemplos de calores de celuloide, que llevan camino de ser historia ante lo que nos espera.

Hablando de aire acondicionado, todo el mundo sabe que es un bien codiciado cuando hace calor. Y todo el mundo sabe que, en Nueva York, aprieta, y que quienes pueden huyen hacia lugares más frescos. Y como uno más, Richard Sherman (Tom Ewell), ejecutivo de una editorial, envía a su familia de veraneo y él se queda solo en la ciudad. Solo con la crisis de los cuarenta y solo ante el peligro que representa una nueva y despampanante vecina (Marilyn Monroe), que se ha mudado al piso de arriba, a la que intenta torpemente seducir ofreciéndole su casa para que disfrute del aire acondicionado. Inocentemente, la chica ha trastornado al editor, relatándole algunas peripecias de su propia vida, como hallarse en la bañera desnuda, con las uñas de los pies sin pintar, ante un fontanero desconocido, y visualmente, ofreciéndole una fugaz ración de piernas, al situarse sobre la rejilla de ventilación del <metro> neoyorquino. Mentalmente, el atribulado y contradictorio Sherman, que se siente culpable de un adulterio que desea, se construye la novelesca personalidad de un conquistador irresistible. La tentación vive arriba (The Seven Year Itch) (Billy Wilder, 1955)

Sentado en una silla de ruedas y con una pierna escayolada, el fotógrafo Jeff Jeffries (James Stewart) ocupa el tiempo mirando por la ventana trasera de su apartamento, que da a un patio interior en el Greenvich Village. Las ventanas abiertas por el calor le permiten observar lo que ocurre en casa de sus vecinos:  la chica que baila en el ático y tiene muchos pretendientes; la vecina de la planta baja que no tiene ninguno, pues cada día prepara la cena para alguien que nunca llega; la vecina que saca puntualmente el perro a pasear; el viajante de comercio que discute con su mujer, que está impedida en la cama; los vecinos que duermen en el balcón por el calor; el compositor, que toca el piano buscando inspiración y la pareja de recién casados que no sale de casa. Pero una noche, Jeff oye un grito femenino y percibe extraños movimientos en casa del viajante, que le hacen sospechar que algo grave ha sucedido. Al día siguiente confía lo ocurrido a su novia (Grace Kelly), que, imprudente, decide investigar. La ventana indiscreta (Rear Window) (Alfred Hitchcock, 1954).

Hace calor en Phoenix. En un furtivo encuentro en un hotel, lo acusan dos amantes, Sam Loomis (John Gavin) y Marion Crane (Janet Leigh), que no ven fácil salida a su relación. Marion trabaja en la calurosa oficina de una empresa, de la que huye con un dinero que no es suyo, pensando que les puede ayudar. En su fuga en coche, llega, ya de noche y cansada, a un hotel de carretera regentado por el atento Norman Bates (Anthony Perkins), con la intención de darse una ducha antes de dormir. Psicosis (Psycho) (Alfred Hitchcock, 1960).

También es de noche, tórrida noche de pasiones, en Picnic (Joshua Logan, 1955), cuando un extraño guaperas sin oficio, recién llegado a un pueblo de Kansas, es invitado por un amigo ricachón a una fiesta veraniega. Allí, en una noche calurosa, William Holden se encuentra con Kim Novak en uno de sus mejores momentos. Imaginen.

Hace calor en Esparta, una localidad algodonera de Misisipi, la noche en que aparece asesinado un empresario. Como primera medida, el racista y poco imaginativo sheriff Gillespie (Rod Steiger) detiene a un forastero negro, que espera en la estación la llegada del tren. Tratado con poco miramiento, es interrogado en la oficina del sheriff, pero resulta ser el inspector Tibbs (Sidney Poitier), de la policía de Filadelfia, cuya ayuda será necesaria para esclarecer el caso. En el calor de la noche (In the Heat of the Night) (Norman Jewison, 1967).

One, two, three, o’clock, four o’clock rock. Una noche de sábado, la última del verano del 62, cinco amigos se divierten, o lo intentan, ligan, beben, bailan, hablan, compiten con los coches y asumen que concluye una etapa y deben separarse para empezar, cada uno por su lado, otra vida, en la universidad o donde sea. Esa noche se acaba la juventud en pandilla en el conocido territorio del pueblo y empieza la incierta vida adulta. La banda sonora de la película está formada por un excelente catálogo de canciones de los años sesenta. American graffiti (George Lukas, 1973).

Una calurosa noche, Blanche Dubois (Vivien Leigh) llega arruinada al barrio francés de Nueva Orleans, donde su hermana Stella (Kim Hunter) y su marido Stanley (Marlon Brando) viven en un tabuco miserable. Su cuñado, amigo del juego, es “un tipo poco finolis”, según afirma él mismo, que lleva la camiseta sudada como evidencia y bebe whisky para aliviar el calor. La contradictoria Blanche también lo bebe por la misma razón y porque se encuentra sucia y cansada. Con una herencia en apariencia dilapidada, la convivencia con la pareja no será fácil en el cuchitril, donde, además, Stanley monta timbas con sus amigos. Un tranvía llamado Deseo (A Streetcar named Desire) (Elia Kazan, 1951).  

De día, un pillo aprovecha el calor para vender un helado a un incauto con un puro y un gran bigote negro -¡Al rico helado de tutti frutti!, vocea- y de paso le “coloca” la guía de criadores de caballos, que no le hace ninguna falta. El comprador es el doctor Hackenbush, un veterinario que dirige un hospital en peligro de ser cerrado por la ambición de un especulador. La salvación está en el voluntarioso objetivo de conseguir el dinero necesario ganando una carrera, que es obstaculizado por los manejos del especulador. Finalmente, un jinete mudo alcanza la victoria, pero montando el caballo equivocado. La película es Un día en las carreras (A Day at the Races), dirigida por Sam Wood, en 1937. Con los hermanos Marx en acción, está asegurado el lío en la jornada hípica.

Con el esquema de un western, un extraño llega a un pueblo de Arizona recién acabada la guerra, pero no se apea de una diligencia, sino de un moderno tren, que, por primera vez en cuatro años, se detiene en el soleado villorrio para que baje un viajero vestido de negro: John McCreedy (Spencer Tracy). Black Rock es un caluroso poblacho perdido en el desierto, donde sus escasos y sudorosos vecinos, amedrentados por el cacique Reno Smith (Robert Ryan) y sus matones (Lee Marvin y Ernest Borgnine), reciben mal al forastero por las preguntas que hace y por las respuestas que da sobre su breve visita. Ante una hostilidad creciente y bajo un sol abrasador, el paciente y lacónico forastero intenta aclarar el misterio que le impide cumplir el cometido que le ha llevado hasta allí. Conspiración de silencio (Bad Day at Black Rock) (John Sturges, 1955).

La princesa Ana (Audrey Hepburn), cansada del apretado programa de actos protocolarios en su visita oficial a Roma, huye de su lujosa residencia y, tras deambular por la ciudad, se queda dormida en un banco. Allí la encuentra el periodista Joe Bradley (Gregory Peck), que la lleva a su casa en vía Margutta 51 y, descubierta la identidad de la durmiente, se propone hacer secretamente una crónica exclusiva de su escapada. Con ella, y con su amigo Irving (Eddie Albert), que hará con disimulo las fotografías que ilustren el artículo, recorre los lugares más conocidos de la Ciudad Eterna. La princesa se corta la melena en una peluquería de la plaza Trevi, ante la famosa Fontana, degusta un helado en la escalinata de Trinitá dei Monti, se sienta en un café en Piazza Rotonda, visita la Boca de la Verdad, “conduce” una Vespa y acaba la jornada en una verbena popular, sobre un merendero en la ribera del Tíber, delante del Castel Sant’Angelo. Después de esa noche, Joe no publicará la crónica que iba a mejorar sus finanzas y Ana no olvidará esa breve, pero intensa, estancia en Roma. Vacaciones en Roma (Roman Holiday) (William Wyler, 1953).   

En la Roma abrasada por el sol del mes de agosto (el ferragosto), el maduro y fanfarrón Bruno Cortona (Vittorio Gassman), buscando un lugar donde comprar cigarrillos, se topa en la calle con el joven y prudente Roberto Mariani (Jean Louis Trintignant), al que convence para abandonar la calurosa, vacía y aburrida ciudad y emprender juntos, en su coche deportivo descapotable, una alegre escapada hacia la playa, en cuyo trayecto Cortona mostrará sus habilidades sociales y su destreza al volante. La escapada (Il sorpasso) (Dino Rissi, 1962), cuyo título se puede interpretar también como adelantamiento, es una película de carretera, en la que el viaje va hilvanando una serie de anécdotas que sirven para mostrar las diferencias de carácter y visión de la vida de los dos circunstanciales viajeros.  

El radiante sol de Roma, del mar y de la costa de Ischia preside el escenario de las andanzas de Tom Ripley (Alain Delon), un personaje de Patricia Highsmith. Ripley es un tipo calculador y frío, un buscavidas contratado por Greenleaf, un millonario norteamericano, para que viaje a Europa y haga volver a su hijo Philippe (Maurice Ronet) a Estados Unidos. Animado por ese propósito, que le va a reportar 5.000 dólares, Tom localiza a Philippe y a su novia Marge Duval (Marie Lafôret) y los acompaña en un recorrido por Italia, durante el cual cambia de parecer y decide estudiar a Philippe para suplantarle y quedarse con su dinero. Para no dejar ningún cabo suelto y justificar la desaparición del amigo, Tom anuncia la intención de Philippe de suicidarse en una carta enviada a Marge con la firma falsificada del difunto. A pleno sol (Plein soleil) (René Clement, 1960).

Que las disfruten.



 

lunes, 11 de julio de 2022

Inaudito ataque al Mercado

La noticia reciente de que la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia ha multado a seis grandes empresas constructoras por pactar contratos durante 25 años, me ha llenado de asombro.

Es un hecho insólito, inexplicable, extraordinario, que ha merecido sólo una multa de 204 millones de euros en conjunto, cuando, por la gravedad de los hechos, los culpables deberían haber sido llevados a los tribunales, acusados de apostasía y de traición a la primera de nuestras instituciones. Lo cual, en estas horas de zozobra, me ha llevado a redactar el siguiente llamamiento: 

¡¡Atención, neoliberales!! ¡¡Uníos en defensa del Mercado!!

Un oligopolio de ladrilleros, al concertar contratos y precios para burlar las sagradas leyes de la competencia, ha osado atacar la institución fundamental de nuestro mundo, el pilar que soporta nuestra civilización, sin el cual dejaremos de ser lo que somos y perderemos nuestra identidad, nuestra cultura y nuestro futuro.

¿Qué cosa seremos sin el omnipotente Mercado? Nada, un desvalido rebaño de seres sin rumbo. ¿Qué seremos sin las leyes de la oferta y la demanda? Nada; una primitiva sociedad de autoconsumo. ¿Qué seremos sin la libre concurrencia de personas, productos y capitales en el Mercado? Nada, un fracasado sistema soviético. ¿Qué seremos sin la necesaria competencia? Nada, un desconcertado y anodino grupo de cooperantes. ¿Qué seremos sin el motor de nuestro sistema económico? Nada; un desierto de oportunidades. ¿Y qué seremos sin las crisis periódicas con las que el Mercado autorregulado se corrige y se sanea? Nada; sólo una sociedad sin emociones.

El Mercado premia el mérito y reparte adecuadamente la riqueza, es la salud del sistema y regula el mundo mejor que la política, que está sometida a las peores pasiones. Ahora el Mercado reclama el apoyo de todos en un momento en que es atacado desde dentro.

Inversores, accionistas, emprendedores de todo género y condición, no os preguntéis qué puede hacer el Mercado por vosotros, sino qué podéis hacer vosotros por el Mercado. ¡Jóvenes, maduros y ancianos; seres binarios y todos los demás; obreros y empresarios, aprendices y becarios, activos y parados; pensionistas y rentistas; todos y todes a porfía en defensa del Mercado! Ha llegado la hora suprema, el Mercado nos llama, defendamos nuestra principal institución.

¡Viva el Mercado! ¡Abajo los idólatras y los apóstatas!

 J.M. Roca 10.7.2022

https://elobrero.es/opinion/91098-inaudito-ataque-al-mercado.html