Quienes
hemos asistido a otros finales, en especial al ocaso de la dictadura, no
podemos dejar de percibir signos característicos de un fin de régimen: grandes
y graves problemas -los hay nuevos, pero muchos son viejos-, algunos sin
abordar y otros sin un planteamiento claro para ser correctamente resueltos; la
deslegitimación y parálisis de muchas instituciones públicas pero también
privadas, como la Iglesia católica y la asociación patronal CEOE; la ausencia
de ideas nuevas, o al menos claras, en quienes gobiernan y en quienes aspiran a
gobernar, y la falta de interés para afrontar, con una visión amplia y
generosa, asuntos que desborden el interés partidista; pero es, sobre todo, la
titubeante actitud del Gobierno, que muestra su impotencia no sólo para dirigir
el país con algún sentido sino para resolver las contradicciones de su partido,
la que mejor expresa el ocaso de este régimen político.
Los
anuncios, desmentidos, declaraciones y rectificaciones evidencian un Gobierno
que actúa como un boxeador zumbado y adopta el cierre de filas como única
salida ante las críticas negativas, suscitadas tanto por errores que expresan
la mediocridad del gabinete, como por los nocivos efectos de las antipopulares
medidas adoptadas y los casos de corrupción en que el Partido Popular está
envuelto. Sintiéndose injustamente acusado, y reacio a admitir alguna
responsabilidad, el Gobierno se ha blindado contra una realidad que cada día le
es más adversa y no acierta a concebir otra salida que esperar a que pase el
tiempo y las cosas se olviden; se siente acosado y se ha recluido en un bunker al negarlo todo, no dar ni un
paso atrás, no aceptar dimisiones y arremeter contra sus adversarios echando
mano de lo que haga falta (ha vuelto a recurrir a la fábula de la conspiración
del atentado del 11-M-2004 para descalificar las críticas de Rubalcaba).
El
débil pulso en la actividad parlamentaria más allá de los reproches y debates
de corto alcance con oposición; el abuso del decreto-ley como forma habitual de
legislar; la ocasional presencia del Presidente en el Congreso y sus
prolongados silencios sobre asuntos urgentes; la incapacidad para atisbar una
salida a la recesión económica distinta de las medidas de austeridad
solicitadas por la Unión Europea y el FMI; la servil sumisión ante las
decisiones de Ángela Merkel y la pérdida de influencia en el exterior a pesar
del esfuerzo por “vender” la “marca España” son muestras tanto del estilo
autoritario del Gobierno como de su impotencia ante unas circunstancias que lo
desbordan.
Otros
signos del ocaso del régimen son el deterioro de las élites empresariales y
políticas no solo por su incompetencia manifiesta ante la crisis, sino por los
abundantes casos de corrupción que las salpican, y, sobre todo, la desafección
de los ciudadanos respecto a las clases dirigentes, a los partidos políticos y
las instituciones representativas, expresada en el creciente malestar que
recorre de manera trasversal toda sociedad, cuya manifestación más gráfica son
las movilizaciones de masas que recorren
el país de punta a punta.
La
crisis económica ha sido el catalizador que ha revelado lo que permanecía
latente desde hace tiempo y mostrado los preocupantes signos que anuncian el
simultáneo agotamiento del modelo económico y del sistema político surgidos de
la Transición, construidos por los grandes acuerdos del celebrado consenso, pero también por grandes
silencios y por un imperativo mandato -no molestar-, que explica las grandes
hipotecas que el país arrastra desde entonces: no molestar a la monarquía, no
molestar al franquismo, no molestar a la Iglesia y no molestar oligarquía.
La
celebrada Transición está agotada pero inconclusa; está exangüe, muerta.
Oficiemos sus exequias; enterrémosla, y pensemos en empezar de nuevo con el
propósito de librarnos de esas cargas que tanto nos pesan. A ver si esta vez lo
hacemos mejor.
Ese es el reto, o
despegarnos definitivamente de ese pasado que pesa como una losa o dejarnos
arrastrar hacia el franquismo, que es, a la vez, el punto de origen y el único
destino que concibe la derecha española.
Nueva Tribuna, 9 de febrero de 2013
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