jueves, 31 de diciembre de 2020

Se va el 2020

El año 2020, bisiesto, inquietante y luctuoso, se va dejando un rastro de muerte, desconcierto y dolor. Llegó con la noticia de que una región de China se había visto afectada por un virus con gran capacidad para propagarse y, en un abrir y cerrar de ojos, la epidemia china devino pandemia mundial.

El año concluye con la llegada de la vacuna que puede acabar con ella o, al menos, mantener el virus en límites soportables para la vida que tenemos concebida. Ojalá sea así, pero en la historia inmediata, 2020 será el año de la pandemia del coronavirus.

En nuestra civilización, romana y cristiana, acaba un año y la primera veintena del siglo XXI, pero ignoramos si concluye o empieza algo más. Los libros de historia suelen elegir determinados hechos relevantes, a modo de hitos en el camino de la humanidad, para señalar el comienzo o el ocaso de una época. A veces son calamidades, como guerras, batallas, invasiones o pestes, pues el recuerdo de los muertos sirve bien para conservar la memoria. Otras veces son proezas, viajes, descubrimientos, comienzos o acuerdos de paz y pocas veces avances en la ciencia; hitos que arbitrariamente separan unas etapas de otras y señalan los siglos políticos o económicos, que no suelen coincidir con las fechas de inicio y fin marcadas por el calendario    

El siglo XIX, siglo de la burguesía y el capitalismo, fue un siglo muy largo, pues empezó con el ciclo revolucionario yanqui-francés y acabó en 1914-1918, con la primera guerra entre potencias imperialistas. Efectos de dicha guerra, la revolución de 1917, el Estado soviético y la expansión del comunismo como gran adversario del capitalismo, dieron paso al que Hobsbawn llama siglo corto, que acaba, en 1989-1991, con el ocaso del imperio soviético y la mutación de Rusia. Luego se abre una etapa, que, con el anuncio del nuevo orden mundial, proclama la renovación de la hegemonía norteamericana, que será breve, confusa e impotente, ante la emergencia de otros poderes y los retos que plantean la globalización y la declinante salud del planeta.

La pandemia, como antes la gran recesión económica, nos ha colocado delante un espejo que refleja el preocupante estado del mundo; lo que, por encima de nuestras hipócritas e inmoderadas pretensiones, somos realmente, con nuestras excusas, limitaciones y miserias, y ha señalado la falla entre lo que proclaman nuestros solemnes y humanitarios principios y su modesta puesta en práctica, incluso en las sociedades más igualitarias, que son pocas.

No sabemos si estamos en un interregno, en una época aún sin datar y sin catalogar, en un tiempo simplemente post, en un tormentoso limbo temporal, aún sin definir, pero con preocupantes signos, que indican que no vamos por buen camino. Es posible que la pandemia, como uno de esos signos negativos llenos de drama, esté cerrando una etapa de barbarie e irracionalidad y colocándonos ante el umbral de un nuevo comienzo para la humanidad como especie.  

Ignoro si sacaremos las oportunas consecuencias de este doloroso aviso y si rectificaremos a tiempo dando paso a una nueva era, distinta y más humana, o si seguiremos fatalmente como estamos -como somos- hacia un mundo cada día un poco peor.

En todo caso, cualquiera que sea la etapa o la era en la que salgáis o entréis con el cambio de año, o el siglo en que os sintáis ubicados, os deseo un año 2021 bastante mejor que el que agoniza.

Un abrazo.

domingo, 6 de diciembre de 2020

Veintiséis millones

 Veintiséis millones son muchos millones; 26 millones de hijos de puta son muchos hijos de puta, más aún, si no se determina quiénes son, por qué son así calificados y, sobre todo, por qué razones deben ser sometidos a una depuración colectiva mediante una ejecución tan sumaria. En cualquier caso, una desmesura, un exceso de fanatismo producido por una visión esperpéntica de la historia de España, enunciado en un momento de cólera por una persona, que, a todas luces, o mejor dicho, a falta de ellas, no entiende nada, absolutamente nada, del mundo en que vive y de España, a la que en su día juró defender, y menos aún de la difícil coyuntura en que se encuentran Europa y el país, su país, y también el de esos veintiséis millones de hijos de puta, a los que pretende privar de la patria por el expeditivo procedimiento de privarles de la vida.

Si se trata de una figura retórica, que no parece venir de una persona dada al manejo la pluma, la cifra supera aquella otra de un verso de Dámaso Alonso, que definía Madrid como una ciudad poblada por un millón de muertos.

Veintiséis millones de muertos son muchos muertos, demasiados muertos, siquiera como figura retórica, que supera las cifras reales de la pandemia, de la guerra civil y de la solución final que Hitler y Himmler dieron al “el problema judío”, a los que deja casi como aprendices ante esta bárbara “solución final” para el “problema de España”. Porque parece que se trata de eso: de que no se puede convivir -el infierno son los otros, decía Sartre- ni siquiera coexistir con 26 millones de personas calificadas de hijos de puta. ¿Tantos?

La cifra espanta, por lo que suscita general y público rechazo, pero no sería extraño que, interiormente, muchas personas tuvieran su “cifra ideal” de “hijos de puta ajusticiables”, con los que no pueden coexistir, sin que necesariamente merezcan la muerte; bastaría con expulsarlos, privarlos de sus derechos o reducirlos al silencio, para que dejen de molestar; quizá sea éste un problema nacional. La cifra incluso se puede negociar para ser aceptada como tolerable, conveniente e incluso necesaria. Cuánta gente acepta no ya las víctimas de la guerra civil -de la última, de las otras no hablo-, sino las víctimas producidas después, en los años de la paz y las juzga necesarias en aras, precisamente, de la paz. Y cuánta gente encuentra hoy razonable una cifra que se acerca a las novecientas víctimas, sacrificadas en la utopía de una Vasconia albanesa. Extraña afición la de este país a privarse periódicamente de una parte de sus ciudadanos, suprimidos del censo de los vivos a manos de otros ciudadanos.

Dejo aquí unas reflexiones de Juan Goytisolo -“Blanco White: por qué se fue un español”- publicadas en 1972, en Triunfo, sobre el genial transterrado, al que emparenta en su apreciación de la intolerancia y la violencia en la historia de España con otro genio, Francisco de Goya.

<<En lo que respecta a los acontecimientos que entre 1808 y 1812 asolaron la Península, la comunidad de visión entre el escritor y el pintor es todavía más notable. Si al describir el motín de Almaraz, el linchamiento de Mérida o las escenas callejeras de Madrid y de Sevilla, Blanco menciona la “infortunada propensión de verter sangre de sus compatriotas” y, en 1836 nada menos, escribe a su hermano Fernando que “no ve un fin a la guerra civil”, en “Los desastres de la guerra”, Goya, parece adivinar igualmente las leyes cíclicas de la historia española contemporánea, en la que, como es sabido, al zumbido y la furia de las crisis (revoluciones, guerras civiles) suceden largos períodos de calma, embrutecimiento y modorra (regímenes de fuerza, dictaduras militares). Puesto que desde el siglo XVI la intolerancia es una gran virtud a los ojos de una mayoría de españoles, es obvio que nuestra sociedad no podía crear una convivencia factible: el desacuerdo debía desembocar fatalmente en las guerras carlistas del siglo XIX y en el millón de muertos de 1936-1939.

El relato del viaje de Blanco por tierras de Extremadura se inscribe en la órbita visionaria de la obra del gran pintor: Los “Desastres” implican una severa advertencia en la medida en que aventuran una inquietante profecía. Los muertos fusilados, mutilados, ahorcados que se repiten en las láminas de modo tan obsesivo, evocan irresistiblemente las ejecuciones y matanzas que ensangrentarán más tarde la Península. Incendios, pillajes, asesinatos, violaciones, cobran así, a posteriori, un significado premonitorio y siniestro.

La denuncia de la violencia latente, que busca y halla en cada época, el pretexto de manifestarse aparece en Goya, como en Blanco, desprovista de oropeles. Así se aclara por qué las luchas por cuestiones políticas, sociales, religiosas, etc, revisten entre españoles una intensidad desproporcionada a su objeto, y es que el objeto es otro. Conflicto de creencias o ideologías opuestas, sin duda; pero sólo el cainismo y la vieja saña hispánica pueden explicar su prolongado rigor y sus atrocidades. “El terco orgullo del pueblo español agrupado en dos partidos, resueltos ambos a sacrificar cualquier ventaja real en aras de su dignidad ideal, excluye toda probabilidad de compromiso” escribe Blanco, y con un pesimismo lúcido que los hechos han ratificado hasta hoy, concluirá: “España debe ser gobernada, absoluta y exclusivamente, ya por una Junta Apostólica, ya por una logia de comuneros”>>.

¿Así seguimos? ¿Sacrificando, si es preciso, veintiséis millones de hijos de puta?

miércoles, 25 de noviembre de 2020

Jacqueline (y 5)


(Entra música: “All of me” Chris Barber).

Sigo sudando. Tengo la camisa empapada y pegada al cuerpo; las manos mojadas aprietan con fuerza la culata del fusil, pero el pulso me tiembla tanto que la boca del cañón golpea rítmicamente la pared haciendo pequeñas muescas en la pintura. Tengo que serenarme o fallaré.

¿Y si me marchara? Nadie se va a enterar; aún estoy a tiempo... No, ya no. Oigo las sirenas anunciando el cortejo, pero desde donde estoy -un piso alto- todavía no lo veo.

Ahora aparecen los primeros motoristas abriendo paso; les siguen varios coches del séquito... y ya, ¡por fin!, en un descapotable, Jacqueline y su marido saludando. Sonríen como muñecos y miran a la multitud, congregada a ambos lados de la avenida, moviendo las manos.

Jacqueline lleva un traje de chaqueta rojo con un sombrerito a juego, y él, un traje gris, como casi siempre.

No puedo entretenerme mirando, porque el trecho que puedo cubrir desde aquí no es muy largo.

Ajusto la mira telescópica y encaro el fusil. Tiemblo. ¡Maldito pulso! Aguanto la respiración y acciono el cerrojo: una bala pasa a la recámara.

Me seco la mano en el pantalón. Respiro hondo, contengo el aliento y vuelvo a apuntar el arma mientras me despido de Jacqueline para siempre. Ella nunca sabrá que la mato por amor, más que por despecho

Sigo el sombrerito, que distingo nítidamente en el visor, y curvo el dedo sobre el gatillo. La presión debe ser constante, lenta, para que ningún movimiento brusco altere la posición del cañón.

Con una sacudida, el proyectil sale disparado buscando el coche presidencial. Inmediatamente, con un gesto rápido muevo el cerrojo, meto otra bala y, tras apuntar rápidamente, aprieto de nuevo el gatillo, pero, a través de la imagen ampliada que me ofrece la mirilla telescópica del fusil, observo que he fallado: el primer disparo ha derribado al muñeco petulante que buscaba Jacqueline para marido; el segundo, se ha llevado por delante la Nueva frontera junto con la vida de John Fitzgerald Kennedy. ¡¡Dios mío!! ¿Cómo he podido fallar? Estoy tan nervioso que no sé como no he matado también al conductor.

Jacqueline se ha movido hacia el presidente, pero éste, empujado por el impacto de los dos balazos, se ha desplomado hasta el fondo del coche. Dos agentes de la escolta saltan dentro del vehículo, que emprende veloz carrera, y cubren con sus cuerpos de gorila el del primer mandatario, pero ya es tarde.

Jacqueline, recordando, sin duda, nuestro último encuentro en Nueva York mira a todas partes buscando mi rostro entre la gente, pero su esfuerzo es inútil porque mi emplazamiento está bien elegido.

Me siento como un idiota: parezco escogido por alguna conspiración cósmica para acabar con la Nueva frontera, la Alianza para el Progreso y para apartar, de paso, de la política a un poderoso clan familiar que hizo su fortuna en tiempos de la ley seca.

¿Soy un cretino o un inconsciente justiciero? Al fin y al cabo, yo no tengo la culpa de tener tan mala puntería... ni de ser negro y tocar pésimamente el saxofón.

Fin

(Entra música: “Jailer bring me water”, Bobby Darin).

 

                                                        * * * * * * * * * * * * * * 

Escrito la noche del 14 de mayo de 1988, al día siguiente de la muerte de Chet Baker. Dedicado a mi mujer, cuando aún no lo era.

Emitido por RNE-Radio 3, el día 8 de noviembre de 1988, en el programa “Caminando sobre la luna”, en la dramatización de Luz Elez Villaroel, con la colaboración de Eduardo MacGregor, que puso voz al saxofonista.

Duración 38’.

lunes, 23 de noviembre de 2020

Jacqueline (4)

 (Entra música: “Alone”, Kitty Carlisle y Allan Jones).

 Dos años más tarde, y sin haber olvidado los incidentes de París, una noche, mientras volvía a casa, deambulando solo y pensativo por una ruta que no era la habitual, al pasar por delante de la puerta del Stork Club casi fui arrollado por una pequeña multitud de vociferantes petimetres que salía del local.

Largos vestidos de seda, olor a perfumes caros, caballeros de etiqueta, pieles, joyas y carcajadas me envolvieron antes de que un servicial lacayo me sacara a empellones de la gruesa alfombra que atravesaba la acera, para que no estorbara el paso de tan distinguida comitiva. Cuando ya me había librado de las manazas de aquel gorila disfrazado de almirante, oí una risa áspera que en seguida reconocí. Me volví y era ella: la fugaz, la itinerante y evanescente Jacqueline.

Como un sonámbulo quise avanzar unos pasos hacia el grupo, pero el contumaz sirviente me lo impidió. Ella me miró de soslayo sin aparentar reconocerme y entre risas se introdujo con un par de galanes en un Rolls Royce que acababa de detenerse, silenciosa y suavemente, al borde de la acera, justo donde terminaba la alfombra.

Por una curiosa jugada del destino, volvimos a encontrarnos, esta vez sin galanes ni porteros, unas semanas más tarde, en el aeropuerto.

Yo había acudido a esperar a mi madre, que llegaba de Nueva Orleans, y Jacqueline, cargada de maletas, pero increíblemente sola, tenía la pretensión de embarcarse hacia Boston.

Me acerqué a ella ceñudo y con la varonil seguridad de un hombre ofendido, pero me desarmó sin esfuerzo con una sonrisa, al tiempo que me señalaba con la mirada el abultado equipaje. Me lo cargué como pude, y ella, libre ya de estorbos, me indicó que la siguiera hasta un mostrador. Allí me retuvo un rato, esperando una pequeña cola, y después, a un paso que me hacía echar los bofes por la boca, me arrastró a facturar las pesadas maletas, para acabar, sólo con equipaje ligero, delante de una puerta de embarque.

Una vez allí, sin haber cruzado más de media docena de palabras funcionales, pretendió despedirme alargándome un dólar. Me molestó, pero tuve el arrojo de pedirle una cita. Su respuesta fue glacial:

.- No seas impertinente, chico. Un mundo nos separa; quiero llegar a lo más alto.

.- ¿A la Casa Blanca? - pregunté yo, porque para mí eso es la cima del mundo.

.- ¡Tú lo has dicho! - y, sin volverse ni despedirse, se marchó guardándose el dólar.

Ciego de rabia, todavía acerté a gritarle:

.- Un día de estos te acordarás de mí. ¡Te lo juro! ¡Te lo juro!

Desde aquel día no he vuelto a verla. Aunque he sabido de ella, claro, y he comprendido cuán quiméricas eran mis pretensiones, pero yo he creído firmemente en la Constitución de este país y en la igualdad de oportunidades.

Ella siguió su carrera meteórica hacia la cima y yo... bueno, yo no. Después de una abultada colección de fracasos, me di cuenta de que el jazz no era lo mío, que, por muy raro que parezca, no tengo ese "feeling" que es el alma del jazz y, además, la naturaleza se ha ahorrado en mí la necesaria dosis de "swing" que precisa el saxo.

Cansado de malvivir como un mal músico, dejé Nueva York y ahora vivo en Dallas, con mi familia -mujer y dos chicos-, una buena familia, y tengo mi propio negocio; un negocio sin grandes pretensiones, pero que va bien: una pequeña tienda en la que vendo hamburguesas y perritos calientes.

Muy tarde he comprendido la profecía de Chet Baker, cuando me dijo en París, hace ya un millón de años, que tocaba el saxo como un salchichero. Tenía razón el maestro: los salchicheros no tocan el saxo: venden salchichas, que es lo que yo hago con bastante soltura en mi establecimiento, al que no he podido evitar ponerle un gran letrero con luces de neón, que dice "THAT OLD SAX".

Mi vida transcurría tranquila, detrás del mostrador, entre mi familia, las salchichas y los partidos de baloncesto, hasta que el otro día dijeron por televisión que Jacqueline y su marido preparaban una visita a Dallas. Desde entonces no he podido dormir.

Continurá

(Entra música: “One of these days”, Emmylou Harris).

Jacqueline (3)

 

(Entra música: “Take five”, Dave Brubeck).

Jacqueline y sus amigos regresaban de una juerga porque estaban bastante animados y alguno conservaba a duras penas la posición vertical, pero eso a mí no me importaba; al contrario, favorecía mis planes, porque así podría separarla de tan sosa compañía y hablarle a solas, con el pretexto de pedirle disculpas por nuestro primer encuentro.

Cuando acabé de actuar con el esotérico grupo, me dirigí hacia ella sin pestañear y la saludé:

.- ¡Hola! Somos compatriotas, ¿no?

Ella se quedó mirándome un tanto perpleja, rebuscando en su memoria alguna referencia anterior mientras me escrutaba con gesto inquisidor la cara, la raída camisa, las manchas de la chaqueta, los pantalones arrugados como fuelles de acordeón y los trotados zapatos. Imaginé que repasaba, a toda velocidad, su catálogo mental desechando los capítulos inservibles -jet set, nobleza europea, gente divertida, hombres interesantes, posibles maridos, artistas, millonarios, políticos...- para detenerse en el epígrafe correspondiente a las clases inferiores, subgrupo de buhoneros, cómicos y músicos tercermundistas. Finalmente, el saxo, que yo había conservado previsoramente entre las manos, le dio la clave de mi identidad.

.- Bueeeeeno, ¡eso sí! - contestó con una sonrisa glacial, apartando de mí una mirada de ofidio, que no olvidaré.

Logré hilvanar tres o cuatro sandeces más con la intención de interesarla en mi conversación y, en un aparte, concertar una cita para el día siguiente, pero ella se las arregló para desbaratar mi plan y, además, conseguir que le buscara un taxi, en el que desapareció con uno de aquellos maniquíes.

Una semana más tarde, también por azar, desde lejos la vi entrar en un elegante café de los Campos Elíseos, así que, pese a los prohibitivos precios del establecimiento, me aventuré a penetrar en aquel santuario del ocio de cinco estrellas para hacerme el encontradizo.

Estaba rodeada, como siempre, por un numeroso grupo de distinguidos cretinos que le servían de guardia pretoriana, pero sin ningún pudor me propuse atravesar aquella barrera de petronios y lo logré. El encuentro fue breve, pero finalmente obtuve una desganada cita para dos días después, en el mismo sitio.

Allí estuve, pagando café tras café a precio de oro, esperando vanamente cuatro horas. No podía saber que ella, esa tarde, se encontraba en Montecarlo.

Su desprecio me sumió en una profunda depresión y busqué desesperadamente el olvido en la bebida y en la música. Y digo que fue de manera desesperada porque no lograba emborracharme lo suficiente como para superar la chispa payasa, pero sin llegar a la esterilizante cogorza llorona, así que no pude olvidarla, y, mucho menos todavía, componer una balada insondable y triste que pasara a los anales de la historia musical de los saxofonistas despechados.

Buscando una perfección que sólo podían alcanzar las trompetas (y los saxofones) del Juicio Final, pretendí, infructuosamente, emular a Charlie "Bird" Parker y a otros maestros, quienes, ayudados por las drogas y el alcohol, a medida que descendían los oscuros peldaños de la degradación humana elevaban su arte a cimas inconmensurables. Pero todo fue en vano: las musas desoyeron mi llamada y lo único que conseguí fue una hepatitis y quedarme flaco como una espátula.

Cansado de buscar a Jacqueline afanosamente por todos los antros nocturnos de París y de tocar pasodobles por las noches en aquel apestoso cafetín de Pigalle, un día hice la reducida maleta y regresé a Nueva York. La chica, definitivamente, se había ido.

Continuará.

(Entra sonido de un reactor y se funde con “Good bye, my love”, The Searchers).

domingo, 22 de noviembre de 2020

Jacqueline (2)

 (Entra música de acordeón: “Rue aux fleurs”, Les compagnons d’accordeon)

 La conocí en París, a principios de los años cincuenta. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer.

Nos encontramos de sopetón, en la puerta de un "bistrot" del boulevard Saint Michel. Ella entraba y yo salía, corriendo porque llegaba tarde a un ensayo. Iba tan deprisa que prácticamente la arrollé y, como soy bastante patoso, con la funda del saxofón le di un golpe en el muslo que casi la derribó.

En mal francés me disculpé mientras la ayudaba a sostenerse en pie, y ella, en colérico inglés, me contestó que andaba algo escaso de modales y añadió algo más, pero las últimas palabras de la frase apenas las oí, porque ya emprendía un descortés y veloz trote por la acera hacia la "cave" donde tenía el ensayo.

París era entonces un hervidero de músicos de jazz. Yo había ido módicamente contratado con una banda de quinta categoría, pero apenas tuve tiempo de saborear las modestas mieles de un triunfo que noche tras noche se escapaba, porque o el contrato no estaba bien asegurado o el dueño del tugurio donde actuábamos comprobó que no éramos tan buenos como pensaba, o peores de lo que imaginó, el caso es que al cabo de una semana de tratar inútilmente de distraer a la clientela de aquel antro nos puso en la calle. Esa noche la banda se deshizo y cada cual se fue por su lado.

Días después, un colega me dijo que Chet Baker estaba reorganizando su grupo para preparar una gira por varios países de Europa, así que fui a verle al Club Saint Germain, que era donde actuaba, para ofrecerle mis modestos servicios de saxofonista.

La plaza ya estaba ocupada, pero, aprovechando que ya estaba allí, Chet me pidió que tocara un rato con ellos, porque siempre -dijo él- era bueno escuchar a otro músico y comprobar su talento.

A su cuarteto norteamericano, ahora trío, Chet Baker había incorporado algunos músicos franceses y un batería sueco, de manera que me propuse causar buena impresión. Saqué despacio mi modesto saxo de la funda, busqué una caña y con mucha escuela le pasé la lengua con parsimonia, para acabar mordiéndole el borde, como si se tratara de la manía de un virtuoso consumado, pero aquella puesta en escena no pareció impresionar al maestro, que con un gesto de cabeza dio la orden de empezar cogiéndome desprevenido y con el saxo a medio colgar, por lo que entré tarde y una octava más alta, que quise arreglar con una escala descendente que me sacó de compás. (entra: “Sad walk” de Chet Baker).

Muy deprimido por la reciente desaparición de su amigo el pianista Dick Twardzick, muerto de una sobredosis de heroína, Chet escogió una pieza triste para probar mis habilidades de pretendido maestro. Jamás he vuelto a escuchar "Sad walk" como aquella vez: la melancolía también se había apoderado de los demás músicos, que, como sombras, parecía que no tocaban los instrumentos, sino que acompañaban con gestos sonoros el lamento que brotaba de la trompeta del genio.

Yo, emocionado por la presencia del maestro e impotente por la magia del momento, hice lo que pude, que fue bastante poco.

Al acabar, Chet, mirándome torvamente, me dijo:

.- ¡Vaya mierda, muñeco! ¡Tocas como un salchichero!- y se olvidó de mí para centrarse en la trompeta y en la botella de whisky que tenía a mano. Excuso decir que no pude tocar con ninguno de los grandes "jazzmen" que pululaban entonces por París, y cuando mi situación empezaba a ser desesperada y ya me resignaba a tocar por las esquinas a cambio de una limosna, me contrató un español que cubría, con una heterogénea banda, el espectáculo de medianoche de un cafetín de Pigalle. Claro que lo que tocaba aquel sujeto no era jazz ni era nada, quizá por eso me contrató. Con certeza nunca lo sabré, pero siempre lo he sospechado. (Entra música: “España cañí”).

Sin embargo, sirvió para volver a encontrarme con Jacqueline una noche que ella cayó por allí con un grupo de extravagantes amigos.

 Continuará.

(Entra música: “You are too beautiful”, John Coltrane y Johnny Hartman).

sábado, 21 de noviembre de 2020

Jacqueline (1)

Una historia de amor y saxo, pero sin sexo

 Episodio I

(Silencio; entra sonido: latidos regulares de ritmo cardíaco)

Me sudan las manos... Y el corazón, con un ruido sordo y acompasado, me late apresuradamente.

A cada golpe cardíaco, como si estuviera impulsado por el vigoroso contrabajo de Ron Carter, noto, dolorosamente, en las venas de las muñecas y en la articulación del brazo, el paso de la sangre ascendiendo rítmicamente hasta las sienes. Una vez allí, el rojo torrente, persistente y cadencioso como un "walking bass", se enseñorea de la cabeza hasta aturdirme.

Casi puedo sentir que el corazón está afinado y que cada latido, marcado con un certero golpe de dedo sobre la cuerda, es una nota invitándome a entrar en la "jam session" con un largo gemido de saxo... (entra saxo: “Dear lord” de John Coltrane).

Es tanto el ruido que siento en la cabeza y dentro del pecho, que tengo miedo de que lo oigan los de ahí abajo.

Hay mucha gente concentrada; espero no tener demasiados testigos. De haberlo sabido antes, no hubiera venido; lo habría dejado pasar... Pero no, este es el momento de cumplir mi promesa.

Por más que lo intento, no consigo serenarme: el corazón sigue brincando y el sudor me gotea desde la frente, me humedece las manos y me empapa la camisa. Me muero de calor a pesar de estar a cubierto del terrible sol de Tejas, que, por otro lado, hoy no es muy fuerte; pero sudo, sudo como un condenado, que es lo que soy.

¿Y si lo dejara? Aún estoy a tiempo... al fin y al cabo, han pasado tantos años... Pero no debo; no puedo: me lo prometí a mí mismo y se lo prometí a ella. Le advertí que se acordaría de mí, y hasta hoy no he hecho nada para cumplir mi promesa. Y un hombre, aunque sea un desgraciado, o quizá por eso, debe responder de su palabra.

¿Y si no la cumplo? ¿Por qué empeñarme en cumplir la promesa hecha a una niña rica, altiva y caprichosa, que no se acordará de mí?

No hago más que pensar tonterías en vez de concentrarme en lo que me ha traído hasta aquí; debe ser por los nervios que me dominan. Pero no debo dudar ni un minuto más; hace años, tomé una decisión y ha llegado el momento de cumplirla con todas sus consecuencias.

 

Continuará

(Entra música: “Born to be blue” de Chet Baker).

miércoles, 18 de noviembre de 2020

El marciano atribulado o Bildu, Fraga y Aznar

No se alarmen sus señorías por el titulo sensacionalista de esta nota, que parece comparar lo que, para algunos, es incomparable, y sigan leyendo.

Para ir despejando dudas y aliviando sustos, vaya por delante que carezco de la mínima dosis de empatía con los movimientos nacionalistas en general y con el vasco en particular, que desapruebo los medios de los que se ha servido su ala más fanática, así como su noción clerical de la política al servicio del sagrado fin de construir un Estado independiente para un pueblo elegido, étnicamente superior, según el designio de sus profetas de izquierda y derecha, algunos muy de derecha.

Bildu no es santo de mis devociones, pero no es ETA, ni el brazo político de un terrorismo que fue derrotado; es una coalición electoral independentista con diversos componentes, algunos bastante moderados y otro bastante desnortado, pero ese es “su” problema. Mientras no suceda otra cosa, Bildu es, a su pesar, una coalición electoral tan española como las del Partido Popular en Navarra. Acude a las elecciones según la legalidad española, respeta los resultados del sistema electoral, está financiada en parte con fondos -¡Ay!- del Estado español y sus representantes elegidos prometen sus cargos aceptando la Constitución; por imperativo legal, dicen, como si no se pagaran las multas de tráfico por el mismo imperativo, pero sin tanta alharaca.   

No parece, pues, que existan impedimentos legales para que una formación política con representación parlamentaria legítimamente obtenida pueda apoyar, en principio, que los Presupuestos Generales del Estado se discutan, aunque en su programa máximo pretenda escindir territorialmente ese mismo Estado. 

Lo curioso del caso -Spain is different- es que partidos autotitulados, con notable abuso del término, constitucionalistas y defensores del Estado que ahora juzgan en riesgo de ser entregado a los independentistas, dejen que se cumpla su agorera profecía en vez de acudir a socorrerlo con el apoyo parlamentario que sea necesario.

Pero no se trata de apoyar al Estado y aprobar los presupuestos para que pueda funcionar, sino de derribar al Gobierno, tarea en la que están empeñados desde la investidura de Pedro Sánchez, cuando el complejo ejecutivo resultante era el único posible por el dictado de las urnas.

Nada nuevo bajo el sol, porque para el Partido Popular y su actual escisión, todos los gobiernos no “populares” -populistas- han sido ilegítimos, desde el de Felipe González hasta el de Pedro Sánchez, y el objetivo prioritario ha sido echarlos abajo cuanto antes. Uno de los motivos esgrimidos para hacerlo ha sido el apoyo recabado y recibido de los partidos nacionalistas vascos y catalanes.

Hasta ahora, las críticas del PP se habían centrado más en el apoyo de ERC al Gobierno, con el tema de fondo de la famosa mesa de negociación, con o sin relator, exhibido chulescamente por el portavoz de Esquerra, como un chantaje, en un mensaje dirigido a sus atribulados seguidores por el fracaso del “procés”, pero el tema de los Presupuestos es más serio, porque puede permitir que Sánchez acabe la legislatura -a ver si mientras corrige el rumbo o lo encuentra- y por eso hay que evitar, como sea, que reciba los apoyos necesarios para aprobarlos. Y además está la difícil situación de Casado entre Vox, Ayuso y la inacabable corrupción del PP, que explica, en parte, su mal humor, pero ese es otro asunto.  

Un marciano recién llegado a España, desconocedor de los vericuetos por los que discurre la política nacional, podría pensar que el partido que pone tales objeciones a que los partidos nacionalistas permitan discutir los Presupuestos Generales, en vez de tumbarlos con una enmienda a la totalidad, es un partido que nunca ha pactado con ellos. Y viendo los aspavientos y el comportamiento histriónico de Casado, el marciano podría pensar que el partido que alardea de ser el único defensor de la unidad de España y que exhibe el monopolio de los sentimientos patrióticos, nunca ha recurrido al interesado -porque ha sido y es interesado, y caro- apoyo de los partidos nacionalistas. Claro que el marciano atribulado ignora cuál ha sido el comportamiento de la derecha en este lado de la galaxia. Y merece conocerlo.    

José María Aznar obtuvo su primera investidura con el apoyo de los nacionalistas vascos y catalanes y Coalición Canaria. Sobre el pago de estos apoyos, hay que recordar las palabras de Xabier Arzalluz deshaciéndose en elogios a Aznar, de quien dijo que había hecho más por Euskadi en un mes que los demás gobiernos en veinte años. Por paradójico que parezca, el apoyo que el PNV dio a Aznar se lo negó a Zapatero.

Respecto a los catalanes, debe saber nuestro buen marciano que, tras el Pacto del Majestic (abril de 1996) con Jordi Pujol (sería muy largo poner al día a nuestro “ET” sobre la andadura de este prócer catalán), por el cual, CiU apoyaba al PP en el Congreso y el PP a CiU en el Parlament, Aznar fue visitado por el espíritu de Valentí Almirall, que le concedió el don de hablar la lengua catalana, si bien en la intimidad -los aparecidos tienen estos caprichos-, pero antes, en 1993, en Navarra, el PP negoció el presupuesto de la comunidad foral con Herri Batasuna (antecedente de Sortu, una parte de Bildu) cuando ETA aún estaba activa, es decir, cuando mataba.

Y vamos con el tema de ETA, del acercamiento de presos y del terrorismo, tan del agrado del PP, que figura como un argumento permanente en su labor de oposición cuando sus dirigentes olvidan lo que hacían cuando gobernaban.

El gobierno de Aznar inició la negociación con ETA en una situación peor que la de ahora, cuando ETA no sólo no actúa, por fortuna, sino que se ha disuelto, y el separatismo vasco más radical parece haber optado, al fin, por los medios institucionales para defender su programa. Por lo cual, para ilustración de marcianos y recuerdo de desmemoriados, conviene traer a colación las sensatas palabras de Aznar en diciembre de 1998 -“Tomar posesión de un escaño siempre es preferible a empuñar las ramas”.

El 10 de julio de 1997, ETA secuestró al concejal del PP de Ermua, Miguel Ángel Blanco, para forzar la reunificación de los presos. El Gobierno no accedió y ETA, en uno de los actos que precipitaron su fin, asesinó al muchacho.

En septiembre de 1998, se firmó el Pacto de Estella, un frente nacionalista que pretendía dejar fuera del juego político al PSOE y al PP en el País Vasco. Y ETA declaró una tregua.

El 11 de octubre, Aznar dijo que sería generoso si los terroristas abandonaban las armas. El 3 de noviembre reconocía el contacto con el Movimiento Vasco de Liberación (hasta entonces, ETA había sido una banda terrorista). Antes de las elecciones autonómicas, el Gobierno trasladó cuatro presos etarras enfermos a cárceles del País Vasco.

En diciembre, 21 presos se trasladaron a la península, traslados que siguieron hasta septiembre de 1999. Entre dicho mes y el del año anterior, el Gobierno ordenó acercar más de 120 presos al País Vasco y permitió el regreso de más de 300 personas exiliadas, de modo que cuando se produjo el encuentro de los enviados del Estado español con representantes de ETA, el gobierno de Aznar había hecho bastantes entregas a cuenta de los hipotéticos resultados de la negociación, que finalmente fracasó.

El 19 de mayo de 1999, ocho meses después de declarada la tregua, una delegación del Gobierno se entrevistó con Mikel Albizu y Belén González. No hubo más tratos y no fue por voluntad del Gobierno, según opinión de Aznar (10/9/1999): “Si no se producen contactos es porque ETA no quiere. No hay ninguna otra razón”.

La ruptura de la tregua por ETA llevó al PP a ensayar otra política contra el terrorismo, favorecida por la mayoría absoluta en las elecciones generales del año 2000 y por las consecuencias políticas, jurídicas y policiales de los atentados del 11 de septiembre de 2001, en Estados Unidos. 

Durante los mandatos de Aznar se produjeron 311 excarcelaciones de etarras, de las cuales 64 correspondieron a terroristas condenados a penas superiores a 20 años de cárcel, algunas superiores a los 200 años. Un caso muy significativo fue el de Iñaki Bilbao, excarcelado en septiembre del año 2000, que, en marzo de 2001, asesinó al concejal socialista Juan Priede. Arrepentido no estaba. 

Acebes y Rajoy, dos voces del PP contra el diálogo con ETA y la excarcelación de presos etarras, eran entonces ministros de Justicia y de Interior y algo debían saber de estas idas y venidas. Y debemos hablar de Fraga, aunque sólo sea para saciar la necesidad de saber del buen marciano.  

Fraga, junto con otros fundadores del Partido Popular, el primigenio PP, fue ministro de Información y Turismo entre 1962 y 1969, y de Gobernación en 1975 y 1976. Fue ministro de la dictadura, eso no es cualquier cosa, y estuvo presente en los consejos de ministros que autorizaron el fusilamiento del comunista Julián Grimau y el agarrotamiento de los anarquistas Granados y Delgado en 1963, y declararon varios estados de excepción ante las movilizaciones de estudiantes y trabajadores. 

Como ministro de Gobernación fue el último responsable de los sucesos de Vitoria, en marzo de 1976, donde el desalojo por la policía de los trabajadores que estaban encerrados en una iglesia provocó la muerte de cinco de ellos y heridas a casi un centenar. Pero, asentado el régimen democrático, los cargos públicos que ha ostentado Fraga a lo largo de muchos años han estado respaldados por la misma legalidad que la de los diputados de Bildu y de ERC. 

El joven Casado, con su máster regalado, desconoce estos pormenores de la historia reciente del país que, por ahora vanamente, pretende gobernar. Si los tuviera en cuenta, seguramente, como el caballero español que, se me figura, cree ser, imitaría el generoso gesto de un caballero francés, de apellido catalán -Manuel Valls-, y le brindaría a Pedro Sánchez el número de votos necesario para aprobar los Presupuestos prescindiendo de tan molesta compañía.

No lo haría por Sánchez, ni por el PSOE, ni por el vicepresidente bolivariano, sino por un gesto de sublime patriotismo para evitar que España se despeñe por donde él y otros como él vaticinan; por patriotismo y coherencia. Y es que no conviene olvidar la historia cuando se tiene tan cerca. Lo digo sin acritud, sólo con la esperanza de que se enteren en Marte.

 

domingo, 15 de noviembre de 2020

Entrevista (2)

 2ª Parte. Involuciones burguesas.

P. En algún sitio he leído que el siglo XXI corre el peligro de pasar a la Historia como el siglo de las revoluciones burguesas contra toda idea de progreso (véase el caso del “procés”, impulsado por la burguesía catalana) ¿Cree que será así?

Queda mucho siglo por delante. De momento más que revoluciones burguesas, que en cierto modo corresponden a otra etapa, lo que percibo son involuciones burguesas; una especie de rebelión de los ricos en fuertes corrientes contrarias al régimen democrático, al progreso y a los valores de la Ilustración; corrientes regresivas, más aún, irracionalistas, emocionalistas en la derecha extrema, parafascista, y en la derecha populista, incluso en ciertas izquierdas. Cunde el pensamiento mágico y parece que mucha gente ha desterrado, por funesta, la manía de pensar, y eso es un peligro. Lo advertía Lukács en “El asalto a la razón”: el irracionalismo es la antesala del fascismo y el nazismo.

P. ¿Las clases trabajadoras han desaparecido como sujeto histórico o el problema es que hoy no tienen quien las ilustre y organice? ¿Por qué hay tanto imbécil explotado y precarizado que en las encuestas se define como “clase media”?

¡Menudos temas, plantea usted, dan para una conferencia! Veamos: cada año que pasa el reparto de la riqueza existente es más desigual; la riqueza del mundo se acumula en menos manos, y desde luego de España, donde el año pasado el número de millonarios aumentó el 5%, los ejecutivos del Ibex ganaron 79 veces más que sus empleados y los consejeros de las empresas cotizadas ganaron 3.150 millones de euros, el doble que antes de la crisis. Los ricos salen enriquecidos de las sucesivas crisis, la clase media se reduce -tres millones de personas dejaron de pertenecer a ella en la última crisis financiera- y las clases populares, en las que se ceba la pandemia, se deshacen en flecos. Basta con mirar los informes sobre salarios del Ministerio de Trabajo, la desigual carga fiscal y los informes de Cáritas o la Cruz Roja sobre pobreza y desigualdad para comprobar que los ricos llevan la iniciativa en esta expropiación de la riqueza producida socialmente, y que van ganando, como indican las listas de millonarios de la revista “Forbes”. Por tanto, la lucha de clases existe; persiste porque hay una clase, una colectividad estable de personas con intereses comunes, que lucha por ellos frente a la pasividad, impotencia o resignación con que otros grupos sociales soportan el expolio. El creciente abismo entre rentas señala quien manda.

Las clases trabajadoras no han desaparecido, pero se han transformado por evolución del capitalismo. La antigua y numerosa clase obrera de la etapa del desarrollo industrial, concentrada en grandes fábricas, en minas o polígonos industriales, en parte, ha desaparecido. La reconversión industrial y el traslado de las fábricas a otros países han puesto fin a una etapa de la economía. El trabajo no cualificado se ha diversificado y el mercado laboral se ha escindido en situaciones y categorías y, por tanto, en metas distintas, que para unos es ganar más, para otros trabajar menos, para terceros trabajar algunos días o algunas horas, para aquellos tener un contrato y no cobrar “en negro”, obtener el subsidio de paro o la renta mínima de inserción, evitar el cierre de una empresa o su traslado a otro lugar. Y de eso dependen las condiciones de vida. Las medidas contra la crisis han introducido el empleo precario y reforzado el paro estructural, y con ello aparece el trabajador intermitente, a ratos empleado y a ratos parado, siempre buscando y cambiando de empleo para sobrevivir. Siendo trabajador a ratos no se pueden hacer planes de vida, pero tampoco establecer relaciones laborales estables, ni organizar la resistencia a los planes patronales, afiliarse a sindicatos o plantear la acción colectiva como una necesidad defensiva de una clase con objetivos políticos comunes opuestos a los de la clase social representada por los empresarios.

En este aspecto, la reforma laboral de Rajoy fue una medida económica, pero además una victoria política de la burguesía española sobre los trabajadores, para obligarles a aceptar las humillantes condiciones laborales que impone el capital o caer en la marginación. La clase trabajadora parece invisible, pero no ha desaparecido, simplemente ha perdido poder.

viernes, 13 de noviembre de 2020

Entrevista en El Obrero.es (1)

Hace unos días, el amigo Joaquim Pisa tuvo la idea de hacerme una entrevista para publicarla en “El obrero.es”. Me dejó sorprendido cuando lo propuso, pero gustosamente acepté la gentileza. Aparecerá este fin de semana en el susodicho digital, aunque, por su dimensión, he decidido trocearla para FB según los temas planteados, algunos de órdago. Las preguntas son inteligentes; en lo que hace a las respuestas, ustedes juzgarán.

1ª Parte. El “procés”

ENTREVISTA A JOSÉ MANUEL ROCA, AGITADOR POLÍTICO Y CULTURAL

José Manuel Roca nació en Barcelona hace ya unos cuantos años, vástago de una familia catalana con más pedigree local que la mayoría de las que han alumbrado dirigentes independentistas actuales. Cuando era muy niño su familia se estableció en Madrid, ciudad en la que se educó y ha residido desde entonces. Profesor universitario ya retirado, experto en comunicación política, opinión pública y cinematografía, durante la dictadura y la Transición hizo armas contra el franquismo escribiendo panfletos anónimos y artículos en las revistas de pensamiento de izquierdas. Hoy sigue colaborando asiduamente con cabeceras míticas en papel como El Viejo Topo y Transversales, y otras nuevas, electrónicas, como este El Obrero. Es autor de una decena de libros en solitario y otros tantos en colaboración, con títulos tan sugerentes como La oxidada transición, El proyecto radical. Auge y declive de la izquierda revolucionaria en España (1964-1992), Nación negra. Poder Negro o La reacción conservadora, entre otros.

P. Resuma en una sola frase su experiencia vital en el presunto “rompeolas de las Españas”.

Es difícil hacerlo en una sola frase. Si nos referimos a hoy, diría que, tras un cuarto de siglo de gobiernos de la derecha, en Madrid estamos bajo una oleada de españolismo rancio, que encubre el expolio de lo público; en otras palabras: enarbolando la bandera del Estado se tapa la incompetencia, la privatización y la corrupción de un partido político. En ese aspecto, soy un ciudadano cabreado -empipat- en el rompeolas.

P. Siendo usted de origen catalán, ha vivido casi toda su vida en Madrid. ¿Se siente transterrado o le traen al pairo las cosas de la identidad?

Al principio, sí noté el cambio. Añoraba mucho Barcelona y lo que allí dejaba. Respecto a la identidad como catalán o castellano, no me preocupa, porque he procurado adaptarme; no me parece que los valores morales y culturales catalanes sean mejores que los castellanos; distintos en algún aspecto, pero no mejores. Salvo por el apelativo “los catalanes” con que era conocida mi familia en el barrio, nunca me he sentido señalado ni marginado por parte de nadie. Al contrario, he tenido amigos, compañeros de estudios y trabajo, colegas, con los que el lugar de origen y la cuestión identitaria como ahora está planteada nunca han influido en la relación; simplemente, no han existido; ha habido diferencias políticas o ideológicas, pero no derivadas del lugar de nacimiento. Por otra parte, a lo largo de la vida recibimos muchas influencias culturales y prefiero pensar que nos vamos haciendo con el paso de los años, adoptando unas cosas y rechazando otras, y que la vida nos cambia a nuestro pesar, antes que creer que venimos a este mundo hechos de una pieza inmutable, salidos del molde de la tradición de una nación, que por ser la nuestra es mejor que las demás. Una de las primeras lecciones a aprender como personas y ciudadanos es saber que llegamos a este mundo sin haberlo pedido y que hemos sido dejados en cualquier lugar; no elegimos ni el país ni el momento de empezar a vivir. A partir de ahí, comienza nuestra vida, que oscila entre lo recibido y lo apetecido.   

P. ¿Los problemas de Catalunya empequeñecen cuando se ven desde lejos?

Sí, claro. Como los problemas de Amer se ven pequeños desde la plaza de Sant Jaume. El poder es panóptico, mira a su alrededor para ver hasta dónde puede llegar su influencia. Madrid es el centro geográfico de la península y facilita esa mirada circular sobre el país, que relativiza las peculiaridades. Muchas veces, desde la periferia, esa mirada desde el centro se interpreta como desdén o incluso algo peor. Que no digo que no exista, pero también esa mirada desde un centro real o hipotético se percibe en Cataluña o en el País Vasco, por poner dos ejemplos de construcción nacional con cierto afán imperial, anexionista de territorios circundantes en Francia, Navarra, Aragón, Baleares o Valencia. 

P. Dos millones de personas en la calle no son ninguna tontería. ¿Por qué entonces fracasó el “procés” catalán?

Sí, es mucha gente. Pero, desde las manifestaciones oceánicas de Herr Adolf hay que relativizar las cifras y fijarse más en los fines políticos que en los apoyos. Visto desde aquí, el “procés” iba bien. El adoctrinamiento nacionalista de la población desde la infancia, el control de medios de comunicación que forman el poderoso aparato de propaganda de la secesión, la ocupación de los lugares estratégicos del poder académico, artístico, cultural o deportivo y, desde luego, de las instituciones políticas -de un modo u otro, los nacionalistas gobiernan desde 1980-, todo eso funcionaba bien para los intereses de los que, con paciencia, querían la independencia. Contaban, además, con la anuencia de las viejas izquierdas y con el apoyo explícito de las nuevas, con la pasividad del Estado, incapaz de neutralizar la corriente secesionista en décadas, con un poder arbitral concedido por el sistema electoral y, finalmente, con la inanidad del Gobierno de Rajoy, que dejaba avanzar “el procés”.

Pero la prisa, las razones de la prisa son otro tema, el acelerón de los últimos cinco años, el atropello de los procedimientos democráticos, la exasperación del discurso, la actuación intimidatoria de los grupos radicales, etc, han contribuido a su fracaso social y a romper incluso el partido que lo promovió. La gestión de clase y la corrupción ligada a la privatización de bienes públicos han sido otras razones de su fracaso, así como la división de los partidos nacionalistas. Y aquí aparece un factor fundamental: la falta de un verdadero dirigente, de una persona con carisma, convencimiento y voluntad. Esto no ha existido; en el “procés” ha habido muchos dirigentes, pero mediocres, medianías, algunos francamente impresentables, que, tras el fracaso y cuando llegó la hora de rendir cuentas, han mostrado la madera de que estaban hechos, que era serrín. Ninguno ha asumido su papel en los hechos; han escurrido el bulto, han huido o negado su intención buscando disculpas infantiles -íbamos de farol, era una declaración simbólica, etc- para eludir su responsabilidad.       

P. ¿Debemos perder la esperanza de que algún día la mitad de los catalanes llegue a entender y a respetar a la otra mitad, y viceversa?

Se pierde la esperanza cuando nada se hace para cambiar el estado de las cosas.

lunes, 9 de noviembre de 2020

América, sola y partida

“Volver a hacer grande América” fue el lema de la campaña electoral que llevó a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos y que ha orientado, según él, las decisiones de su mandato. Lo cual supone admitir el paulatino declive del imperio americano en un mundo que se ha vuelto multipolar, pero este retorno al pasado -que ya intentó Reagan (el lema electoral es suyo) con la desregulación económica, el impulso al capitalismo financiero y algunas pequeñas y teatrales aventuras militares contra nimios adversarios- implica no sólo el crecimiento de Estados Unidos mediante una selectiva política arancelaria, sino establecer un orden mundial adecuado a tal propósito, lo cual exige deshacer el orden mundial existente, ya bastante maltrecho. América, es decir, Estados Unidos, sólo puede volver a ser grande como nación, si el resto del mundo se hace pequeño y se acopla a su renovado sueño imperial. Justo lo contrario de lo que hizo F. D. Roosevelt, al proponer la fundación de la ONU para limitar las apetencias de los países más poderosos.    

“América primero”, viene a ser “América manda otra vez” sin discusión. Con ello Trump recupera la intención de que el siglo XX fuera el siglo americano y que, tras la II Guerra Mundial, Estados Unidos sería la nación hegemónica. No pudo ser, porque la URSS forzó una hegemonía compartida en un orden mundial bipolar.

El sueño volvió tras la caída del muro de Berlín, en 1989, y la disolución de la URSS, en 1991, con la primera guerra del Golfo Pérsico, cuando Bush, padre, señaló, en 1992, el nacimiento de un nuevo orden mundial para el siglo XXI, seguido por su hijo, esbozado en el Proyecto para el Nuevo Siglo Americano, que señalaba la prioridad de la política de defensa y abogaba por la seguridad mundial fundada en una “pax americana”.

Los demócratas, menos doctrinarios, percibieron la situación con más realismo y, si, ante la existencia de otras grandes naciones, Estados Unidos ya no podía ser el árbitro del mundo, la nación hegemónica, seguiría siendo una nación imprescindible, según definición de Madeleine Albright, secretaria de Estado con Bill Clinton, en un orden inevitablemente multipolar. En función de esta idea, Obama organizó ciertas retiradas militares y suscribió una serie de acuerdos internacionales, que han sido sistemáticamente abolidos por Trump, de modo, que, de su mano, Estados Unidos puede pasar con facilidad de ser la nación imprescindible para el equilibrio mundial, a ser la nación aborrecible que lo ponga en peligro, cuando más necesario es el acuerdo entre gobiernos ante la magnitud de problemas que exigen soluciones a escala planetaria.

Con su experiencia de empresario inmobiliario que ha conocido varias quiebras, al llegar a la Casa Blanca aseguró que iba a dirigir la nación como si fuera una empresa, pero se olvidó de aclarar que lo haría como si fuera su propia empresa, porque Trump no es un empresario corriente, sino un especulador a corto plazo, que mira lo que sucede a su alrededor como un ave rapaz, buscando la inversión que reporte rentabilidad inmediata; es un depredador constante, un oportunista con aires de matón y trucos de charlatán, que luego justifica sus decisiones a golpe de “tuit”. En ello no existe otra lógica que el oportunismo; lo que prevalece es el instante, la decisión del momento y el beneficio inmediato, sin sopesar los efectos a medio o largo plazo; es un táctico, no un estratega. A esa actitud ha sumado sus obsesiones y la insana aversión a los demócratas, particularmente, a Barack Obama.

La guía de su mandato ha sido hacer cenizas los resultados de las legislaturas de Obama, retirándose o reformulando los compromisos contraídos, como el NAFTA con Méjico y Canadá, el Acuerdo Transpacífico, el Acuerdo de París sobre el clima, el Acuerdo Nuclear con Irán, la Organización Mundial de la Salud o la Organización Mundial del Comercio, con el objetivo de deshacer acuerdos antiguos y compromisos colectivos o a varias bandas, para establecer pactos bilaterales con otros países, donde el peso político, económico y militar de Estados Unidos permita imponer las condiciones. Así ha acentuado la tensión con China, con Corea del Norte, con Méjico, con Irán o con la Unión Europea y en la propia OTAN, pero luego le gustan los gobernantes duros y autoritarios, como el coreano Kim Jong-un, Netanyahu, el árabe Ibn Salmán, el filipino Duterte, Bolsonaro, Boris Johnson, Erdogan, el polaco Kaczynski, el húngaro Orbán y el nuevo zar de Rusia, Vladimir Putin. Y trata mal a sus leales aliados de la Unión Europea. Parece como si la consigna “América, primero”, recitada continuamente, persiguiera aislar Estados Unidos respecto al resto del mundo, como lo está él en el Gobierno, con la desconfianza como norma, pues nadie está a la altura de su personalidad narcisista, ni nadie sabe tanto como él de cada asunto -la CIA no sabe, el FBI no sabe, los generales son unos gallinas-. Tres decenas de personas depuestas de sus altos cargos en la Administración dan cuenta de la intransigencia y del aislamiento en que vive, sólo asistido por su familia y por colaboradores incondicionales.

En el orden interior, también se han dejado ver sus intenciones de clase y sus obsesiones de sexo y de raza. Ha hecho gala de machismo, su xenofobia ha dictado su política migratoria y su racismo latente contra Obama, cuando solicitó que mostrase su partida de nacimiento, se ha vuelto militante durante estos años al atizar el enfrentamiento racial y ponerse de parte de los supremacistas blancos ante los casos en que la brutalidad de la policía que provocado víctimas mortales entre la población de color. Su mandato ha quedado retratado en la muerte de George Floyd por asfixia y en cómo animó después a los racistas blancos, a los que ha embellecido con el apelativo de “muchachos orgullosos”.  

Alardeando de un patriotismo impostado, pues él no ha servido en nada a su país, ni en el ejército ni en organizaciones de paz, sino al contrario, su patriotismo ha consistido en servirse de su país para su propio beneficio, ha promovido un nacionalismo exacerbado, blanco, intransigente y machista. En otro orden de cosas, no ha dudado en bajar los impuestos a los más ricos y en tratar de abolir la reforma sanitaria de Obama, que protege a los más pobres.

Deja un país dividido por la desigualdad de oportunidades y las abismales diferencias de renta que no dejan de crecer, por las tensiones entre residentes y emigrantes, entre hombres y mujeres, estas en un movimiento pujante, que reclama igualdad de derechos, y sobre el fondo omnipresente del problema racial, que el país arrastra desde su fundación.  

Por la importancia de Estados Unidos, su mandato ha contribuido a agravar y a posponer la solución de problemas urgentes de este mundo y a que millones de personas vivan peor, empezando por sus compatriotas más desfavorecidos por la suerte. Su herencia es funesta, por lo que sería deseable que saliera despedido de la Casa Blanca -“Fired!”-, y se recluyera en su torre de Manhattan por una larga temporada.

2 de noviembre, 2020.

El dibujo es de mi hermano Antonio



lunes, 2 de noviembre de 2020

007

Dicen que ha muerto Sean Connery. No me lo creo. Que era viejo, ¿y eso que importa? James Bond, agente 007 con licencia para matar, no puede morir así como así. Dicen que falleció tranquilo, dormido. No puede ser. De haber muerto lo hubiera hecho luchando, defendiéndose de algún agente de Spectra o de un esbirro del Doctor No.

Connery, aún con películas de desigual calidad, fue el mejor intérprete del agente de su majestad británica. Ha habido otros intérpretes de Bond, James Bond, como George Lazenby, Roger Moore, Pierce Brosnan o Daniel Craig, algunos muy buenos, pero pienso que Connery era el que mejor se adaptaba al personaje de Ian Flemming, siempre rodeado de bellas mujeres, letales algunas de ellas, y con un martini seco, agitado no revuelto, en la mano.   

El primer recuerdo que tengo de él fue en el papel de Paddy Damion, en “La ciudad bajo el terror”, película de John Lemont del año 1961; al año siguiente haría el papel protagonista de “007 contra el doctor No”, la primera de las siete en que daría vida al agente secreto del MI6.

Fuera de los papeles de Bond, le recuerdo interpretando a un Robín Hood envejecido, en una rara película de Richard Lester -“Robín y Marian”- rodada en el insólito escenario inglés de unos secarrales de España, y en “Marnie, la ladrona”, un Hitchcock, donde Connery se alejaba de sus papeles en películas de acción y aventuras, como “El hombre que pudo reinar”, “El viento y el león”, “El corazón del dragón”, “La liga de los hombres extraordinarios”, “La Roca”, “La caza del Octubre Rojo” o “Los intocables”.

Tres películas diferentes entre sí, pero que recuerdo especialmente son “Odio en las entrañas” interpretando a un minero huelguista, “El nombre de la rosa”, en la que asumía el papel del cartujo detective Guillermo de Baskerville y en “Indiana Jones y la última cruzada”, donde interpretaba al padre del protagonista en la tercera entrega de la saga.

Dicen que Sean Connery ha muerto. Seguro que está detrás la pistola de oro de Scaramanga. 

 

sábado, 31 de octubre de 2020

Es Jalougüin; que la fiesta no decaiga



Estamos en tiempo de difuntos con demasiados difuntos; tiempo de aparecidos y desaparecidos de las más tristes estadísticas de bajas y contagios; tiempo de noches lúgubres (en versión del coronel José Cadalso o de Alfonso Sastre), cuando las ánimas de los muertos regresan -hay que tener muchas ganas de volver ahora- y se comunican con sus deudos vivos, cuando se abre la puerta que contiene a los espectros y a los mengues y hay contacto con el otro lado, como dicen los parapsicólogos, los amigos de lo preternatural y de los sustos y los asiduos al programa de Iker Jiménez.

Pero las fúnebres ceremonias del día de todos los Santos, que inspiraron a los escritores románticos, y los ritos familiares -la visita al cementerio, una oración, una reflexión, una añoranza o una lamparilla encendida- dedicados a las ánimas (dicen que benditas) del Purgatorio, han cedido parte de su lugar y su función al moderno, o postmoderno, Jalougüin, una fiesta de colegiales, sugerida por películas de miedo de adolescentes yanquis, introducida por el gremio de maestros para entretener a la tropa con una especie de carnaval de otoño, aderezado con abundante gore postizo del bazar chino de la esquina.

La lectura de las leyendas becquerianas del Monte de las Ánimas, del Miserere o la del organista maese Pérez, la representación del Tenorio de Zorrilla y otras obras de tipo romántico -literatura, al fin-, junto con las periclitadas meriendas con productos de la estación -castañas, panellets, buñuelos y huesos de santo- han sido reemplazadas en los colegios por fiestas con calabazas de plástico y telarañas de la casa de los horrores -también del chino- con niños y niñas, vestidos con trajes del mismo origen, para parecer brujas, fantasmas, vampiros, demonios y esqueletos de talla pequeña.

En los mayores también ha calado la insólita celebración, pues hay happenings de jóvenes góticos con intención de hacer botellón -hoy vetado-, patuleas de ojerosos adolescentes vestidos de zombis sangrientos, que parecen salidos del famoso video de Michael Jackson -Thriller-, pero sin el ritmo funky del espasmódico maestro, y gavillas de niñas endemoniadas o embrujadas y pequeños dráculas recorriendo la vecindad pidiendo truco o trato, como si fueran contratistas de obras, para hacer acopio de las chucherías cuyo precio tanto preocupaba a Rajoy. Pero este año, la cosa está más difícil por el confinamiento y lo desaconsejable del trato -y del truco- con no convivientes.

No sorprende que esta celebración, impulsada por la poderosa maquinaria de propaganda del amigo americano, tenga tanto éxito en un país que acepta fácilmente expresiones superficiales de modernidad.

Como otros productos o subproductos de la cultura anglosajona, Jalougüin ha llegado para quedarse y, despojado de su función originaria y de cualquier reflexión o intención más trascendente, se ha sumado a las ganas de fiesta que nos caracterizan, como una tregua otoñal en el trabajo; uno de los esperados cortes anuales en el calendario laboral y en las obligaciones cotidianas para hacer un alto y escapar -hoy difícil- o algo que rompa la regularidad programada y ofrezca un motivo para encontrase con familiares y amigos.

En vez de recluirnos y contar historias, como si estuviéramos en la Florencia de Boccaccio durante la peste, en el Madrid perimetralmente clausurado por la pandemia, el señor alcalde, bajito pero moderno, nos invita a salir y a consumir, a visitar bares y restaurantes para levantar la economía, sin olvidar las medidas de precaución, eso sí, porque el alcalde es muy prudente.

Pues nada, que la fiesta no decaiga: es Jalougüin. Y si aumentan los contagios, la culpa la tendrá el Gobierno.

31 de octubre de 2020