Si hay un signo que expresa el deterioro del régimen
democrático y la crisis política en que estamos inmersos, es el edificio del
Congreso de los Diputados custodiados por policías y rodeado de vallas
metálicas desde hace meses. Una imagen que refleja una situación de excepción,
que podría ser adecuada para una dictadura asiática o para una latinoamericana
república bananera, pero que, en este momento, en España carece de
justificación.
El aspecto
exterior de la cámara baja, protegida -¿de quién?- por un área de seguridad
conseguida a expensas de la circulación en las calles adyacentes, se
corresponde con lo que ocurre en el interior, que es la deriva autoritaria del
Gobierno, la impotencia de los partidos de la oposición ante el diluvio de recortes
en materia social y el aislamiento de la clase política. La mayoría absoluta
del Partido Popular ha viciado la misión de la cámara, que es legislar y
controlar la labor del Gobierno, y ha reducido sus funciones a ratificar los
decretos del Consejo de ministros, situación que, por el fondo y por la forma,
recuerda los usos de la democracia orgánica en las Cortes franquistas, donde
dóciles procuradores ratificaban con aplausos las infalibles decisiones del
Caudillo.
Con el
Senado inoperante y el Congreso convertido en cámara de resonancia de la
Moncloa, el Ejecutivo ha usurpado las funciones del poder legislativo y ha
vaciado a la cámara de su contenido esencial; nunca fue un fiel reflejo de la
opinión ciudadana, pero ahora es un simulacro; el escenario donde se exhibe una
representación teatral, en la que una férrea dirección no permite salirse de un
guión incuestionable. La libertad y la democracia, entendidas según el recio
estilo de FAES, han llevado al neoliberal Gobierno a prescindir de las liberales
consideraciones de John Locke sobre la división de poderes. El Congreso de los
Diputados, vacuo y rodeado de vallas y policías, es una metáfora de este
país.
Debemos
asumir, entonces, que la crisis económica ha propinado un decisivo empujón a
nuestro ajado régimen democrático y que asistimos a las exequias de lo que se
llamó el espíritu de la transición, que se manifiesta en el deterioro de
las instituciones y en la conducta poco ejemplar de la clase política. Es muy
alarmante constatar la obsolescencia y la esclerosis de las instituciones
surgidas tras el ocaso de la dictadura, cuyo funcionamiento es renqueante a los
ojos de los ciudadanos, quienes han comprobado, en primer lugar, que además de
mermar progresivamente su soberanía, desde el punto de vista práctico, no sólo
no sirven para defenderles, como trabajadores, de las embestidas de la clase
patronal sino al contrario, y como consumidores, de los cotidianos abusos de
bancos, oligopolios y grandes compañías de las que son rehenes de pago. Y en
segundo lugar, que están sometidas a mañas y deformidades derivadas de
intereses corporativos, de la lucha partidista y de la corrupción.
Desde hace tiempo la política y sus instituciones, que
en teoría representan el poder de los ciudadanos, han ido en franco retroceso
frente al poder fáctico de agentes económicos que la crisis ha vuelto aún más
poderosos. No hay que sorprenderse, pues, de la mala imagen del Congreso, del
Senado o de los parlamentos autonómicos, sometidos a presiones semejantes, ni
tampoco de las del Tribunal Supremo, del Tribunal Constitucional, del Tribunal
de Cuentas, de la Fiscalía General del Estado, del Consejo General del Poder
Judicial, de la administración central y autonómica, que han sido juguetes en
manos de los grandes partidos, en particular del Partido Popular, que las ha
manipulado sin límite ni recato. Si quienes deben más lealtad a las
instituciones se han encargado de deslegitimarlas, la mal llamada desafección
de los ciudadanos está plenamente explicada.
Si a eso
añadimos la incapacidad, como poco, del Banco de España, del Ministerio de
Hacienda y de las consejerías autonómicas homólogas, así como de los órganos
reguladores, en particular de las comisiones nacionales de la Energía, de las
Telecomunicaciones, de la Competencia o del Mercado de Valores, para incidir en
nuestro desequilibrado modelo económico, controlar el desmedido desarrollo del
sector financiero, el arriesgado aumento del crédito, el crecimiento de la
burbuja inmobiliaria o el desorbitado gasto público y privado, tendremos el
cuadro completo. Y si sumamos el descrédito del propio Gobierno, de los
partidos políticos, de la judicatura, de la Iglesia y de la monarquía, habrá
que concluir que el régimen político surgido tras la dictadura está seriamente
averiado y que la Transición está agotada en sus fuerzas, pero inconclusa en
sus metas, que eran, recordemos, instaurar una democracia avanzada y un Estado
social y democrático de Derecho, que propugnase como valores superiores la
libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, como indica la
Constitución. Pero no se han cultivado las virtudes cívicas adecuadas a tal
empeño ni se han efectuado las oportunas reformas para avanzar en tal sentido,
sino al contrario, pues claro está que hemos retrocedido respecto a aquellas
metas, y que, con un régimen “canovista” restaurado de hecho, se perciben
alarmantes intentos de volver a un pasado impresentable.
Nueva Tribuna, 4 de octubre de 2012
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