Han vuelto a la palestra política, si es que
alguna vez se fueron, los vocablos “fascismo” y “franquismo”, utilizados más
como definitivos insultos que no precisan explicación adicional, que para
facilitar el debate y el intercambio de razones.
Empleados de forma indistinta, como
sinónimos, fascismo y franquismo no son términos equiparables. Franco no era
fascista; y el fascismo antes de la guerra civil era minoritario. En las
elecciones de 1936, la Falange, que según su fundador no era fascista, no sacó
ni un escaño, y si llegó al poder fue como parte subsidiaria en un golpe de
Estado ejecutado por militares.
Fascista es un terrible epíteto, por lo que
tiene de calificación moral, pero que, salvados los años inmediatos al final de
la guerra civil, es equivocado para definir el régimen de Franco. La breve
influencia política e ideológica de la Falange, las iniciales alianzas del
Régimen y la parafernalia del partido único no eran más que un ligero barniz
moderno -sugerido por formas políticas de entonces- para encubrir que, bajo un
régimen de excepción permanente, había una esencia más rancia: su carácter
antimoderno; predemocrático, aunque el régimen hubiera nacido como una reacción
al sistema democrático.
La crisis de los valores burgueses, que hace
eclosión en los años veinte, se presenta sobre todo como crisis de dirección
política, como crisis de hegemonía en sentido gramsciano, pero adobada en el
caso español con la pujanza de valores propios de la sociedad tradicional,
producto de la histórica debilidad de la burguesía nacional.
Lo cual conforma el régimen de Franco como
netamente español; sitúa sus raíces, sus fines y motivaciones, su legitimación
y sus intereses como efecto del convulso e inconcluso proceso de modernización de
España. El franquismo es, típicamente, un fenómeno español, que responde a
problemas peculiares, y que tiene a su frente a un hombre física, moral e
ideológicamente español.
A diferencia de otros dirigentes fascistas,
Franco no representa audaces valores modernos frente a una burguesía decadente,
sino los valores de las clases altas, de la oligarquía absentista y de la
burguesía proteccionista, y las mediocres aspiraciones de la clase media y
media baja de provincias -familia, orden, tradición pacata, religiosidad beata,
estricta moral y la noción de la vida y del tiempo propia del ámbito rural- y
su temor al desorden, al laicismo, a la libertad y al conflicto social
asociados a los aires modernizantes que llegan de las urbes industriales y
sobre todo del extranjero.
Franco encarna
la prevención del antiguo régimen ante dos de las consecuencias de la
modernidad: el sistema político representativo, es decir, el miedo al sufragio
universal, y el pánico de las clases altas al movimiento obrero -efecto
inevitable de la industrialización-, al que no son capaces de atraer ni de
integrar, sino sólo desoír sus justificadas demandas y reprimir las expresiones
de su indignación.
Estas viejas
aspiraciones hallan el momento propicio para manifestarse en la crisis de
dirección política de la burguesía liberal, que marca el ocaso de la
Restauración y se agudiza en la II República, pero en su forma de plantearse
-un golpe militar- y en los apoyos recibidos se aprecia una considerable
distancia con respecto a cómo resuelven el problema los verdaderos fascistas.
Si afirmamos
que la entrada y el protagonismo de las masas laboriosas en el escenario social
es uno de los elementos característicos de la modernidad, el miedo a las masas
es uno de los rasgos que muestran el carácter premoderno del franquismo y lo
distinguen de los dos modelos clásicos de fascismo -alemán e italiano-.
Mientras que éstos aceptan la entrada en la historia de ese nuevo sujeto
colectivo -oceánico, según la expresión fascista- y utilizan la movilización de
las masas para llegar al poder, el franquismo, heredero del miedo a las masas,
toma el poder precisamente para someter a unas masas que habían sido ganadas
mayoritariamente por los sindicatos y representaban una amenaza para las clases
que tradicionalmente habían detentado el poder político y la hegemonía política
y cultural.
Mientras el fascismo utiliza el carisma del
jefe para movilizar a las masas y dirigirlas hacia la conquista del Estado,
Franco -bajo de estatura, gordo y con voz atiplada-, carece de carisma, y lo
que podía parecérsele es posterior a la toma del poder y construido por la propaganda para movilizar,
ocasionalmente, a sus adeptos.
Las concentraciones de apoyo a Franco y la
difusión de los idealizados valores de su personalidad para suscitar su culto,
no son la continuación de su popularidad después de la toma del poder. Muy al
contrario, de haber contado con el fervor de las masas, Franco hubiera visto
dificultada su labor de conspirador cuartelero. Su triunfo no es el de un
tribuno de la plebe, sino el del estratega militar al servicio de las clases
altas, en una guerra que expresa de forma aguda la lucha de clases.
De la misma manera, para el fascismo las
masas son el vehículo para desatar la tensión social, para buscar el peligro
-"vivir peligrosamente"- y hacer la guerra como prueba de los pueblos
-"como higiene social", según Marinetti-, en tanto que Franco no
precisa de las masas porque su objetivo es el contrario: disciplinarlas para
volver al orden de la sociedad estamental.
La idea fundamental de Franco es congelar las
relaciones sociales; nada de clases en pugna ni de conflictos sociales, sino
colaboración entre estamentos en el Estado corporativo (familia, municipio,
sindicato), configurando una sociedad piramidal y jerárquica, según criterios
militares y religiosos.
El fascismo y algunos de sus cultos -la
velocidad, la máquina, el futuro, la técnica, la electricidad, la fábrica, la violencia,
la ciudad- son demasiado modernos para Franco, que tiene una concepción tomista
de la sociedad -aunque según parece no había leído a Santo Tomás-, en la que
cada cual debe buscar la perfección en el lugar que le corresponde, según el
rango que la Providencia haya querido darle.
Su concepción de la política como servicio, influida
por una interpretación militar, y justificación de su propio poder como leal
sirviente de la patria (sin entregarse ni
al relevo ni al descanso), contiene la noción de que la perfección es
mantenerse en el lugar social que a cada uno le corresponde, como un servicio
al todo, a la patria. Pero además había otro rasgo que distinguía al franquismo
del fascismo. El de Franco era un poder con vocación total, porque aspiraba a
gobernarlo todo, incluso el rincón más íntimo de cada persona. No sólo por la
cantidad y calidad del poder que detentaba, sino porque la estructura del
propio régimen estaba pensada para prohibir, según una acertada definición de
Ionesco, todo aquello que no fuera obligatorio.
Además del gran poder que concentraba en sus
manos, que emparejaba la figura de Franco con la de otros dictadores, había
algo que distinguía su régimen de los demás. Gobernar cuerpos, ganar
voluntades, doblegar resistencias fueron metas de Hitler y Mussolini, pero
Franco aspiraba a más: su intención era gobernar almas.
Su proyecto de regenerar España mirando al
pasado, buscando legitimar su poder con personajes
de la reconquista y el imperio, aspiraba a una reorientación total de la sociedad,
para sacar a España de la decadencia a donde la habían conducido los malos
políticos que habían tratado de modernizarla.
Su autoproclamada condición de caudillo se amparaba
en una legitimidad superior a la de cualquier poder terrenal, que era la gracia
de Dios. Detrás estaba la visión de una España piadosa y guerrera, librando una
sucesión de batallas contra los seculares enemigos del solar patrio y de la
verdadera religión. La Cruzada, en que convirtió la guerra civil, era la
continuación de otras, en las que el brazo armado del Estado había servido a la
Iglesia.
Franco restableció la vieja alianza medieval
de la espada y el altar, con el Estado confesional y el Concordato con el
Vaticano. Así, la Iglesia iluminaba de nuevo al gobernante y éste defendía -y
concedía prebendas- a la Iglesia. De nuevo, unidas política y religión, la
dimensión pública y la privada del ciudadano, dirigidas por la alianza del poder
terrenal y el celestial. Si el hombre era portador de valores eternos, tales
valores debían ser dirigidos por el poder del Estado, para que no se
descarriaran ni después de la muerte.
https://elobrero.es/opinion/item/21339-franquismo-fascismo.html