A propósito del "cierre" de Página Abierta, acompaño un artículo que escribí para un suplemento que la revista dedicó a la Transición (P. A. nº 57, enero 1996, pp. 18-21).
El aluvión informativo
-verdadero ruido para
el que deseaba escuchar otra cosa- que ha rodeado el vigésimo aniversario de la
muerte de Franco, y por ende, del inicio de la transición política, ha vuelto a
mostrar, una vez más, que el uso social del tiempo y lo que debe ser recordado
lo marca la clase o fracción dominante. Artículos en diarios y revistas, fascículos
coleccionables, entrevistas, programas de radio y televisión, series, tertulias,
una auténtica explosión editorial y dos
congresos sobre el tema -uno en Madrid y otro en Roma- han indicado a quien se
haya acercado a un medio de comunicación o al escaparate de una librería que ha
llegado, de nuevo, la hora de recordar lo que no debe olvidarse.
La ocasión, con el Gobierno
del PSOE acosado por la crisis y los casos de corrupción y unas elecciones
anticipadas a tres meses vista, ha sido verdaderamente propicia para rememorar
el proceso fundacional de este régimen, añorar la perdida inocencia de la etapa
infantil del Estado de derecho y oponer el acuerdo en favor de los objetivos
generales del Estado -aquel mitificado consenso- al cinismo del actual
Gobierno, encastillado en la defensa a ultranza de unos intereses que no son
los de la ciudadanía.
Sin embargo, esta fiebre
retrospectiva ha servido también para revisar el discurso vigente sobre la
transición y tratar de hacer virar un poco más hacia estribor el rumbo de
nuestra historia reciente.
1. A la derecha, el ruido
La falta de presión -social e
intelectual- desde la izquierda, la actitud desfalleciente del PSOE y el
envalentonamiento de la derecha política han permitido que desde diversos
puntos haya aparecido un discurso que corrige la versión socialdemócrata de la
transición con la que el PSOE -el gran ausente de la lucha antifranquista-
legitimó su llegada al poder. Este discurso, satirizado por algunos autores
como "la pizarra de Suresnes", vinculaba la victoria electoral
de 1982 a la corrección de un análisis político que había previsto, mejor que
nadie, el desenlace que habría de tener el régimen franquista poco tiempo
después. El propio Alfonso Guerra lo
expresaba así: En los primeros años 70, la dirección del PSOE diseñó una
estrategia de <salida del franquismo>, en la que se preveían las líneas
generales del proceso que habría de desembocar en la instauración de la
democracia. Aunque tal vez parezca pretencioso, lo cierto es que los sucesivos
escenarios previstos en aquella estrategia se ajustaron con bastante exactitud
al desarrollo real de la transición.
Según este discurso, hilvanado
al rescoldo de la transición, de la cual se consideraba su último y lógico
capítulo, la victoria electoral socialista de 1982 fue consecuencia de dos
factores. Por un lado, del papel desempeñado por el PSOE en la lucha contra la
dictadura y, por otro, de la latente oposición social al régimen de Franco. Una
vez muerto éste, cuando las circunstancias lo hicieron posible, el pueblo
recuperó su memoria histórica y entregó mayoritariamente su voto a quien mejor
la representaba.
Pero hoy, pasada la euforia
del "cambio", desvelada la verdadera dimensión de una reforma
que iba a dejar a España "que no la reconocería ni la madre que la
parió" y visto a dónde llevaba la "pasada por la izquierda",
el discurso socialista sobre la transición ha perdido gas. Con el Gobierno
contra las cuerdas y algunos de sus principales ideólogos tocados por la sombra
de la corrupción o del terrorismo de Estado, el discurso sobre la transición ha
cambiado. El programa de Victoria Prego emitido por la 2ª cadena de RTVE ha
dejado en posición poco airosa al PSOE y a Felipe González, en tanto que ha
concedido especial relieve -además de al Rey, el gran protagonista de la serie-
a personas como Martín Villa, Alfonso Osorio, Utrera Molina o Colón de
Carvajal. Adolfo Suárez es otro personaje de la transición hoy rehabilitado y
sacado oportunamente a la luz por los medios de comunicación como un gran
hombre de Estado, frente a un Felipe González errático y terco.
Mientras tanto, la figura de
Franco se ha ido ablandando, los tintes más sombríos de su largo reinado se
pierden, el contenido de clase de su política está olvidado, los dramas humanos
sobre los que levantó y mantuvo su régimen hasta el final se perdonan y su
figura se humaniza (produce estupor e irritación comprobar el escaso
conocimiento que los jóvenes tienen del dictador), en tanto que, de su amplia
base social, de la extensa red de apoyos y colaboradores, estas visiones
retrospectivas conservan lo más caricaturesco -el búnker-, pero ¿y los
otros, las fracciones, las clases sociales cuyos intereses representó? Queda la
idea de que Franco estaba solo -él, su familia y la camarilla de El Pardo (la
vieja tesis de Santiago Carrillo)-; de que su poder no precisaba del soporte de
una clase; de que su régimen no representaba intereses y aspiraciones socialmente
más amplios. Y, por otro lado, sus indecisiones y su estrechez de miras se
presentan como aciertos de un gran estadista -su figura se agiganta con la
historia, dijo en su día Cambio 16- y parece como si todo lo que ha
venido después de su muerte estuviera ya contenido en su obra, como si lo que
hubiera dejado "atado y bien atado" fuera un sistema
democrático (que aborrecía y contra el que se levantó en armas) limitado e
imperfecto y no la prolongación de su régimen.
Así, este discurso no
contempla el franquismo como un régimen totalitario, propio de la brutal
reacción de las viejas clases dominantes ante las incipientes reformas de la II
República y las apremiantes demandas de las clases trabajadoras, sino como un
régimen predemocrático, que, pese a todo, contenía en sí mismo el germen de la
modernización política, puesto que ya había abordado la modernización económica
y social, cuya mejor expresión era la aparición de una clase media, que nos
asemejaba a los países neocapitalistas del entorno europeo. Con ello, este
discurso busca la continuidad con el pasado, y la pequeña fisura que fue la Transición,
en lo que tuvo de limitada movilización social, de efímero y localizado
protagonismo de las gentes subalternas, tiende a rellenarse con el hilo de la
continuidad legal, del acuerdo entre la vieja élite autoritaria y la nueva
élite democrática, de la pactada sustitución de legitimidades y con el funcionamiento
ordinario de las instituciones del Estado, con el que no hubo ruptura. Es más,
destaca el papel prodemocrático que se asigna a las Cortes de la última
legislatura franquista, la serenidad del ejército ante la reforma mientras era
atacado por el terrorismo de ETA, la colaboración de la Iglesia en la
reconciliación y la función oscura pero decisiva de algunos grandes hombres del
franquismo laborando en la sombra a favor del cambio democrático.
En este precocinado discurso
cuesta reconocer lo que fueron los últimos años de la dictadura, pues parece
como si la muerte de Franco hubiera dejado, por fin, el paso libre a unas
fuerzas democráticas contenidas a duras penas en los aparatos de su propio
régimen.
2. A la izquierda, el silencio
Frente a la frondosidad
informativa generada por el discurso conservador (del orden entonces
instaurado) sobre la Transición, destaca el silencio desde la izquierda. Ni
siquiera en estas fechas el PCE ha dicho algo distinto sobre aquella interesada
colaboración en la que puso tanto y de la que recibió tan poco, aunque se
perciben voces interiores que pueden ir en tal sentido. Si bien es cierto que
los medios de comunicación de masas han servido de vehículo a la interpretación
dominante y, en general y salvo pequeñas parcelas, han rechazado otros
discursos -además de soporte, los media son elaboradores del discurso
dominante; intelectuales casi orgánicos-, también lo es que, salvo honrosas
excepciones (algunas publicaciones de escasa circulación y en fugaces
apariciones en los grandes medios -columnas de opinión- y alguna obra
sobre el tema), en lo tocante a un discurso medianamente crítico con la Transición
el panorama es más bien desolador. Pero esta carencia viene de lejos, porque,
en líneas generales, los grupos políticos que en su día formaron el ala
izquierda del comunismo y adoptaron las posiciones críticas más acerbas con el
rumbo del posfranquismo no dejaron otros análisis sobre la Transición que
aquellos que fueron haciendo al hilo de unos acontecimientos sobre los que
pretendían influir, pero, al margen de estos dictámenes políticos hechos sobre
la marcha, faltó, en la mayoría de los casos, una reflexión posterior, en buena
parte porque muchas de las organizaciones se disolvieron sin volver a
recapacitar sobre ese tema y en otros casos porque retomar un pasado cuyos
hechos habían supuesto el fracaso de la mayoría de las expectativas era
demasiado doloroso. Y así, entre la aflicción del inmediato pasado, la
confusión sobre el orden presente y el desconcierto ante el
futuro, se extendió entre la izquierda que sobrevivió al naufragio un silencio
balsámico que dura hasta hoy, pues sin negar que existen reflexiones parciales,
se echa en falta, sobre todo, una reconsideración global sobre lo que
representó la transición para aquellas organizaciones que formaron una extrema
izquierda sociológica, puesto que, por encima de las diferencias que acremente
se exhibían en la mal avenida familia radical, se compartían muchos
presupuestos teóricos y políticos.
Es curioso que después de
muerto Franco y según se extendía el ejercicio de derechos fundamentales como
la libertad de expresión, la izquierda radical fuera callando. Perdió
progresivamente la voz; parecía que todo lo hubiera dicho gritando en las
manifestaciones contra el régimen franquista o lo hubiera escrito ya en
millares de panfletos o en la prensa clandestina. Llegado el momento de pensar
en voz alta, de analizar libremente, de recapitular en conjunto venciendo el
viejo sectarismo, calló. Cada una de las organizaciones del extenso universo de
la izquierda radical había nacido para ganar, para transformar el mundo
revolucionariamente en su particular guerra de clases, parecía incapaz de
asimilar la primera derrota que fue la transición.
En líneas generales, la
izquierda radical había previsto un corte abrupto con el régimen anterior y no
fue así. Y en este país de extremos -somos o don Quijote o Sancho, pero no una
mezcla de ambos- pasó del sarampión político al desencanto y de un discurso que
pretendía tener el secreto de la evolución de las sociedades y la capacidad
para arbitrar todo tipo de soluciones pasó en muy poco tiempo al más absoluto
desconcierto y al mutismo público, cuando no al más oportuno pragmatismo.
Publicaciones no de partidos, aunque
partidarias, como Triunfo, La calle, Cuadernos para el diálogo,
Transición, El viejo topo,
El cárabo o el diario Liberación,
entre otras muchas, que podían haber ejercido de tribuna compartida,
desaparecieron cuando más prometedor parecía el momento y eran más necesarias tribunas
que facilitaran la reflexión conjunta. Se produjeron así, en el pequeño cosmos
de la extrema izquierda, diversas reacciones: desde la negación de la propia
derrota, la afirmación de la validez de los instrumentos de análisis y la
espera de la pronta recuperación del movimiento obrero, hasta la búsqueda del
impulso en nuevos agentes sociales o el retroceso hacia la subjetividad, el
lirismo, la resistencia personal, el mutismo, la autoflagelación, la amnesia
reconfortante, las fugas en diversas direcciones o intentos de retorno al
fundamentalismo, pero nada que permitiera una reflexión en conjunto sobre la
derrota común. Así, pues, mientras la crítica al régimen posfranquista desde
una posición radical de izquierda languidecía, Franco, como un personaje cada
día más lozano, regresaba una y otra vez (a los diez años de su muerte, en el
centenario de su nacimiento, con ocasión de la muerte del padre del Rey o a los
veinte años de su deceso), pero sobre los aspectos más terribles de su mandato
se corría un tupido velo. Franco, el hombre, el estadista, el caudillo, el
militar, salía de la tumba para gusto de la derecha y lucro de francófilos, con
ello la historia reciente volvía a ser la de siempre: la historia de los reyes
o de los grandes hombres y sus validos intrigando en la sombra -Torcuato
Fernández Miranda influyendo sobre el Rey y sobre Suárez, Sainz Rodríguez
haciendo lo mismo con su padre y con Franco (la tesis de Anson) y otros tantos
personajes ejerciendo entre bambalinas el celestinaje político y la tercería
democrática para bien de los ciudadanos-.
El aluvión de interesados
libros de memorias y desmemorias ha reforzado esta idea, y a tenor de lo que
cuentan, frente a la mediocridad de los gobernantes de primera fila, la
trastienda política de este país aparece poblada de grandes pensadores,
geniales estrategas y notorios estadistas que han logrado decisiones
prodigiosas de aquellas primeras e inanes figuras a las que decían servir.
Esta interpretación es la guinda del pastel del discurso que describe
la transición como un proceso de negociación entre una élite autoritaria y una
élite democrática que, renunciando ambas a cuotas sustanciales de su programa,
consiguen un acuerdo que es satisfactorio para todos, lo que sucede es que en
la versión palaciega se reduce el papel de las élites civiles y se
acentúa el protagonismo del Rey y de sus consejeros. Una interpretación
extrema y paradójica de esta versión reduciría la transición a una semana: el
tiempo que transcurre entre la muerte del dictador, ocurrida el 20 de noviembre
de 1975, y la proclamación de un rey demócrata, en las Cortes franquistas, el día
27 del mismo mes.
Ambos discursos tienen en
común el haber sacado del escenario al principal protagonista de la erosión del
franquismo y aquel en cuyo nombre hablan: el pueblo o la ciudadanía, o más
exactamente, los sectores más activos de ella, sin cuya decisiva intervención
la transición es impensable, pues por mucho talante europeísta, mucha actitud
tecnocrática y mucha voluntad criptodemocrática que tuvieran los reformistas
del Régimen, si no es por el desgaste que supuso la movilización popular en el
franquismo tardío y una vez fallecido el dictador, el cambio de régimen hubiera
sido impensable.
Lo que, ante sus propios
ciudadanos y el resto del mundo occidental, convirtió al Régimen en impopular, en
grotescamente anacrónico, en sanguinariamente represivo, en revanchista e
incivil y en una supervivencia del pasado incapaz de evolucionar mientras
Franco viviera, fueron las minoritarias demandas de sectores de la cultura y
las localizadas y decisivas movilizaciones populares, que, con un elevado coste
de muertos, heridos, detenidos, encarcelados y represaliados, constituyeron el
principal factor de desgaste de la dictadura, el gran elemento deslegitimador
del franquismo y, paradójicamente, el gran ausente del proceso constituyente
del nuevo régimen.
De poco sirven los discursos
que, en un intento por adjudicar méritos por igual a la clase política y a la
ciudadanía agradecen
al pueblo, por medio de consabidas muletillas como "el pueblo español",
"el conjunto de los pueblos de España", "todos los
ciudadanos", etc, etc, su pasividad y su papel ratificante en aquel
proceso. Los obstáculos a la iniciativa popular para promover refrendos o
cambios de gobierno (la casi imposible moción de censura), el papel concedido a
los partidos políticos en la Constitución, la expresa prohibición del mandato
imperativo sobre los representantes o la ley electoral con las listas cerradas
y bloqueadas a la intervención del pueblo soberano son parte del legado de
aquel cambio, que confinó a la ciudadanía al lugar pasivo y políticamente impotente
en el que se encuentra.
Urge, pues, hacer memoria y
colocar en el recuerdo público a quienes desempeñaron oscuramente durante la
transición una labor no reconocida pero esencial, y con ello devolver a la
historia su carácter de obra colectiva, de resultado del hacer social.
3. Recuperar la memoria... y
la voz
Aunque existen fragmentos
dispersos está
pendiente de escribir la historia social de la Transición; la historia de los
grandes y pequeños movimientos sociales, de las huelgas, de las luchas de los
barrios, de las reclamaciones ciudadanas, de los medianos y pequeños
dirigentes, de las personalidades locales y de los héroes anónimos, y junto con
esta historia de la subjetividad subalterna o paralelamente a ella, falta la
historia de quienes estuvieron incardinados en tales acciones, entre los cuales
figuran las organizaciones comunistas, con el PCE, en primer lugar, y luego los
grupos que a su izquierda trataron de disputarle la dirección de los
movimientos, porque al igual que en Europa occidental, la izquierda radical
surgió en España como una doble reacción contra el capitalismo como sistema
económico y social -y su expresión política, el régimen franquista- y contra la
burocratización de su adversario, el comunismo.
Ante la inanidad
revolucionaria del PCE, que hegemonizaba la oposición al régimen de Franco, los
grupos de extrema izquierda nacieron para ofrecer un programa revolucionario a
las masas. Su gran desafío residió en concretar dichos programas y en hacerlos
verosímiles a los trabajadores y a las clases populares. Es decir, que en
origen, el problema que estas organizaciones se plantearon fue vincular un
programa, elaborado por una vanguardia intelectual, destinado a cambiar la
sociedad de manera revolucionaria, con los agentes sociales que debían realizar
dicha transformación.
Este planteamiento partía del
supuesto de que si la clase obrera hallaba dificultades para cumplir su papel
de fuerza dirigente del proceso revolucionario, se debía a que, en el mejor de
los casos, estaba influida por el reformismo del PCE y de su filial catalana,
el PSUC, y, en el peor, alienada por la ideología dominante en la sociedad
capitalista, que el franquismo políticamente representaba. Pero la prometeica
tarea asumida por la izquierda radical de llevar la llama de la revolución a
las masas obreras para que cumplieran el destino que la historia les tenía
reservado se saldó con un notorio fracaso, de ahí viene la necesidad de
reconstruir y evaluar el pasado, pues, por muy doloroso que sea este ejercicio,
en el pasado residen las claves de la situación en que se halla la izquierda en
el presente.
Aunque es cierto que se han
realizado ya evaluaciones parciales, si este ejercicio de retrospección se hace
colectivamente tanto mejor, porque se trata de analizar las causas por las que
una serie de programas políticos -no uno o varios, sino todos-, orientados
sinceramente a la drástica liberación de las masas, fracasaron de forma
estrepitosa en tanto que otros, montados sobre el más urgente de los
oportunismos para mantener el orden existente dentro de límites homologables a
países del entorno, hallaron un amplio respaldo social. El asunto es más grave
si se estima que la transición -por la concentración temporal de los
acontecimientos, por la importancia que alcanzó la política en la vida
cotidiana, por los niveles de movilización social, por su grado de
incertidumbre, por la aparición de nuevas élites políticas, por la emergencia
de nuevos agentes sociales y de la subjetividad de la población subalterna y,
en definitiva, por la importancia de lo que se dirimía- es la batalla más
importante de la moderna lucha social después de la guerra civil, y esta batalla
se salda con el fracaso de todas las propuestas que solicitan cambios profundos
en la sociedad española, incluso la oferta más moderada de las que nos ocupan,
que es la del PCE, encuentra sólo un respaldo minoritario.
Hay que reconocer que la transición
colocó a la izquierda radical ante una situación que no estaba preparada para
afrontar, pero los sujetos -individuales o sociales- deben ser medidos por los
retos que voluntariamente han aceptado. La extrema juventud de sus componentes,
la falta de experiencia política y hasta vital, el idealismo y la impaciencia
juvenil junto con elevadas dosis de sectarismo y de dogmatismo no fueron la
preparación más adecuada para lo que se avecinaba.
Podría decirse sin mucho rubor
que la muerte de Franco coge a la izquierda radical en pañales, en una etapa
infantil o, si se quiere, mágica (la revolución puede ser cierta porque está
escrito o basta con contar con los instrumentos adecuados), con escaso
conocimiento de la sociedad real y del Estado, eminentemente opaco, y en donde
prevalece la discusión doctrinal. Es una etapa eminentemente hermenéutica, en
la que se busca la solución de los problemas reales en la interpretación de los
textos considerados clásicos (¿sagrados?) y en la que se fomenta la lectura
acrítica (¿devota?) de la obra de determinados autores buscando en sus textos
las claves que conduzcan al triunfo y junto con él a la hegemonía del grupo, lo
cual genera una serie de escuelas de seguidores incondicionales que mantienen
entre sí relaciones muy sectarias. Es una etapa en la que las organizaciones
profesan una fe ciega en alcanzar los objetivos finales y donde la defensa de
unos principios, muy extensos e innegociables, conduce a posturas de gran
rigidez. Todo ello no prepara para enfrentarse a una etapa eminentemente
política, en la que se ventila, sobre todo, la cuestión de los medios (una
cuestión de madurez), donde los acontecimientos se suceden con enorme rapidez,
donde la realidad cotidiana obliga continuamente a someterse al terreno de los
hechos y donde, y esto es lo más importante, son los adversarios quienes marcan
las reglas del juego. Frente a lo cual, la izquierda radical está teóricamente
mal armada, pero posee, en cambio, un gran voluntarismo.
El fracaso del proyecto
radical, que no hay que dudar de calificarlo de colosal, no fue sólo político,
sino particularmente teórico. En líneas generales, sobraron dogmatismo y fe del
carbonero, y faltaron capacidad intelectual, originalidad, conocimiento teórico,
experiencia en la prospección de la realidad social -que es esencialmente opaca,
en particular en una dictadura- y un adecuado aparato metodológico. Es decir,
madurez.
Pero, pensando en muchos de
los que defendieron el proyecto radical, asumieron su fracaso como propio y se
abandonaron al desencanto y, sobre todo, pensando en las generaciones más
jóvenes, es posible, y necesario, hacer del pasado algo valioso y convertir una
experiencia dolorosa en una información estable y dotada de sentido, pues la
memoria o bien se codifica en un discurso y se plasma en un soporte físico o
como tradición oral acaba perdiéndose. El soporte, en una sociedad
sobreinformada, tiene que ser adecuado y asequible, porque miles de octavillas
dispersas, de boletines y revistas de escasa tirada archivados aquí y allá, o
libros ya agotados, tienen escaso valor para la función social de conocer,
interpretar, conservar y transmitir esta parte del pasado que se nos quiere
hurtar, porque "perder el pasado es perderse" escribía, no
hace mucho tiempo, Eugenio del Río en un número de Exodo, y eso es
terrible teniendo en cuenta la actitud eminentemente exploratoria del
futuro que caracteriza a la izquierda.
Todo ello plantea, a los
veinte años de la muerte de Franco, una
serie de tareas que suponen, de alguna manera, el cierre razonado de toda una
época. Labor que debiera ser abordada por protagonistas de aquellos eventos,
aunque puede haber quien piense que la izquierda sólo debe mirar hacia adelante
y que el trabajo de rata de biblioteca debe reservarse a algún anglosajón que
dentro de unos años ofrezca, en una tesis doctoral, una visión académica de lo
que pretendía y pudo hacer la izquierda radical durante la transición española.
Madrid, diciembre de 1995
Para los teóricos de la comunicación, ruido
es el mensaje que procede de una fuente indeseada. Un mensaje bien articulado
en sus códigos, es decir inteligible, puede ser ruido para el que se
esfuerza por descifrar los códigos que conforman el mensaje procedente de otra
fuente. Por lo tanto, los mensajes procedentes de varias fuentes no deseadas
aumentan el ruido. Para el lenguaje documental, ruido es la
aparición de información no solicitada, en tanto que el silencio es la
carencia o desaparición de la información deseada.
Véase, por ejemplo, el artículo de F. Tomás y
Valiente "A vueltas con la transición" (El País, 31-X-1995,
p. 11), en donde afirma: la hicimos entre todos (…), la transición
fue una sinfonía coral sin partitura, que se interpretó en un concierto sin
espectadores, porque nadie se quedó fuera del escenario... Aunque al final se ve obligado a reconocer
que si la transición fue una obra colectiva no equivale a pensar, ni por un
momento, que todos cumpliéramos el mismo papel.