No
se puede negar a los independentistas tesón en sus demandas ni ganas de enredar
en cuanto pueden. Ni capacidad para movilizar a sus adheridos, sean confesos o
vergonzantes. Y esta vez, esta semana (ya veremos lo que preparan para la siguiente),
ha sido con la celebración de la mayor feria mundial de teléfonos móviles y
comunicaciones (Mobile World Congress), que reúne en Barcelona a 2.300 empresas
de cerca de 200 países.
El
acontecimiento podría haber sido inscrito en la habitual actividad comercial de
la ciudad, como un signo de vitalidad, y acogido por las oportunidades de
empleo (ocasional y mal pagado, todo hay que decirlo) y de negocio que depara,
pero ha bastado la visita del Rey para que se encendieran todas las alarmas en
la “simbólica república” en que los independentistas creen vivir.
El
Rey de España tiene la osadía de visitar la ciudad condal, de viajar a Cataluña
(Spain, of course), a dar solemnidad en la inauguración de un evento mundial y
a despejar dudas, de paso, sobre la estabilidad institucional de Cataluña de
cara a los inversores en Cataluña, precisamente, y eso no se puede tolerar, y
los “indepes” preparan su comité de recepción al “republican style”.
Vale,
eso cabe dentro de su disparatada lógica de desafiar continuamente las
instituciones públicas, pero no cabe esperarlo en la alcaldía de
Barcelona.
Ada
Colau ha sido hasta hace poco tiempo una maestra en el arte de estar atenta a
tirios y a troyanos para moverse, como una veleta, según soplara el viento del
este o del oeste, del centro o de la periferia, pero al arreciar la tramontana,
ese fortísimo ventarrón que sopla desde Gerona, ha perdido sus dotes de
funambulista y ha caído del lado “simbólico” con gran alegría de los secesionistas
que la cuentan como una de los suyos desde que partió peras con el PSC en el
Ayuntamiento.
Colau
ha rehusado acudir a recibir al Rey y demás autoridades en el acto previo a la
inauguración del Congreso, indicando que representa a los ciudadanos de
Barcelona. Pero no es así, como autoridad más alta del municipio, representa a
todos, a independentistas y no independentistas, a monárquicos y republicanos,
reales o simbólicos, pues el Congreso no se celebra allí por decisión de Ada
Colau ni sólo de sus concejales, de sus electores (muchos de ellos contrarios a
la independencia) y de los ciudadanos favorables al “procés”.
Se
puede entender que no le guste pasar por ese trance, pero es que eso y otras
cosas no siempre agradables van con el cargo (y con el sueldo); el ejercicio de
un poder público lo mismo permite recibir un trato preferente, loas y
parabienes, y proporciona fama y honores, que obliga, también, a pasar por situaciones
que personalmente pueden no gustar.
Pero
a los suyos y a sus confluentes asociados de Podemos les ha gustado el desplante.
Para Pablo Echenique, Colau se ha comportado no como una sierva, sino como una
ciudadana del siglo XXI. Vale, colega, pero es que Colau no es una simple
ciudadana, que pueda hacer de su capa un sayo, sino que es la alcaldesa de la
segunda ciudad de España en importancia política y económica, al menos hasta que
los independentistas logren convertirla en un pueblo del Ampurdán.
Se
puede, también, entender que Colau conserve sus arrestos de cuando era una activa
militante de la Plataforma Antidesahucios y que quiera mostrar algún conato de
rebeldía -rebelde pero con causa- respecto al protocolo oficial, pero esa
independencia personal respecto a las responsabilidades del cargo en las instituciones
es más aparente que real, pues no se ha visto respaldada por otras decisiones
comprometidas, como recibir a los 700 alcaldes independentistas, que, el día 16
de septiembre del 2017, se concentraron en la plaza de Sant Jaume, a los que
saludó -“No estáis solos”-, o por recibir, el 21 de febrero, a los familiares
de los políticos independentistas que están en prisión preventiva, no por sus
ideas, sino por sus actos, que pueden ser delitos -los jueces lo dirán-; ni por
colgar en la fachada del Ayuntamiento una pancarta pidiendo libertad para los
presos políticos o por enviar a tres concejales a recibir, en mayo de 2016, a
Arnaldo Otegui -recibir al Rey era un acto de pleitesía, recibir a Otegui, ¿qué
es?-, que ofreció una conferencia en un local municipal. El Ayuntamiento podía haber cedido simplemente
el local sin significarse en la gira del dirigente abertzale a Barcelona,
arropado por la CUP, ERC y JxSí, pero Colau, como alcaldesa, implicó al Concejo
en este caso y en los anteriores. Utilizó una institución pública para los
fines de su partido.
Tampoco
ha mostrado su independencia como cargo institucional al considerar a
Puigdemont “legítimo president” de la Generalitat, pero ¿de la autonómica o de
la republicana?, ni al afirmar que Barcelona “estará al lado de cualquier
proceso soberanista”, ni al colaborar en edulcorar el sentido del referéndum de
autodeterminación del 1 de octubre, animando a la gente a acudir a votar
calificándolo de “movilización ciudadana”.
Ante
el trance de tener que recibir al Rey, Colau podría haber aceptado el protocolo
del acto con todas sus consecuencias, o podía no haber comparecido en la
recepción ni en la inauguración del Congreso, o llevando las cosas al límite,
podía haber dimitido movida por un profundo sentimiento republicano. Pero lo
que no es de recibo es presentarse después a cenar, a compartir mesa y mantel
con el Jefe del Estado, desairado un rato antes
Cualquier cosa hubiera sido
preferible, antes que mostrar que la sedicente izquierda alternativa llega mentalmente
confusa y con hambre atrasada.