Cuando,
años ha, impartía clases de “Sociología del consumo”, solía preguntar a los neófitos cuál era el motivo que les impulsaba a elegir tal asignatura, dado
que no era obligatoria, sino de las que, antes del Plan Bolonia, eran llamadas
de “libre configuración”, es decir, de las que podían admitir estudiantes de
cualquier curso o carrera.
Las
razones aducidas eran tan variopintas como el alumnado -desde la simple
curiosidad o el interés por la materia a que les venía bien por el horario-,
por lo cual, dada la diversidad del “público” asistente (bastantes alumnos de Erasmus),
solía empezar el curso en plan suave con una tormenta de ideas sobre lo que les
sugería, a bote pronto, la palabra consumo.
Las
respuestas más frecuentes eran: comprar, ir de compras, productos, tiendas,
objetos, escaparates, anuncios, grandes almacenes, hipermercados, publicidad, marketing,
tarjetas de crédito, marcas, elección, moda, lujo, imagen, mercado, elegancia, dinero,
gastar dinero, precios, descuentos, rebajas, regalos…
Un
curso tras otro, las respuestas eran similares. Yo les insistía: Sí, todo eso está bien, pero qué
más. ¿Qué es lo que falta? Y lo que, según mi criterio, faltaba, nunca
aparecía.
Después
de un rato de silencio, les preguntaba cuántos habían leído la Biblia, entera o
algunos pasajes. Caras de estupor. Pocas manos se alzaban, ya que la Biblia no
aparecía en la bibliografía recomendada, pero mostraban sorpresa cuando yo les aseguraba
que, por sus respuestas, tenían un comportamiento bíblico.
Les
recordaba entonces el pasaje del Paraíso Terrenal, del Edén, un jardín en
Oriente, donde Adán y Eva podían vivir en un lugar agradable, que les ofrecía
todo cuanto precisaran, y ellos se podían dedicar, casi en exclusiva y según el
mandato divino, a crecer y a multiplicarse (lo que planteaba problemas de otra
índole, pero en clase no se trataban).
Allí,
en aquel jardín, se cumplía el viejo anhelo humano de vivir sin trabajar, de
consumir sin producir y, además, con el premio, de responder a un mandato
divino de lo más placentero. O sea, un paraíso. Pero la cosa se torció, ahí ya
recordaban la serpiente, la manzana (Apple) y la condena a vivir trabajando, a
ganar el pan con el sudor de la frente y a parir con dolor. Y se acabó el
paraíso.
Entonces,
ellos comprendían que sus respuestas habían sido propias de consumidores,
que, es lo que eran, ya que, por edad, pocos habían tenido contacto con el
mercado laboral y el mundo de la producción, que ofrece la mágica apariencia de que las cosas están ahí, a nuestra disposición.
La
conclusión era obvia: no hay consumo sin producción, no hay “disfrute” de la
compra sin el esfuerzo previo de haber fabricado el objeto apetecido; el
trabajo es el fantasma que está, pero que no aparece, detrás de las
características formales de las mercancías. Y las ideas que los estudiantes
habían aportado -las marcas, la publicidad, el dinero, las tarjetas de crédito,
las rebajas, etc- eran las mediaciones entre la producción y el consumo; entre
el taller y la tienda o, mejor, entre la fábrica y el supermercado; entre el
esfuerzo realizado, a veces en muy malas condiciones y con un salario miserable, en producir un objeto y la satisfacción de adquirirlo, claro está, mediante pago.
Con
el entusiasmo que despiertan las costumbres extranjeras, hemos celebrado el "Black
Friday", con gran éxito de caja, al parecer.
La gran fiesta del
consumismo -no es lo mismo que el consumo-, que en España dura una semana, ha
llenado las tiendas de ciudadanos, que se comportan de modo bíblico adquiriendo
mercancías -no todas necesarias- que llegan, en su mayor parte, del extranjero, sin acordarse de quienes las producen y en qué condiciones lo hacen.
Ni tampoco de los millones de personas que, en España, mano sobre mano, es
decir paradas, esperan un contrato de empleo para entrar en el sistema económico, y que
tienen ante sí, no un jubiloso "viernes negro", sino un futuro negro y más bien triste. Y con muy limitadas posibilidades de consumir. https://elobrero.es/opinion/37808-black-pero-que-muy-black-friday.html