El pasado día 21 de diciembre, el Tribunal Constitucional intervino para vetar en las Cortes una iniciativa legislativa destinada a reformar las normas de su renovación, paralizada arbitrariamente desde hace seis meses por el Partido Popular con el interesado concurso de magistrados conservadores.
Que el
presidente y otro miembro de este tribunal, recusados y con el mandato
caducado, participaran en la valoración que debía decidir sobre su recusación
es otro anómalo ingrediente añadido a la cacicada, que les ha permitido actuar como
jueces y parte interesada en la decisión colegiada.
Se
produjo, así, lo que se puede calificar de golpe de togas, perpetrado por el poder
judicial para interferir en el ejercicio ordinario del poder legislativo, con
el agravante de que el órgano perpetrador, que sienta un peligroso precedente,
es el tribunal de garantías, supremo intérprete y guardián de la Constitución.
El
golpe de togas no figura entre los actos de fuerza estudiados por Curzio
Malaparte en su obra Técnicas de golpe de Estado (París, 1931).
El
primer libro europeo contra Hitler, según su autor, que denostaba al Führer
y pasó de admirar al Duce a ser perseguido por él, se dedica a analizar actos
de fuerza, triunfantes o fallidos, destinados a provocar cambios de régimen en
la convulsa Europa de los años veinte. El arte y sobre todo la técnica son
necesarios para conquistar el Estado mediante el uso de la fuerza, la audacia,
la rapidez y la decisión, ante la lentitud de la deliberación y el respeto a
las normas y plazos legales que caracterizan a los sistemas parlamentarios.
En
este aspecto, el texto de Malaparte se halla entre El príncipe de
Maquiavelo y el decisionismo y la situación excepcional del gran ideólogo -o
teólogo- del poder, Carl Schmitt (La dictadura, 1931), pero hay hechos,
como el éxito del octubre ruso de 1917 o el fracaso de la revolución alemana de
1923, que son más propios del temario de La insurrección armada, de
Neuberg, que recoge la táctica insurgente de la Komintern en esos años.
El
libro de Malaparte afirma que, si algunos consideran que todos los medios son
válidos para suprimir la libertad, se debe admitir también que todos los medios
pueden ser válidos para defenderla, y apunta la tesis de que para defender el
Estado es preciso conocer el arte de apoderarse de él.
Por
sus páginas desfilan, al frente de tropas regulares, grupos revolucionarios,
milicias o conjurados de taberna, Mussolini, Kapp, Pilsudski, Hitler, Kerenski,
Trotski o el general Primo de Rivera, pero no hay rastro de un posible golpe de
togas contra el parlamento, efectuado en solitario desde la suprema instancia
jurídica del Estado. Eran otros tiempos.
Además
de la gavilla de alborotadores de escaño, la “tropa” de la que ha dispuesto Feijoo
para dirigir el golpe de togas ha sido el leal grupo de magistrados designados
por su partido, que desde hace cuatro años impide la renovación del Consejo
General del Poder Judicial y, desde hace seis meses, la del Tribunal
Constitucional, para mantener la mayoría conservadora en ambos órganos lograda
cuando gobernaba Rajoy.
Cada
época tiene sus conservadores, sus reaccionarios y sus golpistas, pues siempre
hay quienes sueñan con impedir que otros gobiernen o con aplicar por la fuerza
su programa.
A
propósito de la decisión del Tribunal Constitucional de paralizar un proceso
parlamentario, se ha citado el fallido golpe militar del 23-F, pero la
irrupción de Tejero, pistola en mano, en el Congreso no hace al caso y le
delata, además, como un golpista viejuno o un personaje propio de una república
bananera.
Hoy,
los golpistas, criptogolpistas, actúan de otro modo. En asentados sistemas
democráticos crece una tendencia a pervertir su fundamento invocando
cínicamente la defensa de la democracia, y aumenta el número de mandatarios
autoritarios que fortalecen el poder ejecutivo, reducen la función del
legislativo, manipulan el judicial y se deslizan hacia democracias simuladas,
nominales o dictaduras sin paliativos.
Entre
otros, por reciente y por tratarse de la primera república moderna, es ejemplar
el caso de Donald Trump, que, siendo presidente en funciones, actuó contra su victorioso
oponente animando a sus seguidores a irrumpir en el Capitolio para invalidar por
la fuerza un resultado electoral que le fue adverso.
El PP también
es un partido aficionado a utilizar medios poco ortodoxos para llegar al Gobierno,
exceder la financiación legal en las campañas electorales, utilizar el
pucherazo o “tamayazo”, en la Comunidad de Madrid en 2003, para conservarlo, o difundir
la mentira de que ETA era la autora de los atentados del 11 de marzo, tratando
de obtener ventaja en las elecciones de 2004, o para condicionar la labor del
gobierno desde la oposición, bloqueando la renovación de distintas
instituciones, en particular el Tribunal de Cuentas, el Consejo General del
Poder Judicial y el Tribunal Supremo.
El
pretexto aducido para impulsar la última maniobra ha sido aludir indefensión y
prevenir un “daño irreparable” para impedir la discusión de una iniciativa del Gobierno
destinada a renovar a los miembros del Tribunal Constitucional con mandato
caducado (12 magistrados; un conservador dimitido, 6 conservadores y 5
progresistas; 4 con mandato caducado, tres conservadores, entre ellos el
presidente, y uno progresista; y dos conservadores recusados, uno el propio
presidente).
El
trámite de la norma propuesta por la mayoría del Congreso para salir de la
situación enquistada ha sido precipitado, como lo ha sido el de la ley del “Sí
es sí”, la Ley Trans o la reforma de los delitos de sedición y malversación de
fondos públicos, impulsados con prisa y poca discusión, cuando contienen
elementos importantes que merecen largos debates y mucha pedagogía, no sólo de
cara a la oposición, que suele ser refractaria, sino, sobre todo, hacia la
ciudadanía. Pero eso no es nuevo, pues conocemos leyes mal hechas de todos los
colores y trámites apresurados en todas las legislaturas, y es una pésima costumbre
aprovechar las leyes de acompañamiento de los presupuestos para servir de
vehículo a enmiendas que poco tienen que ver y se quieren colar de matute en
las últimas sesiones del año. Por cierto, en lo referido a despachar leyes a
paletadas, la marca la tiene Rajoy, con 26 leyes aprobadas de una sola tacada.
Pero todo
ello no merece el disparate de utilizar el alto Tribunal para detener la
discusión y posible reforma de una ley, porque una ley se puede reformar,
derogar o reemplazar y superar con otra ley. Son acciones en distinto plano,
pero mezcladas de modo interesado introducen el peligroso precedente de que el
poder judicial, excedido en sus funciones y con mandato caducado, limita
competencias del poder legislativo, que representa la articulación política de
la nación soberana surgida del último proceso electoral. Es decir, que un poder
legislativo actualizado se ve condicionado por un poder judicial envejecido, en
el que la caducidad de algunos de sus miembros expresa una correlación de
fuerzas pretérita, que se quiere mantener a toda costa en las instituciones
judiciales más altas.
El caso
viene del viejo juego del PP, pues sucedió lo mismo con el gobierno de
Zapatero, cuando, desde la oposición, el bloqueo lo utilizó Rajoy. Que, por
cierto, en 2016, fue el primer presidente del Gobierno en negarse a aceptar la
indicación del Rey de formar nuevo gobierno, pasando la pelota a otro, y el
único hasta ahora en actuar en funciones durante un año. Rarezas.
La
cacicada ha sido preparada por el PP como una defensa de la democracia, con una
crispada ofensiva en el Congreso y en la prensa adicta, ante el peligro de que
Sánchez pueda cambiar la correlación de fuerzas en el Consejo General del Poder
Judicial. Pero, quienes retienen la renovación de los órganos supremos de la
justicia vulnerando la Constitución, acusan, cínicamente, al Gobierno de querer
“ocuparlos” y de que es necesario, al parecer por medios espurios, “proteger la
justicia” de las apetencias de Sánchez, porque se trata de “España o de
Sánchez”, donde, en una falaz pirueta retórica, se acusa a Sánchez de capitanear
un gobierno ilegítimo de enemigos de España, salido de una tramposa moción de
censura, que merece ser desalojado del poder cuanto antes o, al menos, impedir
que pueda gobernar.
El
“argumentario” populista olvida el motivo de la moción de censura, que fue la
sentencia judicial sobre la corrupción de una de las piezas del caso “Gurtel”,
que no produjo en el PP la menor intención de responder decentemente, bien
convocando elecciones o con la dimisión de Rajoy, voluntaria o exigida, como
han hecho los conservadores ingleses prescindiendo en poco tiempo de dos
primeros ministros. Y pasa de puntillas, sobre las dos elecciones generales
posteriores, donde el PSOE ha sido al partido más votado.
Pero
estos “detalles” son inútiles para el sentir de la derecha, porque el gobierno
de Sánchez fue calificado de ilegítimo -comunista y criminal, según Vox- desde
el primer día. Basta recordar, con vergüenza, la sesión de investidura y las
comparecencias amenizadas, desde la bancada de la oposición, por un vociferante
jovencito, que resultó un “blandengue”, como diría el Fary, pues luego no supo
defender su inmerecido cargo del “amistoso” ataque de una compañera de partido,
que le hizo tirar la toalla.
Esta
práctica torticera y desleal viene de lejos, pues comienza con el gran salto
hacia atrás anunciado por Aznar en su libro “España. La segunda transición”.
Aludiendo
a las elecciones de octubre de 1982, que dieron el triunfo al PSOE, Aznar
escribe: “Esos <jóvenes nacionalistas>, como fueron denominados por un
sector de la prensa norteamericana, ¿eran los continuadores de la tradición
progresista española, o más bien un grupo de universitarios forjados en los
ideales de mayo del 68, tributarios de la dictadura franquista en su formación
intelectual y en sus experiencias políticas? ¿Podían aspirar a representar toda
la compleja realidad española? (…) Ahí en la abultada diferencia de escaños, no
podía encontrarse representada la verdadera realidad social, política e
histórica de la nación (…) Aquel joven diputado que era yo, que accedía
al hemiciclo por primera vez, sentía que se había producido un fenómeno
excepcional. El necesario equilibrio representado por el centro político había
desaparecido de la escena, y desde mi escaño de la entonces Alianza Popular,
tendría que esforzarme para que la auténtica realidad de la vida política,
social, cultural y económica de España se hallara cabalmente representada”.
Es
decir, cualquier representación de la sociedad en las instituciones políticas
que no exprese la supuesta e indeclinable hegemonía de la derecha católica y
monárquica, no es cabal, no es auténtica; es ilegítima y antiespañola.