Por
fin, y tras largas deliberaciones, el Consejo de Seguridad de la ONU ha logrado
aprobar, por unanimidad y sólo con la abstención del gobierno de EE.UU., una
resolución ordenando en Gaza un alto el fuego inmediato, que ninguno de los
contendientes ha aceptado hasta ahora. Bienvenida sea, pero llega demasiado tarde,
porque el daño a los habitantes de Gaza -800 muertos, miles de heridos, en su
inmensa mayoría civiles, y destrucciones sin cuento- ya está hecho y no se
puede corregir, aunque es loable tratar de impedir que aumente.
La
resolución, aun en el caso de ser aceptada, no ha logrado evitar que, una vez
más, el estado de Israel se haya salido con la suya, porque lo que se ha
presentado como un acto de legítima defensa ante los cohetes Kassam lanzados por Hamás en el Neguev
occidental, está siendo una desproporcionada operación militar que persigue
otros objetivos. El más inmediato, ganar en las próximas elecciones en Israel, cuyos
candidatos rivalizan en proponer las soluciones más brutales a un electorado,
atemorizado por los ataques de los milicianos de Hamás y escorado a la derecha,
incrementado con la masiva llegada de emigrantes desde Rusia, que, convertidos
en colonos ávidos de tierra, reclaman medidas más duras contra los palestinos.
Otro
objetivo de mayor alcance perseguido por el gobierno de Israel es el de
colocarse en una posición ventajosa produciendo el mayor daño posible a Hamás ante
una posible negociación patrocinada por el nuevo gobierno de Estados Unidos. El
momento es propicio, pues ha permitido aprovechar los últimos días del mandato
de G. Bush, que, tan amigo de invadir, ha justificado la invasión de Gaza, y el
relevo en la Unión Europea, cuya presidencia corresponde a uno de los países
miembros más alineados con las tesis del Partido Republicano, circunstancia que
se añade a la tradicional inanidad europea en política exterior. Pero, para
Israel el coste de la operación puede ser alto, no tanto en daños militares,
dada la magnitud, la cualificación y la sofisticación de su ejército la cifra
de muertos -cuatro hasta hoy- es baja, como en imagen y proyección
internacional, pues los bombardeos previos y la invasión posterior de Gaza, un
territorio densamente poblado cuyos habitantes no pueden escapar, colocan de
nuevo al estado de Israel entre los países agresores, culpable de cometer
crímenes de guerra y de atentar contra los derechos humanos por su brutalidad
en la administración de la franja. Lo ocurrido en Gaza es peor que lo sucedido
en Abu Graib.
Desde
que Hamás ganó las elecciones, Gaza ha padecido un bloqueo y su población ha
sido privada de los bienes más elementales, cuyo suministro ha quedado al
arbitrio de las tropas israelíes. Gaza ha sido un campo de concentración de un
millón y medio de personas, del que ha sido imposible escapar, y últimamente
una ciudad sitiada sobre la que ha caído la furia de sus carceleros sin que
mediara una guerra.
Contra
toda lógica, Israel ha creído que los palestinos aceptarían pasivamente el
bloqueo que les castigaba por haber dado a Hamás la victoria en unas
elecciones, y la respuesta de los milicianos islamistas lanzando cohetes sobre
la población civil del Neguev les ha servido de pretexto para emprender una
operación militar que enseñe a los palestinos a aceptar sus humillaciones con
resignación. Parece como si los israelíes quisieran obtener de los palestinos
la mansedumbre con que los judíos europeos, y especialmente los alemanes,
aceptaron ser conducidos a los campos nazis, pues no lograban concebir que el
Estado del que eran ciudadanos pudiera planear su exterminio como colectividad.
La tarea era inimaginable por monstruosa, pero fue posible; real y abrió un
nuevo capítulo en la historia de la ignominia de los seres llamados, a veces
contra toda evidencia, humanos. Pero de ese planificado crimen de Estado los
palestinos no tienen la culpa, al contrario, son también víctimas indirectas de
la barbarie nazi pues han pagado con su tierra, su paz y su libertad la
compensación que los aliados quisieron ofrecer por el holocausto a los judíos. Pero
los israelíes no lo ven así, creen que, como pueblo elegido (por ellos mismos),
los palestinos ocupan ilegítimamente una tierra que les fue prometida hace
milenios y que, en esta resistencia a entregarles lo que es suyo, los árabes se
han convertido en cómplices de los nazis. Y llevan sesenta años vengándose en
un sujeto equivocado, pero necesario para mantener unido y alerta al pueblo de
Israel, siempre rodeado de mortales enemigos y siempre triunfante, como está escrito
en el libro sagrado.
Hamás,
jaleado en su momento para debilitar a Arafat, no es más que una consecuencia
del desgaste de Al Fatah y de la OLP, la sustitución del arabismo laico por el
fundamentalismo religioso; es la sucesión lógica a la desesperación de los
palestinos, la reacción ante la continua expansión del estado de Israel, a los
nuevos asentamientos, a la bantustanización de Palestina, a la construcción del
muro, a la apropiación del agua, a años de burla de los mandatos de la ONU,
desoídos por todos los gobiernos israelíes, hayan sido conservadores o
laboristas. Hamás es un movimiento no sólo impulsado por fanáticos religiosos
sino con una proyección social, que persigue la instauración de una república
islámica donde los derechos civiles queden abolidos, especialmente los de las
mujeres, y la vida sea regulada según una restrictiva interpretación de la sharia, pero no puede olvidarse que
también defiende una causa justa: el derecho de los palestinos a tener su
propio estado y a vivir en paz en su tierra.
Hay quien ha señalado que es
preciso librar a los palestinos de la tutela de Hamás, sin duda un movimiento con
aspiraciones totalitarias, pero, de ser posible -inimaginable al día de hoy-, sería
un paso inútil sin librar a los israelíes de la tutela del Likud y de los
rabinos, pues en ambos casos la política está dirigida por clérigos fanáticos que
actúan en nombre de dios; del mismo dios. El fanatismo de Hamás es la respuesta
islamista al fanatismo de los sionistas. Y cuando la religión ocupa el lugar de
la política las cosas tienen muy mal arreglo.
Trasversales, 9 de enero de
2009.
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