Uno
de octubre
Se
cumple ahora un año de los sucesos que señalaron el máximo grado de estupidez
del gobierno central respecto al proceso iniciado por los partidos nacionalistas
para alcanzar de forma unilateral la independencia de Cataluña.
El
gobierno de Rajoy dio cumplida muestra de no entender lo que tenía delante, que
era, en primer lugar, el viejo problema de conjugar la unidad del Estado con la
diversidad cultural y la descentralización política y administrativa, y en
segundo lugar, y como efecto del primero, el continuo avance de los
nacionalistas hacia la meta repetidamente anunciada, que era celebrar un
referéndum que respaldara la unilateral legislación del Parlament sobre la
fundación de la república catalana, sin encontrar otra respuesta que las suspensiones
del Tribunal Constitucional y las advertencias de Rajoy de aplicar la ley, a que estaba obligado.
Un
presidente cansado y un gobierno paralizado, que parecían seguir en funciones, no
sólo faltos de habilidad para librar la fundamental batalla de las ideas,
dejando que los soberanistas construyeran su relato victimista sin hallar refutación
alguna, sino también desprovistos de los más instintivos reflejos para
responder a un desafío que aumentaba día a día en audacia y determinación, dejaron
crecer un movimiento social, que, por suponer una amenaza para la supervivencia
del Estado, lo era también para el partido gobernante. En el Partido Popular,
con la pasividad de sus dirigentes, parecían apostar por el suicidio como
fuerza política.
El
equipo de Rajoy adoptó la cómoda fórmula franquista de que aguantar es vencer -el
que resiste, gana-, pero aguantar sin hacer ni decir algo es rendirse, es
colocar la pasiva terquedad en lugar de la actividad y de la habilidad.
El
Gobierno fue incapaz de elaborar un discurso que neutralizara los mitos nacionalistas; no supo señalar los lazos económicos, financieros, políticos,
históricos, culturales y religiosos -también éstos- de Cataluña con el resto de
España, ni la similitud de las formas de vida y trabajo, consumo y ocio de los
catalanes con los habitantes de otras regiones, ni tampoco los principios
políticos generales ni los derechos civiles como horizonte de toda la sociedad
española. No supo apuntar las ventajas que para una región desarrollada como
Cataluña supone permanecer dentro de España, ni señalar los elevados costes que
tendría la independencia no sólo para España sino para la nueva república. El Ejecutivo
no sólo era incapaz de ganar adeptos para la causa de la unidad, sino para
conservar el respaldo de los catalanes contrarios a la independencia. Pero eso
no ha sido sólo culpa de Rajoy, sino de los gobiernos centrales de cualquier
signo, lo que explica que, en Cataluña, la minoría independentista hoy ostente
la hegemonía política y desde luego la ideológica, a la que se han rendido las
fuerzas de la vieja izquierda y ante la que dudan, inquietas e inestables, las
de la nueva.
A
pesar de estar anunciado con meses de antelación y ser parte de un proceso de
desafíos continuos puesto en marcha desde hace años, el Gobierno reaccionó como
si se hubiera visto sorprendido por la celebración del referéndum y actuó tarde
y con torpeza, con dureza y sin tacto. Falto de información y de preparación, cedió
al viejo reflejo autoritario enviando repentinamente una buena proporción de
efectivos de la policía nacional, que fueron acuartelados en un buque de recreo
pintado con personajes de dibujos animados infantiles -Piolín-, lo que al despropósito de la
operación se añadía el escarnio por la falta de tacto de quienes la dirigían.
Así,
la intervención de las fuerzas de la policía nacional para intentar impedir que
el día 1 de octubre de 2017 se celebrara el referéndum ilegal, que debía
ratificar la decisión de la mayoría no cualificada del Parlament, ofreció las
imágenes que los impulsores del “procés” necesitaban para mostrar su condición
de víctimas de la opresión española. Imágenes que reemplazaron no a mil
palabras, sino a los millones de palabras necesarias para explicar lo que realmente
sucede en Cataluña desde hace casi una década y que el Gobierno no escribió ni pronunció.
Imágenes
bien administradas, que fueron aceptadas sin reserva, engullidas y
metabolizadas por la prensa extranjera y por algunos políticos y jueces belgas
y alemanes, que les confirmaban un discurso previo, tesoneramente difundido por
las “embajadas” de la Generalitat, sobre la opresión de Cataluña por el Estado
español, pues parecían mostrar la brutal respuesta de un poder ajeno a Cataluña,
de un poder distante -en Madrid, España-, que enviaba sus fuerzas de
intervención, fuerzas extranjeras que se superponían a las fuerzas policiales catalanas,
para impedir que la ciudadanía catalana ejerciera un derecho legítimo.
Aquel día, el ministro del
ramo y la vicepresidenta del Gobierno dieron pruebas de una incompetencia que
tardará mucho tiempo en igualarse.