domingo, 25 de septiembre de 2022

Confesiones de un caballo

Han concluido los fastos reales por la muerte de Isabel II de Inglaterra, pero no la información sobre aspectos de su vida y rasgos de su personalidad, ni las reflexiones sobre su reinado y su papel en el ocaso del imperio británico.

En una semblanza que publica hoy el suplemento dominical de El País, hay una frase que me ha llamado la atención, porque ha suprimido una novedad que yo pensaba incluir como signo de originalidad en mis confesiones, cuando me decidiera a escribirlas (de momento, no teman; sólo tengo apuntes).

La frase es la siguiente: “De niña soñaba con ser un caballo y acabó siendo reina de un imperio”. ¡Caray! ¡Como yo!, he pensado al instante, al comprobar que he tenido sueños de rey, sin llegar a serlo, o puede que ella los tuviera de niña plebeya o bien de niña rica con uno de sus juguetes, que no era un osito de peluche. Sueños que abandonó de adulta para disfrutar de los caballos de las cuadras reales, magníficos caballos vivos, sin tener que imaginarlos. En una fotografía se la ve junto a una yegua -”Betsy”, la favorita-, regalo de un granjero de Norfolk. ¡Qué envidia! Siempre que querido tener un caballo, pero no tengo relación con granjeros de Norfolk.

A la reina le gustaban los caballos, a mí, también; ahí acaba la semejanza. Ella habrá disfrutado de la compañía de varios de ellos, atendidos por mozos de cuadra. Yo, en general he tenido que conformarme con verlos. Recuerdo que, de niño, pasaba los veranos en un pueblo del Maresme y que delante de casa había una cuadra con burros y caballos. Allí, sentado en la puerta, mientras me comía la merienda -pa amb tomaquet; pa amb oli o pa amb figues-, contemplaba a los animales, sus movimientos, sus patadas al suelo, su piafar, sus relinchos y el movimiento de la cola para espantar las moscas, y luego los imitaba jugando a cuatro patas con unos botes de barniz en las manos para simular el ruido de los cascos contra el suelo. Ya digo, un caballo. Y no me imagino a la pequeña Elizabeth de Windsor haciendo lo mismo. O sea, que, para caballo, pues yo.

Aspirar a tener un caballo siendo un pobretón es una idiotez, pero los pobres  también sueñan, o, sobre todo, sueñan con cosas que nunca tendrán. Tener un caballo es un lujo que no me he podido permitir, que he suplido siendo niño con varios caballos de cartón, y después montando furtiva y ocasionalmente, en los lugares de veraneo, con riesgo de caerme y abrirme la cabeza, y, sobre todo, viendo películas del Oeste, un sucedáneo, el opio del jinete que cabalga en la butaca de un cine de barrio. Pero el deseo jamás satisfecho no me ha hecho renunciar a mi gusto por los caballos, que son los animales más bellos de la creación. Más aún, a diferencia de la reina difunta, de adulto he seguido soñando que soy un caballo, “Caballo Loco”, a veces, caballo manso otras, y también caballo lento, que quiere correr, pero se mueve con desesperación a cámara lenta, que es como me veo en algunas angustiosas pesadillas.

Castigado por la naturaleza, un metabolismo propio de un “Ferrari”, que me lleva pasado de vueltas, me ha hecho concebir la vida al galope, con prisa para superar la impresión de llegar tarde a casi todas las estaciones importantes. Robert Redford, más guapo, rico y famoso que yo, decía en una entrevista que tenía la impresión de haber llegado tarde a todo. Ya somos dos (uno feo). He llegado años después a donde antes habían llegado amigos y conocidos de mi quinta o de mi generación.

Impelido por la prisa, he convertido mi vida en una larga carrera de caballos, de 700 millas en Estados Unidos, como relata la película “Muerde la bala” (Bit the bullet) (Richard Brooks, 1975), o de 3.000 millas en Arabia, como ocurre en “Océanos de fuego” (“Hidalgo”) (Joe Jonhston, 2004), en la que me ha costado llegar a la meta. Quizá he equivocado el camino, he tomado el más sinuoso o he dado un largo rodeo, pero siempre al galope, compitiendo contra mí mismo por alcanzar algo que se me escapaba y que no acertaba a concretar. ¡Qué idiota! Era el tiempo; era, ha sido, es la vida; quizá, ansiosamente, he querido vivir varias, corriendo contra el tiempo como un potro desbocado.

Pepe Roca, 25/9/2022




martes, 13 de septiembre de 2022

Javier Marías

Ha muerto, por sorpresa, Javier Marías. Un gran escritor y una gran pérdida para la literatura española e internacional, pues era uno de nuestros autores contemporáneos más traducido a otros idiomas.

Desconocía sus dolencias y su estado de salud y, sencillamente, no me lo esperaba; es más, lo que esperaba, a la vuelta de su veraneo y del mío, eran sus artículos críticos de viejo cascarrabias sobre vicios nacionales y novísimas ideas y conductas, que, a la postre, quedarán condenadas muchas de ellas a ser sólo modas, tan pasajeras como otras, vistas con la distancia de los años. En algunos casos, se pasaba en acidez o exageraba en sus apreciaciones, pero en otros no le faltaban argumentos para ser tan crítico.

Conozco sus libros de portada, pero confieso -mea culpa- que no he leído ninguno. De Marías, ni de otros novelistas nacionales o extranjeros. Hace años me paré y abandoné las novelas. Fui incapaz de elegir entre tanta oferta o me cansé; no lo sé; no he analizado las razones, pero las dejé. Sí recuerdo el momento, no la fecha, pero sí la obra que me condujo a tal decisión y fue La hoguera de las vanidades, de Tom Wolfe. Llevaba leída la mitad, cuando caí en la cuenta de que no me interesaban las desventuras de aquel pretencioso “yupi” de Manhattan y cerré el libro. Y cerrado sigue. Me parece que, siendo la vida tan corta, el ensayo enseña más que la novela y lo hace en menos tiempo.

No he leído, pues, novelas de Javier Marías, sí algo de su padre y traigo a colación una obra, a mi juicio magnífica, de su madre, Dolores Franco, titulada España como preocupación, publicada, nada menos que en 1944. En el prólogo de una edición posterior, su marido, Javier Marías, explica su aparición.  

“Cuando escribió la <Nota final>, cuando el grueso montón de cuartillas quedó completo, surgieron los problemas editoriales. Y cuando, al cabo de no pocas peripecias, Ediciones Adán presentó el libro a la censura, esta respondió que el contenido podía publicarse, pero había que cambiar el título, porque “Dolores Franco, España y preocupación hacían muy mal efecto”. Los censores insistían en que tenía que decirse que se trataba de literatura, no de política; los editores indicaron que el original llevaba un subtítulo: Antología literaria. Un censor expresó su convicción de que nadie sabía qué quiere decir antología. Hubo que incluir la palabra “literatura” en el título y el libro se llamó en su primera edición La preocupación de España en su literatura. Al reeditarse en 1960, con grandes ampliaciones, en tiempos un poco menos absurdos, recuperó su título originario”.

¿Y qué es lo que perseguía Dolores Franco, que molestaba a los censores?

Ella misma lo apunta en la Introducción: “Surca la literatura española, durante tres siglos, una vena de honda preocupación nacional, que unas veces corre profunda y otras aflora a borbotones. Su persistencia, su volumen y su matiz hacen de ella algo específico de nuestras letras, casi desconocido en otros países (…) Pero no se trata de una literatura política, que se plantee problemas de gobierno, luche por unos principios o impulse hacia una meta propuesta – como en el caso de la Italia que marchaba hacia su unidad, por ejemplo-, sino de un tema literario que decanta una angustia vital e íntima”. 

Sigue Julián Marías en el Prólogo: “Es el primer libro sobre el tema. Apareció en febrero de 1944, con un prólogo de Azorín, “Desideratum”, escrito con increíble rapidez, poco después de recibir el manuscrito. En 1946, se publicó en Buenos Aires El concepto contemporáneo de España. Antología de ensayos (1895-1931), de Ángel Del Río y M. J. Bernardete. En 1949, publicó, en Madrid, Pedro Laín Entralgo su libro España como problema.  

Es oportuno recordar aquí, que, en 1949, Rafael Calvo Serer quiso dar una respuesta al libro de Laín y, en cierto modo, al de Dolores Franco, con el suyo España, sin problema.     

Aquí va un resumen del índice de España como preocupación. I. Siglo XVII: La primera zozobra (Cervantes, Quevedo, Saavedra Fajardo, Gracián). II. Siglo XVIII. Examen de conciencia (Feijoo, Cadalso, Forner, Jovellanos, Fernández de Moratín, Quintana). III. Romanticismo. España en carne viva (Larra, Balmes, Donoso Cortés). IV. El realismo. En busca del tiempo perdido (Valera, Galdós, Pardo Bazán, Menéndez Pelayo, Costa, Picavea, Isern). V. La generación del 98. El dolorido sentir (Ganivet, Unamuno, Baroja, Azorín, Machado, Maeztu, Menéndez Pidal). VI. España como problema intelectual (Ortega y Gasset, Rubén Darío) y tres artículos posteriores: “Adiós a los burritos toledanos”, “Dos viejecitas” y “Ortega: el brillo de la ausencia”.

Desconozco la obra estrictamente literaria de Marías, pero en su colaboración periodística sí me parece percibir, entre otras influencias, la de su madre. Quienes hayan leído sus novelas quizá puedan comprobarlo o desmentirlo.  

Descanse en paz Javier Marías, en su Reino de Redonda, no menos legendario que aquel de la famosa mesa sin picos, fundado en un brumoso país, que él tan bien conocía, por un tal Artús de Pendragón y por sus pares. 

13/9/2022. El obrero.es




Dios salva a la reina


Ha muerto Isabel II, reina de Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda del Norte y soberana de los países de la Commonwelth (Mancomunidad de Naciones). Era también cabeza de la Iglesia anglicana y pariente de la realeza española, pero nada más. Se le debe, por tanto, la deferencia señalada por la cortesía entre naciones que pertenecen a las mismas organizaciones internacionales, a pesar del largo contencioso con el Reino Unido sobre Gibraltar y al abandono de la Unión Europea con malos modos. Por lo cual resultan patéticos el exagerado sentimentalismo y los provincianos actos de pleitesía locales y regionales, que se deben más al servilismo de quienes se apuntan a lo que sea para engordar su escueto currículo político que a la existencia de relaciones con la reina difunta o con la monarquía británica.

También resulta exagerada la importancia atribuida por los medios de información, en particular los conservadores, a su persona y a la repercusión de su reinado fuera del ámbito anglosajón.

Con el deceso de Isabel II no se acaba el siglo XX, como se ha llegado a decir, con notable exageración, para alargar políticamente el siglo XX desde una perspectiva exclusivamente británica -y monárquica- y desmentir el dictamen del historiador Eric Hobsbawm, también británico, sobre el corto siglo XX, que empieza en 1914, con la I Guerra Mundial entre los grandes imperios por cambiar el reparto del mundo acordado en la Conferencia de Berlín (1885), y acaba en 1991, con el ocaso y de la URSS y los países de su órbita, el primer sistema alternativo al capitalismo, cuya descomposición aún padecemos, como nos recuerda Vladimir Putin cada día.

Otra cosa es contemplar, desde el punto de vista británico, su largo reinado (1952-2022) -70 años en el trono que superan los 63 años de la reina Victoria (1837-1901)-, que se inicia con el quebranto económico producido por la II Guerra Mundial, la inmediata descolonización, la etapa de recuperación, desarrollo económico y Estado del Bienestar; la alegre y juvenil Inglaterra de los años sesenta, seguida por la obrera y minera, que respondió con luchas a la crisis de los años setenta; la etapa neoliberal y conservadora de Margaret Thatcher, que acabó con ellas y abrió el foso de desigualdad que no ha dejado de crecer; el frustrante y gaseoso período laborista de Tony Blair y los años de gobiernos conservadores que culminan en el Brexit, la gestión de la pandemia de covid y la deposición de Boris Johnson.

Con luces y sombras -y algún año horrible- el reinado de Isabel II está marcado por el declive del imperio y la pérdida de influencia anglosajona en el mundo, reemplazada por la de Estados Unidos, y por el desplazamiento del Reino Unido a un puesto secundario en la correlación de fuerzas a escala mundial.  

Isabel II pertenecía más al pasado que al presente; quiso ser una figura digna en una Gran Bretaña en declive, que oficialmente persistía en el ceremonioso ámbito de la monarquía, tributario de acrisoladas tradiciones en torno al poder y a marcadas diferencias de clase. Un mundo muy protocolario y estricto en las formas, propio de una clase alta elegante, hipócrita y adinerada, vestida siempre para lo que demandaba la ocasión, lleno de caballeros de etiqueta, damas con vestidos largos y pamelas, y soldados y oficiales con vistosos uniformes del siglo XIX, ofrecido al público en actos gubernamentales en lugares venerables, en carrozas, desfiles militares, cacerías, campos de golf, fiestas en castillos o carreras de caballos, que mostraban la vida de una aristocracia higiénicamente separada del pueblo por siglos de hegemonía y por insultantes diferencias de renta. Un carnaval, un espectáculo de masas que alimentaba la fantasía popular de vivir perpetuamente en otra época, servido por las revistas y los programas televisivos “del corazón” y por la prensa sensacionalista cuando se trataba de airear escándalos de diversa índole, que han sido muchos, tanto de la realeza como de dirigentes políticos.

Isabel II quiso representar ese ambiente tradicional y protocolario, pero vivió rodeada de una familia bastante bien adaptada a los tiempos que corren, en los que la nobleza ya no obliga y la aristocracia puede tener prácticas fiscales poco patrióticas y delictivas, gustos sexuales depravados, unirse sentimentalmente a personas de origen plebeyo y mezclarse con sátrapas y sujetos poco recomendables (por decirlo suavemente) en los negocios, algunos bastante oscuros.

Isabel II, era también la cabeza visible de la Iglesia anglicana, un rasgo aún más arcaico, que la emparejaba con la monarquía alauita, donde el rey de Marruecos es el jefe de los creyentes y también la fortuna más importante del país, que también es un rasgo destacado de la monarquía británica. Hasta que aparecieron en el firmamento económico los jóvenes emprendedores de internet, la informática y el turbocapitalismo financiero, que han formateado la economía mundial con los criterios de un casino de Las Vegas, Isabel II, junto a la reina Juliana de Holanda, estaba entre las personas más ricas del planeta. Por algo, los británicos aluden a la familia real con el nombre de “The Firm” (la empresa).  

Su dios misericordioso ha querido salvar a Isabel II del reinado de su hijo Carlos, de las comprometidas derivas económicas, sentimentales y sexuales de su propia familia, de las consecuencias del Brexit y la nefasta gestión de Boris Johnson, de las decisiones de la primera ministra novata, de la que dicen es una versión mejorada de Margaret Thatcher, de una economía en crisis con la libra esterlina en su cotización más baja y de un problema sin resolver en Irlanda o, mejor dicho, dos: la reunificación de la isla, no olvidada por los irlandeses, y el problema de conjugar la relación entre ambas zonas por la permanencia de República de Irlanda en la Unión Europea y la salida del Ulster de ella, arrastrada por Londres.

Dios ha salvado a la reina de ese incierto futuro, pero la ciudadanía británica sigue ahí, en gran parte añorando un tiempo que ya se fue. 

God save the queen
We mean it man
There's no future
In England's dreaming

God save the queen.

No future

No future

No future for you.

Sex Pistols: “God save the Queen” (1977)

9/9/2022.

El obrero.es (12/9/2022)

El culamen

Este verano, una temporal lesión en un pie me ha obligado a pasar bastante tiempo en dique seco, sentado en la playa leyendo y mirando lo que había alrededor, circunstancia que me ha permitido realizar un rústico estudio de campo sobre los neptunos y las sirenas que acuden a la costa en verano huyendo del calor: sobre la nacionalidad, origen peninsular (por el acento), horarios de llegada a la playa, agrupaciones familiares (los mayores, los niños), la distancia entre sombrillas, la actitud de quienes sólo toman el sol, como lagartos, quienes se bañan, nadan, se mojan o juegan en el agua o en la orilla; sobre quienes leen, quienes hablan y quienes ligan; quienes comen, beben o fuman (y dónde dejan los residuos) o quienes llevan la radio consigo -¡maldito reguetón!- y a la niña esa de la “motomami”, que canta en la lengua de Tampa.

Las conclusiones de esas largas ojeadas quedarán para mejor ocasión, porque ahora deseo ocuparme de un inocultable fenómeno, que en los últimos años ha ido en aumento, que es la tendencia a la escasez en la ropa de baño femenina, para dejar el descubierto generosas partes del cuerpo antes celosamente veladas.  

Para que no me tachen de viejo verde (sólo de ecologista anciano), quiero decir en mi descargo que quien haya viajado este verano a las playas de Levante se habrá visto obligado a contemplar una permanente exhibición de culos. Culos femeninos, aclaro, en la zona de los “textiles”, porque en la zona nudista se ven traseros de toda especie, sexo, género, edad, condición, situación, estado y no sé si religión, pero todo el mundo acepta el programa mínimo, que es ir en bolas. Sin sorpresa.

Nudistas y “textiles”, libran, desde hace tiempo, una non sancta y soterrada guerra de posiciones por controlar el territorio, que, con el aumento del turismo, va en perjuicio de los naturistas. La frontera es simbólica -o moral- y desde luego permeable, lo que permite incursiones de paseantes de ambos bandos en territorio bajo la otra soberanía.

En general, son más los textiles que traspasan el limes romanum de los pelotaris que al contrario y depende también del momento. A primera hora del día, no es raro ver nudistas recorriendo la orilla de una playa casi vacía, añorando un tiempo lejano en que reinaban sobre todo el arenal sin resistencia alguna. Las visitas se reducen a medida que avanza la mañana, pero recuerdo un tipo, que con la playa muy concurrida practicaba el mestizaje con un atuendo mixto. Ignoro si trataba de entender las posiciones de ambos bandos, asumiendo las dos maneras de tratar el cuerpo, o era un moderno “influencer”, el caso es que se vestía (o desvestía) de esta guisa: llevaba gorra, gafas de sol, camiseta y sandalias, pero dejaba al aire estival las partes pudendas. Ya digo, un vanguardista.           

En general se mantiene una pax augustea et juliana, aunque a veces se rompe por incursiones de los textiles, cruzando the border line (pronúnciese con la voz aguardentosa de Johnny Cash), en la reserva de los “pelotaris”, sobre todo los fines de semana, cuando el espacio vital escasea (textilen uber alles).

Pero vamos, sin más demora, al tema del “pompi”, como dicen las monjas, el culo en italiano, le cul francés, el popó como lo llaman los tudescos, the ass, the bottom para los ingleses, que es bunda en Ipanema, patria del tanga.  

He visto, más allá de Orión, sirenas muy jovencitas y también mayorcitas exhibiendo sus glúteos sin complejos, con culos de todas las dimensiones, de todas formas y proporciones; culos voluntariosamente adaptados, algunos en vano, a las exigencias de la moda imperante en trajes de baño femeninos, donde el tanga y la braga brasileña van desterrando el bañador completo, que antaño lucieron Deborah Kerr, Grace Kelly o Ava Gardner, incluso el bikini de Úrsula Andress, para pasmo de un joven 007 con licencia para ligar. Y percibo que acudir a la playa y mostrarse en público tal cual se es, en comparación -o competición- con los demás cuerpos, es una muestra de libertad y una terapia excelente para curar los complejos, porque muestra la incuestionable realidad de cada cual: lo que somos sin aderezos.

Entre el turisteo varonil, la moda es más uniforme, más pudibunda y menos variada, salvo por el color y el estampado de las prendas. Algunos jóvenes suelen llevar “bermudas” de diferente longitud en las perneras, pero ya están en desuso por lo incómodos que son y lo que tardan en secarse. La mayoría de los hombres viste bañador tipo “meyba” -una anticualla- en diferentes hechuras; por su utilidad se ha impuesto el pantalón corto, que ahora llaman “boxer”, porque es cómodo y tiene bolsillos. Un servidor suele usar el holgado modelo “Palomares 66” (antiatomic fashion), que tan buen resultado le dio a Fraga en aquel famoso chapoteo en aguas de Almería.     

También se ven jóvenes tarzanes luciendo bañadores pequeños y ajustados modelo “marcapack” (“vuelve el hombre”), pero la mayoría de los caballeros portan o soportan con estival resignación el modelo “calzonazos”, ante esta exhibición de poder femenino.

Esto es lo que he visto este verano y he querido relatar, para que esas visiones no se pierdan como lágrimas en la lluvia.

29/8/2022. El obrero.es