Le
debo al recientemente fallecido James Stewart la imagen que, al menos para mí,
mejor ha representado el mundo de las películas del Oeste: la del jinete
solitario que aparece al principio de la película en un inmenso escenario
natural y que, al final de la misma, cumplida ya su misión, hace el recorrido
inverso y se pierde, también solo y a lomos de un caballo, en el paisaje.
En Flecha rota (D. Daves, 1950), una de las
primeras películas de las que tengo recuerdo y, junto con Huracán, de las del Oeste que antes pude contemplar, el papel de
jinete solitario lo desempeñaba James Stewart, que, al comenzar la cinta, de
ser un punto que se movía lentamente en un paisaje inmenso llenos de piedras y
cactus, se iba acercando al espectador al paso de su caballo, un apaloosa, hasta alcanzar un plano desde
el que era plenamente reconocible.
Esa
secuencia, u otras parecidas, se han repetido en un montón de buenas (y de
malas) películas del género, de tal manera que, si tuviera que resumir en pocos
rasgos algo común a las películas del Oeste, diría que es la imagen de un
hombre, de un caballo y de un paisaje. Luego se añaden otros personajes, pero
el jinete solitario permanece y el paisaje sigue imponiendo su presencia aunque
cambie el escenario.
Para
mí, Stewart ha representado muy bien uno de los tipos humanos de las películas
del Oeste, no el del tipo duro, que cuadra mejor a John Wayne, Richard Widmark,
Kirk Douglas, Burt Lancaster o Clint Eastwood, sino el tipo sensible, algo
tímido, complejo y, en algunos casos, algo cínico, desde la temprana Arizona (George Marshall, 1939) hasta la
paródica El club social de Cheyenne (Gene
Kelly, 1970), ya en el declive del género, pasando por Winchester 73 (Anthony Mann,
1950), Horizontes lejanos (Mann,
1952), la citada Flecha rota, Colorado Jim (Mann, 1953), en uno de
sus papeles de hombre más duro, Tierras
lejanas (Mann, 1954), El hombre de
Laramie (Mann, 1955), La última bala
(James Neilson, 1957), la extraordinaria Dos
cabalgan juntos (John Ford, 1961), junto a Richard Widmark (otro westerner), El hombre que mató a Liberty Valance (1961), junto a John Wayne, en
El gran combate (1964) como el cínico
y flemático Wyatt Earp, ambas de Ford, La
conquista del Oeste (Ford, Hathaway, Marshall, 1962) o en el Último pistolero (Don Siegel, 1976),
junto a un envejecido John Wayne, que hizo su último papel antes de morir de
cáncer.
Tampoco
puedo olvidarme de los lucidos papeles de Stewart en las películas que hizo con
Frank Capra -Vive como quieras
(1938), Caballero sin espada (1939) o
¡Qué bello es vivir! (1946)-, de las
que rodó con Hitchcock -El hombre que
sabía demasiado, la extraordinaria La
ventana indiscreta, la tramposa Vértigo-,
ni de Historias de Filadelfia (Cukor,
1940), ni del inolvidable médico que acelera la muerte de su mujer y se oculta,
después, tras la gruesa nariz del payaso Botones
(El mayor espectáculo del mundo, De
Mille, 1952).
Pero
a pesar de todo, de los distintos papeles, de los diversos registros que se
encuentran en su extensa filmografía -por ejemplo, encarnando a Glenn Miller en
Música y lágrimas (Anthony Mann,
1954), o al aviador Lindberg en El Héroe
solitario (Billy Wilder, 1957) o en El
vuelo del Fénix (Robert Aldrich, 1964)-, para mí, James Stewart seguirá
asociado a la figura de un vaquero larguirucho, armado con un rifle Winchester, que con frecuencia luce unas
zamarras cortas de mangas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario