Sigue adelante la discusión del nuevo Estatut de Cataluña. Y por el momento (ya veremos cuanto dura) el espinoso tema de la definición de Cataluña como nación ha quedado resuelto al ubicarlo en el Preámbulo. No me parece mala solución si con ello tenemos un poco de tranquilidad; tampoco me parecería mala otra solución, siempre y cuando el término nación no fuera esgrimido para dividir a los propios catalanes, oponerse a otra u otras posibles naciones o regiones, reclamar un Estado o microestado catalán o, teniendo en cuenta cómo somos, acelerar las persistentes tendencias centrífugas, pues ya han anunciado varios dirigentes políticos autonómicos que aspiran a incorporar a los estatutos de sus respectivas comunidades las mismas competencias que obtenga el Estatuto catalán.
El principio de emulación (o la
envidia cochina) y el consiguiente agravio comparativo han llevado a más de uno
a preguntarse: ¿por qué los catalanes sí pueden considerarse una nación y
dotarse de un estatuto en consecuencia y nosotros, no? ¿Acaso somos menos
ciudadanos que ellos? Es decir, puede surgir, surge ya, el planteamiento igualitario,
opuesto al de los nacionalistas catalanes (y los vascos), que no desean
igualarse, sino distinguirse del resto. Con lo cual no sería extraño que
entrásemos en un espiral proceso de reformas estatutarias generado por un creciente
sentimiento nacionalista, nuevo y viejo, y que pronto reclamaran sus derechos otras
catorce naciones tan históricas como las tres anteriores, porque basta con
buscar en el baúl de los recuerdos para darse cuenta de que en este viejo país
todos los rincones tienen historia.
El President
Maragall piensa, y dice, que en España hay tres naciones y una probable, pero
seguramente se equivoca, pues, siendo como somos, además de “las naciones históricas” y
de la nación probable, es de temer que aparezcan otras trece naciones posibles
que desean ser tan históricas como las otras, reclamando para ellas los mismos derechos que disfrutan la nación probable y las tres naciones históricas. España
sería entonces un país con 17 naciones, unas veterohistóricas y otras
neohistóricas, algo así como el imperio austro-húngaro, aunque más pequeño, sin
escuela marxista, sin corte de Viena y sin Sissí ni Francisco José, pero con un
rey Juan Carlos aún más necesario como figura simbólica de la unión del Imperio.
Y siendo cómo somos (o cómo estamos), es menester preguntarse si es posible que
en el mismo Estado coexistan diecisiete naciones ibéricas o celtibéricas (lo
celtibérico es muy profundo en España, según demostró sobradamente Luis
Carandell, en su genial "Celtiberia Show"), o mejor dicho, si es imaginable
que consiguieran convivir en paz y en relativa armonía sus recién nacionalizados
ciudadanos, pues, con dieciocho sentimientos nacionales distintos y tanto
patriota suelto con ganas de bronca, la simple coexistencia puede plantear un
gran problema.
Tiempo hubo en que coincidieron en la
Península Ibérica veinticinco taifas musulmanas y quince reinos cristianos,
pero aquel no parece ahora un modelo deseable ¿o quizá sí?
Sin embargo, si el futuro
democráticamente decidido por los ciudadanos va en el sentido de establecer un
Estado federal con tendencias confederales, pues no quedará más remedio que
aprender a relacionarse de ese modo para poder convivir, o sólo vivir, con un
poco de tranquilidad. O pensar en emigrar y dejar este laberinto de pasiones
nacionales.
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