Tras
años de deterioro institucional, parece que algo se mueve en las alturas del
Estado y que la España oficial y la oficiosa acusan las sacudidas de la inquieta
España real. Y no es casual que los recientes resultados electorales hayan provocado
tales movimientos, ya que, por un lado, han revelado la falta de apoyo que han
recibido los dos grandes partidos, PP y PSOE, por parte de los electores, y por
otro, el aumento del voto nacionalista catalán, donde ERC sobrepasa a CiU, y el
apoyo a partidos y coaliciones menores (Izquierda Plural, UPyD, Ciutadans, Coalición
por Europa, Podemos, Compromis, Equo, Cha), que en gran medida representan la
indignación ciudadana expresada en las calles.
Pero,
de cara a la estabilidad política, puesto que suponen uno de los pilares del
régimen vigente, el mayor varapalo ha sido para el PP y el PSOE, juntos y por
separado, pues los votantes han castigado tanto el bipartidismo, con la pérdida
conjunta de 5 millones de votos desde las elecciones europeas de 2009, como a
cada uno de ellos por sus propios deméritos. El porcentaje de la suma de votos
del PSOE (23%) y del PP (26%) ha sido el 49% de los emitidos, cuando en las
anteriores estuvo en torno al 80%, y el partido ganador, el PP, con 16 escaños
(pierde 8 y saca dos de ventaja al PSOE), ha perdido 6,5 millones de votantes
desde las elecciones generales de noviembre de 2011. Con una
participación del 46%, el PP tiene el 26% de los votos emitidos, pero sólo el 11%
de los posibles votos del censo, de modo que ese es hoy el apoyo explícito del
partido que gobierna. Pírrica victoria, que, según sus dirigentes,
se debe a la manera de “exponer Europa”, un fallo de comunicación fácil de
corregir. Así, que por ese lado sigue el inmovilismo.
No
ocurre lo mismo en el PSOE, en el que la dimisión de Rubalcaba de la Secretaría General
ha sido la respuesta a una derrota antológica, con lo cual ha quedado planteado
el futuro del partido y abierta una controvertida sustitución, que profundiza la crisis que sufre.
La sorpresa con que ambos
partidos han recibido el castigo se debe en buena parte a su encastillamiento
en las instituciones y a su lejanía respecto a la calle, a lo que piensa y
siente la gente corriente (y sufriente). Han olvidado la difícil coyuntura en
que vivimos -a la que sus cúpulas son ajenas- y han realizado una campaña
electoral rutinaria en un tiempo que no lo es; al contrario, es un momento extraordinario,
excepcional. Junto con la gran abstención, gran parte de los votos emitidos expresan
el rechazo a la austeridad selectiva, a los recortes, al paro inducido, al
descenso de salarios, al saneamiento de la banca, a la corrupción, a las medidas
de la “troika” (FMI, Comisión Europea, BCE) y a la creciente desigualdad que se
está instalando en la sociedad europea y en particular en los países del sur.
Algo de eso han percibido en
la Casa Real para plantear con cierta premura la sustitución del Rey por su
hijo en la Jefatura del Estado, en una operación que estaba pergeñada, parece
ser, desde el mes de enero.
Además
de la quebrantada salud del monarca, el declinante apoyo público a la Corona aconsejaba
un relevo, pero la sustitución de este rey no es la simple sucesión que
prescribe el carácter hereditario de la institución, ya que se trata de
reemplazar a la persona sobre la que se hizo pivotar la Transición y el
establecimiento del régimen democrático, lo cual le otorgó una legitimidad que,
en buena parte, no puede transmitir a su sucesor. De ahí que el reemplazo de la
figura del Jefe del Estado sea una operación política de gran importancia, que
requiere el máximo apoyo posible y en particular el respaldo de las cámaras.
Con la actual configuración del Congreso y del Senado, este apoyo hoy es
posible, pero de mantenerse los resultados de las elecciones europeas en las
próximas elecciones generales, podría darse el caso de unas Cortes con una
representación política muy fragmentada, donde los dos grandes partidos
dinásticos -el PP y el PSOE (y este último con una crisis pendiente de
resolver)- hubieran visto reducida su capacidad, y donde la presencia de nuevos partidos
hubiera aumentado la fuerza de los escépticos o claramente contrarios a la monarquía. Eso sin contar con la deriva
del “problema catalán” y con que, previamente, se habrían celebrado elecciones
locales y autonómicas con resultados inciertos.
Sin embargo, a pesar de
estar justificados, los cambios en la superestructura del Estado no deben ser
suficientes para los ciudadanos, que deben estar atentos para impedir en las
élites la tentación gatopardiana, la tentación de los recambios, de colocar en
los lugares más visibles del Estado los repuestos previstos, con nuevos nombres
y nuevas caras para hacer que todo siga igual.
Después siete años de crisis
y con un deterioro enorme de las instituciones, hay muchas cosas que construir,
reconstruir y recuperar, pero para levantar el país de su postración -no sólo
los negocios de una minoría- no sirve sólo la recuperación económica que nos vende el Gobierno, basada en el aumento
de beneficios de las grandes firmas, sino sobre todo recuperar condiciones
dignas de vida y trabajo para la inmensa mayoría de la población y en
particular para quienes han sido más golpeados por la crisis y por las medidas
de austeridad aplicadas teóricamente para combatirla, lo cual pasa por
introducir profundas reformas en el modelo económico y por repartir de forma más
equitativa la riqueza.
También es urgente recuperar el verdadero sentido de
nociones fundamentales, adulteradas o perdidas por años de demagogia y manoseo,
como soberanía, democracia y libertad, y también participación, compromiso, responsabilidad,
honestidad y servicio público. Términos que deberían alumbrar profundos cambios en el
terreno institucional para devolver poder a los ciudadanos y seleccionar a mejores representantes.
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