Tiempos salvajes nº 2, primavera, 2004
Aznar
se va...
Aznar se va como había prometido, pero no como
él había imaginado. Muy seguro de sí mismo, había preparado una salida de La
Moncloa bien distinta: un sucesor idóneo ganaría las elecciones por mayoría
absoluta y continuaría su programa de restaurar el franquismo sin Franco (pero
con franquistas) y acercarnos al insolidario modelo social y económico
norteamericano.
En apariencia, Aznar había triunfado en todos
los frentes. Ni el parlamento ni las masivas movilizaciones en la calle han
conseguido que en su mandato haya asumido responsabilidad alguna, modificado un
ápice su postura o admitido razones
diferentes de las suyas. Nada ha concedido a la oposición ni a la ciudadanía
que le ha sido adversa. No ha reconocido errores ni carencias por más que los
hechos -muchos- le hayan quitado la razón. Ha sido inflexible, terco, bronco y
tramposo hasta el último momento.
Instalado
en la crítica permanente a la oposición y a los partidos nacionalistas, una vez
que hubo logrado la mayoría absoluta y ya no precisó de ellos, ha hecho del
autoritarismo, de la opacidad y la crispación su forma de gobernar,
convirtiendo su mal carácter y su falta de reflejos en el estilo de trabajo de
su partido, tan dado, por otra parte, al abuso de poder y a comportarse de modo
chulesco. El estilo prepotente, y con frecuencia grosero, con el que Arenas,
Cascos, Ramallo, Zaplana o De Grandes le han seguido como destacados
camorristas, ha ido acompañado del silencio, de medias verdades y mentiras
completas, de desmentidos, de propaganda sistemática, ocultación de fuentes y
del control de la información pública. Aznar ha basado su gobierno en la bronca
y en la opacidad.
Su
forma de actuar ha sido dañina para las instituciones democráticas de este
país, que, por su origen en la reforma de una dictadura, están necesitadas de
un espíritu que les insufle claridad, transparencia, renovación, debate,
apertura a la sociedad, anchura de cauces, rendición de cuentas y no poca
autocrítica. Cualidades estas que el Partido Popular, inspirado en el
franquismo, en la intransigencia católica y en el dogma ultraliberal, no puede
proporcionar.
Aznar
no sólo deja un clima político enrarecido y crispado sino un país que en
demasiados aspectos ha situado entre los más atrasados de la Unión Europea. Los
años de crecimiento económico ayudado por los fondos europeos no se han
aprovechado para reducir la distancia que nos separa de los países más
adelantados de la Unión, sino para aumentar la brecha como efecto de las medidas neoliberales aplicadas en materia económica y social.
Contra lo que afirma propaganda gubernamental,
España está colocada en los últimos puestos de la U.E. en gasto social por
habitante, en protección a la familia, gasto sanitario, prestación a la vejez,
viudedad e invalidez; en vivienda protegida y en prevención de la exclusión
social; en inversiones en educación, tecnología e investigación científica; en
innovación, productividad, formación profesional, desarrollo humano, trabajo
femenino y solidaridad internacional. Y en los primeros lugares en paro,
trabajo precario, accidentes laborales, fraude fiscal, endeudamiento familiar,
economía sumergida, precio de la vivienda y de la electricidad doméstica, en el
número de pobres y lleva camino de ponerse en cabeza en número de delitos. Por
otra parte, España es el país de la UE que más incumple los acuerdos del
protocolo de Kioto sobre protección del medio ambiente.
Desde
este punto de vista, el balance de la etapa Aznar es desastroso, porque de poco
sirve que los grandes números de la economía indiquen que España va bien
si las condiciones de vida de un número creciente de sus ciudadan@s van mal,
incluso a peor.
Y
llega Zapatero
Contra
la opinión de los medios afines al PP, que muestran una derecha con mal perder, el recuerdo de la gestión del PP
ha influído en la decisión de los votantes que han dado la mayoría a Rodríguez
Zapatero.
Es
cierto que el bárbaro atentado del 11 de marzo, tres días antes de las
elecciones, ha conmovido a la población y ha suscitado el clima emocional con
que la gente ha acudido a las urnas. Pero también es cierto que, por lo
general, en situaciones de emergencia nacional los ciudadanos suelen respaldar
a los gobiernos, como así ocurrió al día siguiente del atentado, cuando
millones de personas, siguiendo la convocatoria de las autoridades, se
manifestaron en toda España contra el terrorismo, cuando aún creían que era ETA
la autora de la matanza. Y hay que recordar que, a diferencia de la
concentración contra ETA, celebrada en Barcelona el 27 de febrero, en la que el
PP rehusó participar, en esta ocasión a Aznar y a la plana mayor del PP les
faltó tiempo para ponerse detrás de una pancarta, cosa que habían reprochado a
Zapatero durante las jornadas de protesta contra la invasión de Iraq.
Varios
ministros del gabinete han acusado a las izquierdas de hacer un uso partidista
de los atentados para ganar las elecciones, pero la realidad es la contraria,
pues, ocultando a la opinión pública a los verdaderos autores del crimen y difundiendo
la idea de que había sido ETA, el PP había encontrado un inesperado elemento
dotado de una gran carga emocional para utilizarlo como refuerzo del eje
central de su campaña -el terrorismo de ETA y la unidad de España-, en un
momento en que las encuestas daban como resultado de las elecciones un empate
técnico. Lo que ocurrió es que la maniobra fue tan burda y las mentiras tan
evidentes que quedó una vez más de manifiesto, para quien no lo tuviera claro,
que el Partido Popular era capaz de mentir y sacar ventaja hasta en el último
minuto. El partido que había mentido nada más llegar al Gobierno, recuérdese la
acusación nunca probada de que Solbes había concedido una amnistía fiscal a sus
amigos, y había seguido mintiendo después (Gescartera, Ercross, Prestige,
Yakolev, Iraq) en asuntos decisivos de la política nacional, se marchaba de la
misma manera.
Esta
actitud poco noble, junto con los malos modales de Aznar, un hombre de la
caverna con estilo de taberna, y los resultados de la política antisocial
aplicada sin tregua durante ocho años han permitido que el PSOE haya podido
recoger, además de sus votos fieles, los votos de dos millones de jóvenes y el
de un millón y medio de abstencionistas, consiguiendo algo nuevo en la historia
reciente: un vuelco electoral que ha desalojado del Gobierno a un partido que
ha disfrutado sólo de una legislatura de mayoría absoluta.
El
Partido Popular debería revisar críticamente su actuación en los últimos ocho
años y especialmente la labor del hombre que lo ha conducido con mano férrea
hacia el desastre.
Caballo
loco
No hay comentarios:
Publicar un comentario