Tiempos salvajes nº 1, septiembre-octubre, 2003
La frase la imaginación al poder,
que en mayo del 68 escribió sobre una pared un mozalbete parisino, expresaba el
hastío de la gente joven hacia la política del general De Gaulle y señalaba la
cualidad fundamental de un gobierno que aspirase a remontar la desesperante y
anodina administración de la realidad para adaptar la actividad política a las
necesidades de un mundo nuevo, que, con la crítica del viejo, empezaba a
imaginarse.
Hoy, cuando la actividad política es más
desesperante y la realidad mucho más desesperada para demasiada gente, millones
de personas de todo el planeta han convertido en un reto aquella juvenil
denuncia y asumido que otro mundo es tan posible como necesario. Empero, en
España, el Gobierno da muestras cada día de carecer no sólo de imaginación para
enfrentarse a un mundo tan precisado de ella, sino que, manipulando la
información, obstruyendo los controles democráticos y ninguneando a la
oposición, ha instaurado, de hecho, la opacidad como norma y la mentira como
elemento auxiliar cuando falla la primera, para encubrir decisiones arbitrarias
sin fundamento técnico o jurídico, ocultar vínculos entre lo público y lo
privado, velar tratos preferentes, tapar errores o disimular muestras de
incapacidad.
Una serie de acontecimientos nacionales
e internacionales ocurridos mediada la legislatura han puesto a prueba el
escaso talante democrático del Gobierno, su falta de capacidad para reaccionar
con acierto y prontitud ante hechos que han reclamado intervenciones eficaces e
inmediatas y su dificultad para admitir errores. La huelga general del 20 de
junio del 2002, la movilización contra los efectos del chapapote, la huelga
general contra la Ley de Calidad, las resistencias callejeras ante la LOU y las
masivas manifestaciones contra la guerra de Iraq han revelado la indignación
popular ante el elevado grado de incompetencia del Gobierno, que ha reaccionado
tarde y mal ante eventos dramáticos y se ha negado a asumir las mínimas
responsabilidades políticas. Así que lo que prometía ser la despedida triunfal
de Aznar y la víspera de otra mayoría absoluta ha resultado un año aciago, en
que los 10 puntos de ventaja en intención de voto que el PP sacaba al PSOE se
han perdido en menos de seis meses y han dado un práctico empate en las
elecciones autonómicas y locales. Pero la lección no está aprendida, porque el
Gobierno ha persistido en su estrategia de negar las evidencias oponiendo
desinformación, propaganda, opacidades y mentiras.
En el primer caso citado -la huelga
general del 20-J-, la Audiencia Nacional ha condenado a TVE por vulnerar
derechos fundamentales -de huelga y libertad sindical- y ofrecer información
sesgada sobre la jornada siguiendo la consigna del ministro portavoz, Pío
Cabanillas, que tuvo que madrugar para mentir. “No ha habido huelga general”
señaló demasiado temprano, anticipando una noticia desmentida por los hechos,
pero que sirvió de criterio para confeccionar los informativos del día.
Las circunstancias que rodearon el
naufragio del Prestige han sido aclaradas a pesar de que el Gobierno
intentó ocultar su indiferencia, primero, y sus errores después, con la
deformación de la verdad sobre el suceso. Primero quiso desentenderse del
problema, luego minimizar la dimensión de la catástrofe -No hay marea negra-,
después se negó a crear una comisión de investigación en el parlamento central
o el autonómico para depurar
responsabilidades políticas y finalmente atacó a la oposición local y nacional.
En fecha reciente se ha sabido que el
errático rumbo seguido por el petrolero hasta su naufragio se debió, en contra
de lo afirmado por nuestras autoridades, a las presiones de los gobiernos de
Portugal y de Francia. Y se ha sabido por las declaraciones que altos cargos
españoles han realizado ante una comisión de investigación de la Asamblea
francesa, pero aquí, el Partido Popular no la ha considerado necesaria.
Donde las mentiras gubernamentales han
alcanzado mayores dimensiones ha sido en la guerra contra Iraq. El apoyo
incondicional de Aznar a los belicosos planes de G. W. Bush ha necesitado una
amplia campaña de propaganda y desinformación para ofrecer motivos mínimamente
verosímiles a la opinión pública. Como es sabido, el motivo principal aducido
para justificar la guerra ha resultado ser una patraña. Una vez invadido el
país, no sólo no se han hallado vínculos entre Al Qaeda y el régimen de Sadam
ni han aparecido las temidas armas de destrucción masiva, sino que cuando Bush,
Blair y Aznar decidieron la invasión ya sabían, por los inspectores de la ONU y
por los propios servicios secretos, que tales armas no existían. Pero mientras
Bush y Blair se ven en aprietos para justificar su decisión en países en los
que la mentira de un gobernante puede ser el fin de su carrera política, Aznar
se sigue negando a dar explicaciones y tapando unas mentiras con otras, al
asegurar, ahora, que ha actuado siempre bajo el mandato de la ONU y atribuyendo
a los inspectores algo que siempre han negado.
Como en otros casos, la responsabilidad
en el ocultamiento de la verdad o en la deliberada difusión de falsedades ha
recaído no sólo sobre Aznar sino sobre todo el gabinete, sobre los ministros
concernidos -Cascos, Rajoy, Arenas-, y sobre otros responsables del Partido
Popular -Luis de Grandes, Fraga-. En la guerra de Iraq, Aznar ha sido secundado
en sus fábulas por Ana Palacio y Federico Trillo, en una campaña de propaganda
de tinte gobbelsiano con la que se ha buscado ampliar el efecto social de la
mentira principal multiplicando el número de reemisores y repitiendo el mismo
mensaje por diferentes bocas. El llamado Argumentario por la paz y la
seguridad, del Ministerio de Defensa, cuya correcta denominación sería Colección
de fábulas castrenses al estilo de Samaniego, tiene como objeto suministrar
argumentos favorables a la guerra (en nombre de la paz) a altos mandos del
ejército que habrían de participar en la campaña de propaganda. Como en los
demás casos, la salida a la luz, por la prensa, de este belicoso catecismo ha
puesto en circulación nuevos embustes tratando de negar la evidencia.
El mismo ministro ha creído que, igual
que las brujas engañan a Macbeth, él podría engañar a la opinión pública en el
asunto del accidente del Yakolev, que costó la vida a 62 militares
españoles, propalando una sarta de falsedades sobre el estado del aparato. Pero
lo sabido sobre el accidente, a pesar de las brumas difundidas por el ministro,
es que ni el avión ni la tripulación reunían las condiciones de seguridad
adecuadas y que el ministerio de Defensa no conoce las condiciones de los
servicios que contrata ni comprueba el estado de los aparatos, simplemente cree
lo que le cuentan las compañías subsidiarias que trabajan para la OTAN.
En el capítulo de las fábulas sin
tragedias colectivas, por ahora, pero con un elevado índice de accidentes
laborales, hay que incluir la inacabable obra del AVE Madrid-Lérida, cercada
por una oscura niebla administrativa y plagada de decenas de irregularidades en
la adjudicación de las contratas y de mentidos y desmentidos en cuanto a
plazos, señalización, firmeza del suelo y seguridad del trazado, que vuelven a
sembrar dudas respecto a la capacidad del ministro del ramo.
La habitual resistencia del Gobierno a
investigar casos de corrupción cuando pudieran afectar a personas del PP -Piqué
(Ercross), Matas (Formentera), Rato y Ramallo (Gescartera), Palacio (lino),
Huete (Funeraria), entre otros- ha encontrado una curiosa excepción en la
comisión de la Asamblea de Madrid para investigar las relaciones de los
tránsfugas Tamayo y Sáez. Pero como el interés es torticero y busca vincular al
PSOE con una trama inmobiliaria a través de los tránsfugas, la comisión carece
de documentación para poder iniciar una instrucción previa al interrogatorio de
los testigos, sobre cuya lista el PP ha ejercido el veto que le proporciona su
exigua y viciada mayoría.
La orden dada a los servicios secretos
-el antiguo CESID- para que dejen de investigar sobre la corrupción, la
sustitución, mientras permanece Fungairiño, de Fernández Bermejo y Jiménez
Villarejo al frente, respectivamente, de la Fiscalía del Tribunal Superior de
Madrid y de la Fiscalía Anticorrupción, así como el cambio de competencias de
ésta y la inhibición del Fiscal General del Estado en el caso Tamayo y Sáez, a
pesar de los abrumadores indicios de delito, proporcionan suficientes motivos
de alarma como para pensar que el Gobierno desea que una parte de sus
actividades siga permaneciendo en una cómoda y oscura zona de sombra.
Caballo Loco
Agosto 2003
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