domingo, 23 de abril de 2017

El sueño de Aznar

Tiempos salvajes nº ....

Un fantasma recorre el palacio de La Moncloa -escribiría hoy Marx, si se ocupara de nuestros asuntos- y condiciona las decisiones políticas de su actual inquilino. 
Parte del comportamiento de Aznar sólo se comprende si se tiene en cuenta su permanente lucha contra el fantasma de su antecesor en La Moncloa, al que intenta superar aún después de haberle desplazado del poder.
Como si se tratase de un personaje de la película de Jacques Tourneur Retorno al pasado (Out of the past, 1947), Aznar, desde que alcanzó la jefatura del Gobierno, se comporta como un hombre salido del pasado, al que trata apresuradamente de volver. Pero a ese pasado, al que pretende arrastrar a toda España, sólo se puede regresar restaurándolo, haciéndolo presente en un estado de cosas que se le parezca. Lo cual le conduce a tener que enfrentarse de nuevo con su viejo adversario, derrotado pero siempre presente y desafiante en las realizaciones de su largo mandato político. Esta es la tarea que Aznar se ha impuesto y que pretende realizar en muy poco tiempo, ya que hasta en la utilización del tiempo de que dispone presiente la sombra de su adversario, pues quiere evitar a toda costa que alguien le procure un final de mandato como el que él dispensó a un González cansado y acosado. Un fin de mandato, en el que los abundantes casos de corrupción y las perversiones surgidas en el PSOE al calor de una larga estancia en el poder, fueron habilmente utilizados por Aznar para presentarse como un paladín de la honestidad y diseñar una estrategia que le condujera al Gobierno como una condición indispensable para regenerar los usos democráticos y la deteriorada vida política. Pero los planes de Aznar aspiraban a algo más que a sentar en el banquillo a los responsables del GAL y de la corrupción política. Su objetivo esa destruir todo el legado de los gobiernos socialistas, especialmente, sus logros en materia social.
Para Aznar, lo esencial no era hacer justicia, o mejorarla (a la vista está), sino reducir, e incluso desmontar, el raquítico Estado de bienestar que tenemos, para ello, el Partido Popular, desde la oposición, debía desgastar al Gobierno de González cuanto pudiera. Y halló motivos sobrados para desalojar PSOE del poder el tiempo necesario para acometer una profunda contrarreforma en el ámbito social. Así, el objetivo no declarado de Aznar no era tanto castigar a los socialistas, como castigar a los ciudadanos por el procedimiento de reducir los servicios que reciben del Estado.       
Esa tarea de destruir el legado de González, realizada contra el tiempo, y dejar una España transformada en sus hábitos y estructuras y difícilmente reversible, en la se reconozcan rasgos tradicionales adobados con modernidad ultraliberal, explica el permanente estado de guerra del PP contra el PSOE y la crispación de Aznar en sus discusiones con Zapatero, como si aún estuviera increpando a González. El diálogo con los oponentes -aun dentro de su partido Aznar exige adhesión inquebrantable- está descartado, porque su visión de España no admite matices. Incluso en los raros momentos de acuerdo con la oposición -los pactos con el PSOE (antiterrorista, por la justicia, modificación de la Ley de Extranjería)-, aunque no hayan sido iniciativas del PP, la interpretación que debe prevalecer es la de Aznar. Su visión de las cosas y de España es la única correcta; su proyecto es el único posible y no admite consejos, críticas ni desviaciones. Su programa restaurador de la vieja España autoritaria explica su permanente crispación, incluso en su partido, al que necesita disciplinado y dispuesto a secundarle sin matices ni desmayos, y su prisa por cambiar la cara y el alma de este país sin concederse ni relevo ni descanso, como diría el mismo Franco.
Para afrontar esa ingente tarea, Aznar ha adoptado una postura maniquea pero muy cómoda, por la cual considera que el PP es un partido único, porque está dotado de un programa certero y de unos dirigentes infalibles; si hay errores son del PSOE (o de otros), y las insuficiencias corresponden a la etapa de González. De este modo, el Gobierno rechaza por sistema las consecuencias de sus actos por muy evidentes que sean y descarga la responsabilidad, por acción o por omisión, en la oposición o en el legado recibido -siempre el fantasma de González intentando perjudicar a Aznar-. La negativa a debatir en las cámaras o a formar comisiones de investigación -prometidas por Aznar cuando estaba en la oposición- y las reformas legislativas urgentes, decididas para eludir responsabilidades ante la presión de la opinión pública, son parte de esta estrategia que ya tiene un largo recorrido: las medidas urgentes sobre la violencia doméstica, adoptadas a golpe de titular de las páginas de sucesos después de haberse negado en el Congreso a discutir una ley integral propuesta por la oposición; la ley antibotellón promulgada de prisa y corriendo para intentar encubrir su equivocada concepción de la convivencia ciudadana y el orden público; el cumplimiento íntegro de las penas por delitos de terrorismo, adoptado tras el asesinato de un guardia civil; las sucesivas modificaciones de la Ley de Extranjería a instancias de lo que ocurre en la calle y recoge la prensa; la prisión preventiva, reformada después de haber sido excarcelados, sin juicio, dos acusados de asesinato; la reforma del Código Penal a raíz del asesinato de una joven por varios adolescentes o el intento de reformar la ley del jurado como efecto de los errores en la instrucción del sumario que condujeron a la condena de Dolores Vázquez como autora del asesinato del Rocío Wanninkof, atribuído posteriormente a otra persona. Pero esta febril actividad legislativa, motivada por una lógica electoralista que busca un rápido efecto en la prensa y en los sondeos de opinión, no va acompañada por la correspondiente dotación presupuestaria -el deficit cero ni tocarlo- como ha sucedido, como caso ejemplar, con los juicios rápidos, que han contribuído a hacer más lenta la administración ordinaria de justicia al no haber contado con los necesarios recursos humanos y materiales.
En varios casos -seguridad, vivienda- esta urgencia legislativa se ha resuelto utilizando la anómala vía de la ley de acompañamiento de los Presupuestos Generales del Estado y en otros tantos se ha cumplido el trámite parlamentario de modo rápido -pasando el rodillo en las Cortes-, convirtiendo en leyes asuntos de trascendencia nacional que no ha sido debatidos.
En el controvertido asunto de la vivienda, un derecho constitucional a precio de oro, el Partido Popular no ha presentado ni discutido un modelo residencial, simplemente ha dejado que el mercado actúe, espoleado, según el ministro de Fomento, por la afición de los ciudadanos a los pisos caros, pero impulsado, en realidad, por la especulación inmobiliaria y la escandalosa falta de oferta de vivienda pública en régimen de propiedad y de alquiler.
En materia de seguridad ocurre algo similar. La única vertiente del problema que al Gobierno le interesa es la lucha contra el terrorismo. El Ministerio del Interior es más bien el ministerio del antiterrorismo y en algunos casos del orden público, entendido como control de las expresiones ciudadanas en la vía pública. La seguridad de los ciudadanos como un derecho fundamental está sometida a los rigores del déficit cero y a los continuos recortes de la plantilla de agentes e investigadores. El lema, apuntado por un responsable de esta materia en Madrid, que define el modelo de seguridad pública del Partido Popular es el de que quien quiera seguridad (privada) que se la pague.          
El servicio militar fue suprimido de un plumazo en un alarde electoralista, pero sin debatir la incardinación del ejército español en la defensa de Europa, salvo en la OTAN. Lo que ha quedado claro en la guerra de Iraq es su subordinación a las decisiones de la Casa Blanca, a las que el Gobierno nos ha vinculado, igualmente sin haberse debatido previamente en el Congreso un asunto de tal importancia.
El mismo talante y la misma prisa se advierten en la reforma de la educación, que resume de forma admirable la doble faceta de la corrección aznariana –tradicional (devolver poder a la iglesia católica) y ultraliberal (privatizar el beneficio)-, emprendida con la Ley de Calidad de la Enseñanza (mejor de “catolicidad”), en la que aceptando con gusto las presiones de la Conferencia Episcopal, vuelve a introducir la religión católica como materia evaluable en el currículo y establece los ejes para que el desarrollo, con fondos públicos, de los centros privados, en su mayoría católicos, vaya dejando la enseñanza pública en lugar marginal, y en la Ley Orgánica de Universidades (LOU), tramitada por procedimiento de urgencia -los cientos de enmiendas de los partidos de la oposición fueron despachados a velocidad olímpica-, en la que se percibe el mismo interés por privatizar y apoyar a la iglesia católica y la misma falta de recursos económicos.
Junto a la enseñanza, otras áreas donde se ha manifestado claramente el afán privatizador han sido la sanidad, las pensiones y los servicios públicos, cuyo inducido deterioro ofrece la justificación para enajenar patrimonio colectivo y entregarlo, barato, a la gestión privada. Hay que recordar otra vez que, en España, las pensiones, la enseñanza y la asistencia sanitaria como servicios universales y gratuitos fueron establecidos por primera vez por el PSOE y que, con toda la modestia de medios que se quiera, forman parte del legado de González que Aznar se propone erosionar.
Siguiendo una confusa -¿feudal o ultraliberal?- pero firme inspiración, Aznar, para reducir los derechos de los trabajadores y aumentar las prerrogativas de los empresarios, no ha dudado en precarizar más el ya precarizado mercado laboral. Su empecinamiento con unos sindicatos que hasta entonces parecían dormidos le llevó a utilizar un medio -el decretazo- que demostraba su estilo prepotente en materia laboral. La huelga general del 20 de junio del 2002 fue la respuesta, y el decretazo fue desactivado por el Gobierno.
La concepción unilateral, centralista y autoritaria de España y la persistente intención de luchar contra el fantasma de González allí donde éste haya dejado huella incapacitan a Aznar para entender y resolver los problemas generados por la configuración autonómica del Estado, acentuados por los sentimientos nacionales. La subordinación del Partido Socialista a la estrategia del Partido Popular en el País Vasco y el confundir la firmeza contra el terrorismo con la inflexibilidad en las relaciones con el Ejecutivo vasco, un gobierno legítimo y constitucional a fin de cuentas, han llevado al PP a definir su política en esta comunidad en términos de o conmigo o contra mí -similar, por otra parte, a la del PNV-, que deja entrever una solución muy complicada al problema. 
El rechazo de Aznar a la Constitución en 1978 (también, en gran parte, una obra de González y del PSOE), se ha convertido veinticinco años después en la defensa numantina de una interpretación unilateral y restrictiva de la misma. Lamentándose internamente por haberse dedicado a estudiar y a preparar oposiciones en vez de haber participado más activamente en la transición, ahora, un acomplejado Aznar, poseído por la fe del converso, ha llegado el último a defender la Carta Magna pero se ha colocado el primero para alardear de un patriotismo constitucional, que es más bien patriotismo a secas.
Una de las áreas donde más claramente se ha visto la ruptura del consenso ha sido en las relaciones internacionales, en las que ha cambiado la política de Estado. Aznar no ha reforzado los vínculos con EE.UU., como afirma, ni ha contribuido a disipar los viejos recelos con respecto a la política exterior de la Casa Blanca, sino al contrario, los ha acentuado al prestar apoyo incondicional, concedido sin consultas ni debates, al gobierno de Bush, que aglutina al sector más reaccionario y agresivo del Partido Republicano, en una coyuntura en que las instituciones internacionales han sido sometidas a grandes tensiones por la política expansiva de la gran potencia americana.
El sueño de Aznar no se detiene en cambiar España y sus alianzas, pretende también cambiar Europa y superar a González, acabar las buenas relaciones que éste mantuvo con Alemania y con Francia y aliarse con Blair, el menos europeísta de los gobernantes europeos y el más firme defensor del modelo de capitalismo de mercado en detrimento del capitalismo europeo moderado por el Estado de bienestar, en declive pero vigente. Pero no hay que pensar que Aznar es un gobernante materialista obsesionado sólo por el mercado; también le importan el alma y las creencias religiosas de los europeos, razón por la cual ha propuesto que la futura Constitución de la Unión haga alusión a las raíces cristianas de Europa. Su buena relación con el gobierno de la católica y papal Polonia frente el eje formado por la luterana Alemania y la Francia republicana y laica, nos retrotraen al pasado de los tercios de Flandes, que más vale no recordar.
Pero aparte de este juego en las altas instancias de la política, la convergencia con Europa no es más que retórica. En condiciones de vida y trabajo, no nos acercamos a la Unión Europea, sino al contrario, nos alejamos del promedio europeo en derechos laborales, protección familiar y social, en educación e investigación, en salarios y pensiones, pero nos queda el dudoso honor de estar a la cabeza en trabajo precario, en accidentes laborales y en el precio de la vivienda. Y en Madrid, capital del Estado, el índice de criminalidad ha subido el 58% del año pasado a lo que va de este, cosa que no ha ocurrido en ninguna de las grandes ciudades de la Unión Europea.
Ya sabemos que Aznar, una vez que ha utilizado España como si fuera el diván del siquiatra, se nos va. En Nueva York ha recibido, de manos de un rabino, un galardón como estadista mundial concedido por una fundación religiosa, pero no sabemos si con el premio le llegará el descanso, pues, ¿Culmina con ese trofeo el sueño de Aznar de vencer definitivamente a su adversario?, ¿Logrará borrar, ese reconocimiento, sus complejos de adolescente?, ¿Se librará, por fin, del fantasma de Felipe González?

Caballo loco

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