domingo, 23 de abril de 2017

La ”revolución conservadora”

Tiempos salvajes nº 3. Otoño, 2004. 

El pasado 5 de junio falleció Ronald Reagan, cuadragésimo presidente de los EE.UU. La clase política norteamericana le despidió con un funeral de estado y la derecha occidental recordó con alabanzas su mandato. Se le recuerda por su intención de desregular el mercado, reducir la función asistencial del Estado, instaurar desde la Casa Blanca una etapa de decisiones unilaterales, reavivar el furor armamentista, aplicar una política exterior muy agresiva y elevar la tensión con la URSS que condujo a su ocaso. Fue él quien anunció el final de la guerra fría y estableció las bases de un nuevo orden mundial bajo la indiscutible hegemonía de EE UU.

El balance de la gestión de Ronald Reagan
Desde un punto de vista medianamente progresista, el balance de su gestión merece calificarse de catastrófico para los estratos más débiles de la sociedad norteamericana y de otras a las que su poder alcanzó. Reagan, queriendo aumentar la riqueza y la seguridad de las clases altas de EE.UU., contribuyó a hacer un mundo más inseguro y más injusto, y como un aprendiz de brujo desencadenó unas fuerzas que más tarde han puesto en jaque a su propio país, además de a otros. El paso de los años ha desvelado todo el potencial socialmente destructivo que contenía su programa, el cual, pese a todo, sigue inspirando la acción de muchos gobiernos.
La llamada por sus partidarios <revolución conservadora> fue una enérgica reacción a la oleada progresista de los años sesenta, impulsada por el ala más derechista del Partido Republicano, apoyada en fuerzas sociales tradicionales que Reagan supo aglutinar. Esta es la clave para comprender la época que comienza con él y que llega hasta nuestros días bajo la confusa etiqueta de globalización, que no es un inevitable efecto económico, sino el resultado de aplicar políticas neoliberales durante veinticinco años.

Ideas e ideólogos de la nueva derecha
El neoliberalismo se ofrece como la explicación más razonable sobre los seres humanos y la sociedad, y como el único programa político capaz de percibir la realidad del mundo y de gobernarlo con algún sentido. Pretende contemplar al ser humano como es realmente -un ser calculador y egoísta, que se mueve por el interés- y se ofrece como el único discurso verosímil, que, sin embargo, ha alterado el panorama general del pensamiento político, económico y moral de occidente, e invertido los términos en los que la izquierda planteaba el debate con su principal oponente.
El programa neoconservador es consecuencia de la conjunción de corrientes individualistas y antisocialistas, que, desde el campo académico y religioso, reforzaron las opciones más extremas del programa republicano: liberal en economía, tradicional en lo moral y conservador en lo social (familia, sexo, aborto, pena de muerte),  segregacionista, partidario de la seguridad interior e intervencionista en el exterior, confederal, anticomunista y nacionalista.
En lo que respecta al origen académico, es difícil resumir en pocas líneas la magnitud de la ofensiva intelectual conservadora elaborada por el conjunto de universidades, clubes, fundaciones e institutos de EE.UU. que forman el think tank del neoliberalismo, propagada por el aparato mediático norteamericano, impulsada, en ocasiones manu militari, por los gobiernos de dos grandes potencias (EE.UU. y Reino Unido) y aplicada por los organismos económicos internacionales bajo su dependencia. Tal como señala Susan George[1], la labor ideológica y propagandística de la derecha ha sido excepcional. Han invertido cientos de millones de dólares, pero ha merecido la pena cada uno de los centavos invertidos, ya que han logrado que hoy el neoliberalismo se llegue a percibir como el curso normal y natural de la humanidad (...) De modo que, de una reducida y desprestigiada secta, el neoliberalismo ha logrado convertirse en la principal religión del mundo, con su doctrina dogmática, sus vicarías, sus instituciones legislativas y, seguramente, su infierno para los paganos y pecadores que osen criticar la revelación de la verdad.
La base teórica del pensamiento conservador procede de la reinterpretación de textos de la economía clásica efectuada por los discípulos de Hayek y Von Mises, Milton Friedman y sus compañeros de la universidad de Chicago, para criticar la intervención económica del Estado y, explícitamente, las propuestas socialistas (el mercado lleva a la democracia, pero la planificación conduce a la dictadura). Las ideas que el piadoso Smith o el cínico Mandeville esbozaron cuando el capitalismo mercantil se topaba con las envejecidas estructuras del Antiguo Régimen se han tomado al pié de la letra para atacar la planificación económica y la política redistributiva cuando el capitalismo se ha convertido en el sistema económico dominante y sus nocivos efectos sociales son difíciles de negar. El declive de las economías planificadas -bien por implosión (URSS), bien por transubstanciación (China)- ha proporcionado verosimilitud a este discurso.
Junto a la glorificación del mercado como regidor absoluto -la mano invisible-, la defensa del individualismo, basada en Mill o Bentham, y la tradición, tomada de viejos conservadores como Burke, inspiró a modernos conservadores como Podoretz, Bell, Kristol, Nozick, Novak o Popper, seguidos por una legión de profesores, editores, escritores y periodistas que recibió fuerte apoyo financiero de una red de fundaciones, universidades, asociaciones e institutos, como la Hoover Institution on War, la Heritage Foundation, Revolution and Peace, el Instituto Americano de Empresa, Cato Institute, Manhattan Institute for Policy Research, Freedom House, el Comité por un Mundo Libre, el Comité por la Supervivencia de un Congreso Libre, American Institute for Free Development, entre otras, y de periódicos como Commentary, New America, Public Interest y los vinculados al American Enterprise Institute for Public Research, Public Opinion, Regulation, The AEI Economist y AEI Policy and Defense Review[2].
Otro aporte importante al programa de Reagan vino del ámbito religioso más retrógrado representado por La voz cristiana, la Mesa Redonda Religiosa, la Iglesia Cristiana Fundamentalista, la Iglesia Metodista Unida y especialmente la poderosa Mayoría Moral, del reverendo Falwell, y del Instituto sobre Religión y Democracia. En muchos casos, estas iglesias y asociaciones religiosas tenían vínculos orgánicos con las mencionadas organizaciones civiles.

Los años sesenta: la revolución innovadora
En el marco de una serie de conflictos internacionales, en los años sesenta y parte de los setenta se produce en EE.UU. una rápida transformación, que si bien no merece el calificativo de revolución política sí supone una revolución social, porque los cambios que venían gestándose aparecen tumultuosamente por la actividad de jóvenes, estudiantes, mujeres, intelectuales, gentes de la cultura o pertenecientes a minorías raciales, sociales o sexuales, que responden de manera pública y colectiva a problemas económicos y políticos y demandan cambios en la forma de gobernar, de trabajar, de educar y de vivir. Con la impaciencia propia de las nuevas generaciones y la urgencia de los colectivos excluidos del estilo de vida americano o de sus críticos, se reclaman cambios inmediatos.
Como todo movimiento social extenso y diverso, la movilización de esos años tuvo su obligada cuota de excesos y desviaciones. A mitad de la década del 70, los mejores y los peores efectos de la explosión social se percibían claramente. El movimiento se agotaba y quedó en formas petrificadas de vida alternativa, de existencias extremas: guetos, marginación y residuos del gran movimiento. Y tanto como los éxitos, los cambios positivos y las reformas legales, también eran visibles los excesos, los fracasos y las víctimas, que servirían de pretexto inicial a la reacción conservadora.
Los años sesenta y setenta significan ruptura de normas, hedonismo, elección de formas de vida; pacifismo; comunidad y solidaridad: en definitiva, liberación individual y colectiva y acceso a nuevos derechos. El llamado <neoliberalismo> de Reagan no traerá más libertad sino menos; más marginación y represión; menos solidaridad y más individualismo y competitividad; más contención y más religión y, por supuesto, más pobreza y más desigualdad, que se convierte en el leit motiv de la restauración conservadora. Porque la tan proclamada libertad, para los conservadores no es más que un pretexto para acentuar la desigualdad, que es la eterna meta de los estratos sociales privilegiados.

Los años ochenta: la revolución "conservadora"
La sociedad norteamericana sobre la que va a actuar el discurso conservador está sometida a rápidas mutaciones -la América inestable, de la que habla Bell-sumida en una crisis económica y en la desorientación política. Los titubeos de Carter supusieron, para muchos norteamericanos, un mandato decepcionante.
En el ámbito político, además del desconcierto por la oleada de asesinatos políticos (hermanos Kennedy, Luther King y otros dirigentes negros o blancos integracionistas) de los años 60, está afectada por el caso Watergate, que provoca la renuncia de Nixon (1974), por la derrota en Vietnam (1975), por el avance de la URSS en África y Asia (Afganistán) y por la reciente caída de regímenes aliados en Irán y Nicaragua (1979), que amenaza el equilibrio de zonas  estratégicas como Oriente Medio y América Central, donde el gobierno de Panamá reclama la devolución del canal y la guerrilla acosa a la junta militar de El Salvador. La impresión popular sobre la pérdida de vigor de los EE.UU. se confirma con la restricción del consumo y la subida del precio de la gasolina a consecuencia del embargo del crudo árabe, y por las consecuencias de la recesión de los años 1973 a 1975 y  de 1980 a 1982.
Ya en el ámbito económico, dichas recesiones están lejos de ser coyunturales o causadas por agentes externos (subida del precio del petróleo y de diversas materias primas), pues fenómenos como la inflación, el desempleo, la caída de las bolsas y la inestabilidad monetaria señalan la entrada de las economías occidentales (salvo Japón) en un largo período de incertidumbre que pone fin al modelo productivo surgido después de la II guerra mundial, regulado por las instituciones de Bretton Woods. Dicho en otros términos, y aunque entonces no se percibía así, había concluido la larga fase de expansión capitalista iniciada  en 1945 y se entraba en una etapa de recesión que iba a afectar a la estructura y funciones del modelo de acumulación de capital.
Durante el mandato de Carter,  pese a recuperaciones pasajeras, la economía había evolucionado mal, y por causas diversas como la crisis fiscal y el recorte de servicios, la vida se hacía cada día más difícil en las grandes ciudades, azotadas además por el aumento de la delincuencia.
Carter, que ya había adoptado algunas medidas de corte neoliberal que luego Reagan ampliaría, había percibido el estado de ánimo de la nación y señalado el peligro de que los EE.UU. pudieran convertirse en un país de pesimistas, pero sería Reagan quien se presentase como el hombre capaz de devolver a la nación la confianza en sí misma y retornar a la América feliz, para lo cual había que privar de funciones asistenciales al Estado, demasiado poderoso y poco capaz, restaurar los valores tradicionales -moral, familia, nación, religión-, dejar actuar al mercado y aumentar el presupuesto de defensa. Se trataba de acometer un gran rearme militar además de ideológico.
Con respecto al rearme militar, la Iniciativa de Defensa Estratégica, o guerra de las galaxias según la jerga de la prensa, fue el proyecto de más envergadura de la Administración Reagan, que apoyó programas del gobierno anterior (los misiles MX o el bombardero BI) y puso en marcha otros (el misil Midget, la bomba de neutrones, el submarino atómico Trident y los misiles de alcance medio Pershing 2). Todo ello con la intención de superar la etapa de disuasión nuclear, basada en una situación de equilibrio armado con la URSS, que había llevado al convencimiento de que no habría claramente un ganador en el caso hipotético de declararse una guerra.
Pues bien, Reagan trasladó a los norteamericanos la idea de que era preciso acabar con la incertidumbre de un resultado desfavorable y convencer a la URSS y al mundo de que sólo podía haber un ganador: los Estados Unidos. Para lo cual había que romper de manera unilateral la situación de empate armamentístico llevando el rearme a cotas imposibles de alcanzar por la URSS. Con referencia al rearme ideológico, hay dos asuntos en materia moral que tuvieron mucha importancia para los conservadores: las drogas y la sexualidad. A finales de los setenta se había extendido el consumo de marihuana, también el de heroína y el de cocaína, ésta entre la clase media blanca, y saltado a las páginas de los periódicos, al cine y a la música. Y de ahí pasó a convertirse en uno de los argumentos centrales  del discurso conservador. Y lo mismo ocurrió con la sexualidad, que, como una  verdadera revolución, había roto con las normas tradicionales y presentaba, sin hipocresía, un gran abanico de opciones personales (parejas abiertas, amor libre, comunas), actividades (encuentros, terapias, talleres, publicaciones, asociaciones) e iniciativas (campañas de orientación y prevención, control de natalidad, educación sexual temprana), que alarmaban a los conservadores[3], para quienes todo era calificado de pornografía y considerado una de las causas de la decadencia de los EE.UU.
De entre los muchos moralistas que arengaban al público desde la televisión y apoyaron a Reagan, hay que destacar al predicador Jerry Falwell, dirigente de la poderosa Mayoría Moral, que emprendió una campaña por la regeneración espiritual -América debe volver a Dios-, contra el derecho al aborto y contra la pornografía[4]. Kenneth Starr, el fiscal que años después encabezaría el ataque republicano contra Clinton utilizando sus relaciones con Mónica Lewinsky, también figuraba entre los moralistas más intransigentes.
En 1984, Reagan encargó al Fiscal General otra investigación sobre los efectos de la pornografía en los consumidores de este tipo de productos (revistas, libros, cine, video). En 1986, Edwin Meese, a la vista del informe, señaló que probablemente la pornografía era perjudicial, pero ahí acabó todo. No parece casual que dos revistas tan diferentes como Time y Cosmopolitan señalaran, cada una por su lado, que la revolución sexual había terminado en 1980. Pero lo que modificó la conducta sexual de los norteamericanos fue la aparición, en 1982, de una misteriosa enfermedad que recibió el nombre de síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), que en 1986 ya había producido la muerte de 16.000 personas y afectado a más 36.000. El SIDA proporcionó nuevos argumentos a los moralistas, que lo consideraron un castigo divino.
La preocupación por el declive de la moralidad se reflejó en el crecimiento del sentido religioso de la vida, en la proliferación de iglesias fundamentalistas y en la reorientación conservadora de otras de talante más liberal. Según escribe P. Jenkins[5], entre finales de la década de 1960 y principios de la de 1980, denominaciones liberales como los episcopalianos, metodistas y presbiterianos sufrieron un cataclísmico descenso en el número de seguidores, perdiendo en algunos casos el 20 ó 30% de sus fieles. Entretanto, iglesias conservadoras como los Baptistas del Sur y las Asambleas de Dios registraban crecimientos del 50% en el mismo período. Durante los años ochenta, los sondeos de opinión solían indicar que cerca de la mitad de la población creía firmemente en la explicación de la Creación que figura en el Génesis  y rechazaba la evolución como una moda secularizadora; asimismo, la mayoría quería que su postura se enseñase en las escuelas.
El objetivo teórico de la regeneración conservadora era restaurar la moral de los pioneros invocando los viejos valores que habían hecho grande al país. Sin embargo, la moral del pionero correspondía a la austera etapa de la fundación, felizmente superada por una etapa de abundancia y comodidad que poco tenía que ver con el siglo XIX. La frugalidad, la disciplina, el trabajo y la piedad podían ser invocados como principios, pero el conjunto de la doctrina, así como sus fines habían cambiado. Señala Bell que el puritanismo como práctica social sufrió una transformación a lo largo de 200 años, pasando de la rigurosa predestinación calvinista (...) a justificar el darwinismo social del individualismo desenfrenado y el lucro (como ha observado Edmund Morgan, Benjamín Franklin se ganaba su dinero, pero John D. Rockefeller pensaba que el suyo venía de Dios).
La restauración conservadora pretendía volver a unir la nación y la religión, el patriotismo y la piedad y erradicar la laxa moral de los años sesenta, cuando el sentido crítico y el hedonismo habían favorecido ciertas formas de agnos-ticismo y desviado el sentido religioso cristiano hacia la naturaleza (animismo ecológico), hacia creencias sincréticas más o menos formales (hinduismo, budismo, hippismo) o hacia credos consagrados, como el Islam para una parte importante de la población afroamericana. Empero, el discurso moral de los conservadores y su práctica política tenían fines distintos: el primero pretendía unir moralmente a la nación; la segunda, disgregarla socialmente. El primero era igualitario en el ámbito espiritual, la segunda era desigualitaria en el ámbito económico, pero tal contradicción quedaba justificada por el individualismo que late en el calvinismo, en el cual, el éxito personal en los asuntos terrenos se considera una prueba de estar entre los elegidos del Cielo. Desde su origen, el calvinismo es una doctrina selectiva -no todos los creyentes se salvarán-, que en el caso de EE.UU. refuerza el credo nacional de ser un pueblo elegido. De este modo, los conservadores cuentan con un discurso de indudable potencia para justificar los resultados de su manera de gobernar, porque el triunfo o el fracaso de los individuos no depende de la acción política ni de la estructura económica sino de sus propios méritos. Reducida la intervención asistencial del Estado sobre la sociedad, sólo queda la libre competencia entre individuos que miran para sí mismos, y, en consecuencia, el triunfo de los mejores, que serán los elegidos de un pueblo elegido. ¿Cabe imaginar mayor justificación moral para los mejor situados? Así se puede ser rico sin complejos; sin complejo de culpa ni responsabilidad social.
Desde este punto de vista, no cabe sorprenderse de las ideas de Rockefeller y de otros tantos afortunados acerca del origen de sus fortunas. Ni tampoco cabe hacerlo sobre la superioridad que muestran las clases altas en sus relaciones sociales, puesto que se consideran los mejores entre los mejores y esperan ser tratados como corresponde. Igualmente, esta noción económico-religiosa les es de suma utilidad, pues supone una vacuna ante la visión de la injusticia y la desigualdad, frente a las cuales no les cabe responsabilidad alguna: a causa de la desigualdad natural, los pobres son los únicos causantes de su situación. Así, las víctimas son culpables de su propia desgracia.
Muchos de los vagabundos lo son por propia elección, señaló Reagan en una ocasión, pero algo tuvieron que ver sus decisiones políticas, porque el número de vagabundos creció en tres millones durante su mandato.
La ofensiva ideológica conservadora, en aras de alcanzar las luminosas metas imperiales, planteaba en términos muy confusos y engañosos un nuevo trato entre los ciudadanos norteamericanos que sustituyera al viejo trato derivado del New Deal rooseveltiano, de los programas asistenciales de la gran sociedad de Johnson y prescindiera del humanitarismo de Carter. El eje principal del nuevo trato era acentuar la desigualdad social que los programas asistenciales públicos, tímidos y tardíos, habían podido mitigar pero no erradicar[6], con lo cual, el coste de volver a hacer grande América (America is back) se cargaba sobre las clases sociales más modestas mientras que los beneficios irían a parar a los mejor situados.
El discurso desigualitario[7] suscitaba la desconfianza en las clases humildes, en particular en los estratos más pobres, y promovía la confianza en los ricos, en los empresarios, considerados como los exclusivos creadores de riqueza.
Los pobres tienen demasiado y los ricos demasiado poco fue uno de los lemas que utilizó Reagan para justificar una política antisocial, que invertía el sentido de la acción asistencial del Estado y lo pervertía al encaminarlo a proteger los intereses de las clases altas.
Una intensa campaña de propaganda sustituyó la consigna de Johnson de hacer la guerra a la pobreza por la de Reagan de declarar la guerra a los pobres. Todos aquellos que percibían ayudas del Estado -parados, mendigos, gente sin hogar, enfermos, niños, ancianos, emigrantes, madres solteras- eran calificados de improductivos y convertidos en sospechosos de querer vivir a expensas de los contribuyentes, con lo cual, para terminar con el pretendido parasitismo de los estratos sociales más bajos, se modificó la política fiscal.  Quedaban, así, justificadas las rebajas de impuestos, que afectaron en especial  a las rentas más altas, y las ayudas del Gobierno al sector productivo, en particular a las grandes empresas. Señala Birnbaum[8] que el gran servicio de Reagan al capital consistió en dirigir el enfado de la clase obrera blanca y de la clase media trabajadora hacia abajo. El estancamiento se debía a quienes no eran bastante inteligentes, o eran muy vagos para adaptarse al mercado, que estaban desangrando los recursos nacionales.
Esa política, amparada en un discurso demagógico que defendía los valores  de la moral del pionero y la ética del trabajo, permitió, junto con las reformas laborales desreguladoras, disciplinar a la población trabajadora y, por otro lado, presentar el aumento de los beneficios del capital como una remuneración legítima de los ricos, porque eran los más productivos, además de los más patriotas.
Habitualmente, los intereses particulares de la clase capitalista de EE. UU. han sido presentados como los intereses generales de la sociedad norteamericana -lo que es bueno para la General Motors es bueno para EE.UU.-, curiosamente definida, por una sociología más interesada en justificar el orden social que en describirlo objetivamente, como una sociedad de clases medias. Pero han sido, históricamente, los intereses y necesidades de las clases altas las que han orientado, de un modo u otro y con más o menos intensidad, el llamado interés nacional.
No obstante, como señala Vicens Navarro[9], la clase capitalista más poderosa de la tierra parece inexistente; es una clase “silenciosa”. Sólo en contadas ocasiones se presenta, discute, aplaude o denuncia a quienes están “en la cumbre” como clase capitalista (...) La clase capitalista estadounidense es, sin embargo, la que tiene mayor conciencia de clase de todas las clases existentes en EE.UU., y los actuales dirigentes del Partido Republicano representan el estrato con mayor conciencia de esa clase. En la desenfrenada persecución de sus objetivos han mostrado el comportamiento más agresivo empleado por clase alguna desde principios de siglo en EE.UU. (...) El liderazgo de Reagan  y la administración republicana han mostrado una agresividad sin precedentes en sus comportamientos de clase.  
Por ello, es lógico que el Partido Republicano utilizara el poder del Gobierno federal, que tanto había criticado, para defender prioritariamente los intereses de la clase social que presuntamente representaba el interés nacional en detrimento de los del resto de la población, que era sólo la suma de intereses particulares, como señala Chomsky[10]: En la derecha se percibe que la democracia se ve amenazada por los esfuerzos de organización de los que se conocen como “intereses especiales”, un concepto de retórica política actual que hace referencia a los trabajadores, los agricultores, las mujeres, los ancianos, los jóvenes, los minusválidos, las minorías, etc -en breve, la población en general-. En las campañas presidenciales de la década de los 80, se acusó a los demócratas de ser el instrumento de estos intereses especiales, minando así el “interés nacional”, que se asumía tácitamente estar representado por el sector destacadamente omitido de la lista de intereses especiales: las grandes empresas, las instituciones financieras y otras élites de los negocios.
Por otra parte, los intereses de las clases alta y media alta están vinculados, a través del aparato productivo y de los grandes negocios, con los intereses de la defensa de la patria (el complejo militar industrial) y con la proyección nacional en el exterior, el imperialismo norteamericano (ahora globalización), amparado ideológicamente en la doctrina del destino manifiesto, que atribuye a EE.UU. la misión de defender la libertad en el mundo y propagar la democracia[11].
Los vínculos señalados por Wright Mills[12] entre los círculos civiles y militares de la clase alta norteamericana se habían estrechado hasta formar un nudo de intereses, denunciado por Eisenhower en su discurso de despedida como el complejo militar e industrial, que se hizo evidente con Reagan y ha alcanzado niveles de escándalo con Bush II. De modo que el discurso neoliberal contra el Estado keynesiano no tenía como verdadero fin disminuir el papel del Estado sino pasar de un keynesianismo social a un keynesianismo militar, como señala Navarro: La estimulación de la economía mediante el gasto público, el recorte de impuestos y los déficits constituye la práctica básica del keynesianismo (...) Reagan está siguiendo unas políticas intervencionistas más activas que las de cualquier presidente posterior a la II Guerra mundial. Su administración ha ido más allá del mero keynesianismo. A través de los gastos militares, Reagan está rediseñando y guiando la naturaleza de la economía estadounidense.
La intervención del Gobierno Reagan sobre la economía ha sido considerada por algunos autores norteamericanos la mayor planificación económica mundial después de la Unión Soviética (Navarro, Ibíd.).

Un renegado Robín Hood
Reagan fue un hombre que no procedía de las élites -económica, financiera, política o cultural- de los EE.UU., sino de una familia empobrecida por la gran depresión y ayudada por el New Deal, que utilizó el Gobierno federal para desmontar las estructuras solidarias que habían mitigado la desigualdad entre ricos y pobres. Políticamente, fue una especie de renegado Robin Hood que entregaba a los ricos lo que arrebataba a los pobres. La falaz metáfora de que primero había que aumentar el tamaño de la tarta para luego repartirla ocultaba  los inicuos criterios del reparto. En realidad, el programa de Reagan quedaba mejor explicado con la parábola evangélica del rico Epulón y el pobre Lázaro, pues durante ocho años la Casa Blanca se dedicó a llenar de jugosas viandas la mesa del rico Epulón con la esperanza de que las migas que pudieran caer alimentasen a los pobres lázaros.
La consigna América primero, que sirvió de cobertura ideológica para recortar ayudas a emigrantes, infancia, población negra, madres solteras[13], ancianos y enseñanza en español para facilitar la integración de emigrantes latinos (que quedó en asimilación sin condiciones), significaba que la América de Reagan se refería a la población blanca bien situada económicamente.
Durante su mandato las subvenciones a las grandes ciudades disminuyeron entre un 60% y un 70%, lo que fue una causa, entre otras, de la proliferación de mendigos y gente que vivía en cajas de cartón. Un nuevo término sociológico  surgió para definir al colectivo que vivía al raso: homeless, personas sin hogar o sin techo. 
Mientras los gastos militares pasaban del 8% al 12% del PIB, entre 1981 y 1985, las prestaciones sociales descendieron del 11,2% al 10,4% del PIB en las mismas fechas. Los gastos en infraestructuras y recursos naturales pasaron del 1,6% a 1,2% del PIB y los fondos destinados a ayudas a gobiernos locales pasaron del 3,3% al 2,7% del PIB, según el artículo de Navarro ya citado, quien señala también que el ingreso familiar medio, valorado en dólares constantes de 1981, fue en ese año un 11% inferior al de 1973.
Como resumen podríamos decir que el mandato de Reagan tuvo como uno de sus ejes centrales acentuar el darwinismo social en una sociedad fuertemente competitiva y reintroducir un componente tradicional y autoritario como factor de gobierno. El Estado se hizo menos preventivo y más punitivo, más militar y vigilante. Y la sociedad, menos liberal y más religiosa pero más despiadada, fue sometida a la cura de un círculo vicioso: había que aumentar los gastos de defensa y había que reducir impuestos para fomentar la inversión, luego había que reducir los gastos sociales, que fomentaban la descomposición social al dejar de actuar sobre los estratos más débiles, lo cual tenía como resultado el aumento de la marginalidad y la delincuencia, que a su vez incrementaba la inseguridad, que tenía como paliativo el aumento de la represión. De modo que el interesado debate sobre aumentar el papel del mercado y disminuir el del  Estado, en realidad encubría otro de diferente calado: decidir el sentido de la intervención del Estado. Expresada de manera descarnada y sin la habitual hojarasca ideológica, la fórmula propuesta por el Gobierno de Reagan fue: menos Estado social y más Estado imperial.



[1] “La soberanía económica en un mundo en proceso de globalización”, conferencia impartida en Bangkok el 26 de marzo de 1999 (www.zmag.org./CrisesCurEvts/Gobalism/george.htm).
[2]Véase A. M. Ezcurra (1982): La ofensiva neoconservadora, Madrid, IEPALA.
[3] Uno de ellos, Daniel Bell, indica: En los decenios 50 y 60, el culto al orgasmo sucedió al culto a la riqueza como pasión básica de la vida norteamericana (Las contradicciones culturales del capitalismo, Madrid, Alianza, 1982, p. 77)
[4] A pesar de todo, Falwell perdió un juicio contra Larry Flint, el editor de la revista Hustler.
[5] Jenkins, Ph (2002): Breve historia de Estados Unidos, Madrid, Alianza, p. 357 y ss.
[6] Los demócratas instituyeron el Medicare, asistencia médica pública para personas mayores, y el Medicaid, para los más desfavorecidos, pero aún quedaban más de 40 millones de personas sin protección pública por enfermedad.
[7] Aumentar la desigualdad social es un esfuerzo de los conservadores norteamericanos que no ha cesado en 20 años. G. W. Bush no ha dejado de acentuar la desigualdad. EE.UU. tiene hoy 35,9 millones de pobres, el 12,5% de la población; 1,3 millones más que el pasado año.
[8] N. Birnbaum: “El legado de Reagan”, El País, 7 de junio, 2004.
[9] V. Navarro: “La política de clase de la Administración Reagan y sus consecuencias sobre el Estado del bienestar”, Mientras tanto nº 29, marzo, 1987.
[10] N. Chomsky (1992): Ilusiones necesarias, Madrid, Libertarias/Prodhufi, p, 12.
[11] Este tema lo he tratado en “Dios y el destino americano”, El viejo topo nº 180, junio 2003.
[12] Wright Mills, C. (1957): La elite del poder, Méjico, F.C.E., en particular capítulos 8 y 9.
[13] Durante el mandato de Reagan aumentó la disgregación familiar. La tasa media nacional de madres solteras se elevó al 26%, el doble que con Johnson, pero en este promedio era muy alta la proporción de madres negras, pues el 64% de los niños negros eran hijos de madre soltera.

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