Frente a defensores de la
tradición como Burke, De Bonald o De Maistre, decía Marx que el pasado pesa
como una losa sobre el cerebro de los vivos. Algunos países han encontrado una
manera de librarse de esa losa, o al menos de aligerar su carga, al establecer
cierto equilibrio entre tradición y modernidad, pero en España aún no lo hemos
conseguido. La historia de los dos últimos siglos es la historia de fallidos ensayos
para cohonestar la tradición con la modernización del país y de sus gentes. Los
repetidos intentos modernizadores se han saldado con dramáticas derrotas de
quienes los han alentado. Y parece que ahí seguimos, atrapados por el pasado,
sin poder despegarnos de su pegajosa atracción.
Ahí sigue la Iglesia aferrada
a su rancia intransigencia, que, no contenta con conservar gran parte de sus
viejos privilegios, arremete contra el poder civil para tratar de revocar las leyes
que no concuerdan con sus dogmas. Ahí sigue una derecha católica, añorante del absolutismo,
que halló en Franco a su mejor paladín y en la larga dictadura su mejor
gobierno.
Ahí siguen sin cerrar las
heridas de la guerra civil, con más de cien mil muertos, enterrados
clandestinamente en prados y cunetas, y ahí siguen los vencedores de la guerra
y sus herederos dispuestos a que no se sepan las circunstancias en que tales
crímenes ocurrieron. Y ahí sigue el insólito intento de procesar al juez que ha
intentado juzgar los crímenes de la dictadura.
Ahí siguen una rampante
corrupción, que nos retrotrae a los tiempos de Isabel II y al caciquismo de la Restauración, la mentalidad premoderna de buscar la Tierra de Jauja o el Dorado en el
ladrillo, y el paro, el más grave problema social desde el siglo de Oro, el
siglo de la picaresca, que fue una manera de sobrevivir cuando no había empleo,
pues la falta de trabajo llevó a mucha gente a la llamada conquista de América,
produjo pícaros, curas y bandoleros y luego, emigrantes a Europa.
Ahí siguen sin resolver los
conflictos en y con la periferia, no menos españoles que el resto y tan llenos
de resonancias arcaicas por lo mismo. Unos que se consideran herederos, nada
menos, de un invicto pueblo milenario, y otros algo más actuales basan su
reclamación en una mezcla de derechos pretéritos y legitimidades modernas.
Enfrente tienen a los seguidores de una España única e inmutable, idéntica así
misma por los siglos de los siglos.
Entre tanto, un país que
cerró, con la Constitución de 1812, el ciclo de las revoluciones atlánticas, no
puede reformar la Carta de 1978 para renovar un sistema político oligárquico y
prematuramente envejecido porque lo impiden las mismas fuerzas retrógradas. Y
ahí sigue una dinastía reinante, restaurada por tercera vez (1814, 1875, 1975),
cuya sombra se proyecta sobre el ensayo de dos efímeras repúblicas,
tempranamente abortadas.
Parece que aún sigamos en el
siglo XIX, con el siglo XX por medio como una centuria trágica y baldía,
aferrados a un pasado pegajoso, adherido a la piel como un tatuaje.
Y por si faltaba algo, ha
saltado al ruedo ibérico el enconado debate sobre las corridas de toros,
convertido en una controversia sobre la identidad nacional, en otro signo definitorio de
la Cataluña moderna y laboriosa -sin tauromaquia- frente a la ancestral España
torera -con corridas-, como si en medio de una recesión económica de
proporciones colosales no hubiera asuntos más importantes que tratar.
Mientras,
como si fuera un país tropical del Tercer Mundo, Andalucía padece catastróficas
inundaciones por las persistentes lluvias, y Cataluña, en particular Gerona y Barcelona,
sufre las consecuencias de una nevada anunciada pero abordada con improvisación
y una escandalosa falta de medios.
Hay países cuya máxima
preocupación es el futuro. En España, nos atrapa el pasado.
Nueva Tribuna, 9-3-2010.
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