Noticias viejas para estar al día
El atentado perpetrado, el pasado 25 de febrero
(1994), por un colono judío en Hebrón, que provocó la muerte de 29 palestinos y
dejó heridos a más de cien, mientras oraban en una mezquita, no puede
considerarse sólo obra de un fanático seguidor del racista movimiento Kach,
sino una generosa contribución individual a la historia de un fanatismo
milenario.
Si a esa matanza añadimos otras 25 víctimas mortales
causadas por el ejército israelita al reprimir, en días sucesivos, las
manifestaciones de protesta de los palestinos por la matanza, y las respuestas,
a tiros, contra las piedras que lanzan los mozalbetes de la intifada,
observaremos que verter sangre palestina -sangre fácil- es un hábito trágico de
las fuerzas armadas del Estado de Israel, imitado con toda impunidad por los
civiles armados de los territorios ocupados.
No debemos olvidar los miles de muertos
palestinos en los campos de Sabra y Chatila, ni de las víctimas causadas entre
la población civil por los bombardeos aéreos de los campamentos de refugiados
del Líbano, ni de que individuos como Menahem Beguin -premio Nobel de la Paz-
antes de ser cargos políticos fueron simplemente terroristas. Detrás de todo
ello está la pesada cruz que, desde hace miles de años, arrastra un pueblo al
considerarse elegido por Dios, que remite al cielo sus apetencias terrenales.
De nuevo aparecen juntos (y revueltos) Dios y territorio; religión y propiedad
de la tierra; credo y poder político y militar.
Visto así, el bárbaro crimen perpetrado por el
colono Baruch Goldstein sólo le acredita como uno de los ciudadanos más
fanáticos de un Estado formado por fanáticos, que se consideran ¡todavía! el
pueblo elegido por un dios fanático: el terrible Yavéh del viejo testamento, un
padre irascible y justiciero, demasiado humano como para ser venerado como un
dios, aunque quizá por esa razón ha sido elegido como guía por un pueblo
vengativo.
A este respecto, fue Jenófanes el primer pensador
que advirtió la sospechosa semejanza entre los dioses y los humanos. El eléata
sostenía que los dioses de los etíopes eran negros y que los tracios aseguraban
que los suyos eran rubios y tenían azules los ojos. Quizá un pueblo fanático,
necesite de un dios hecho a su imagen y semejanza. Pero hay otro ingrediente.
El fanático en cuestión, que murió a consecuencia de
los golpes recibidos, había nacido en Estados Unidos, donde residió la mayor
parte de su vida y donde se afilió al Kach, organización sionista fundada por
el rabino norteamericano Meir Kahane (antes Martin David).
Goldstein sólo llevaba
11 años como colono en los territorios ocupados, pero ya se creía con más
derechos sobre aquella tierra que los que habían vivido allí durante milenios.
La legitimidad de tal pretensión residía en su condición de ser ciudadano de un
Estado que cree que puede hollar impunemente cualquier rincón del globo.
Goldstein no sólo había asumido los valores nacionalistas del pueblo judío,
sino los intereses imperiales de Estados Unidos. A su pertenencia al pueblo elegido
había unido su creencia en el destino manifiesto de su tierra natal: eso le ha
llevado a convertirse en uno de los grandes asesinos de la historia y a merecer
el repudio de una gran parte de la humanidad y, quizá, el agradecimiento de
Satán.Marzo de 1994
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