Tras
el susto de las elecciones europeas, el Gobierno extrae la consecuencia de que
conviene volver a hablar, sólo hablar, de transparencia para justificar una
reforma que sirva para mejorar sus expectativas de cara a las cercanas
elecciones municipales, antes que para paliar el deterioro de las instituciones
del país. Simple oportunismo, y tratar, como siempre, de actuar con ventaja.
En
el Gobierno entienden la regeneración como una precipitada maniobra para mantenerse
en el poder a toda costa, impidiendo que gobiernos municipales de coalición puedan
desplazar a los equipos del PP en muchos ayuntamientos.
El
miedo a que coaliciones de emergentes partidos de izquierda puedan desalojar del poder local a la derecha en
feudos que se creían conquistados para siempre es lo que lleva a Esperanza
Aguirre, con su chulesca manera de traducir las filias y las fobias de la
derecha al lenguaje de la calle, a rechazar que los alcaldes puedan ser designados
por una “coalición de perdedores”. Peyorativa calificación que alude no sólo a fuerzas
políticas alternativas, no mayoritarias o tradicionales, sino a quienes
representan a los perdedores sociales, a gente subalterna; es decir, a coaliciones
de pobres.
Estas
coaliciones de “frikis” suponen un gran peligro para el Partido Popular, en
primer lugar porque estarían formadas por partidos ajenos a la corrupción o poco
salpicados por ella, por lo cual es muy posible que una parte importante de su
programa tuviera una intención claramente regeneradora, tendente a sanear las
administraciones locales y a denunciar los casos de corrupción existentes, con
lo cual, el Partido Popular quedaría más expuesto a la acción de la justicia,
pues hasta ahora ha utilizado el poder para evitarla.
Y
en segundo lugar, porque los programas de tales gobiernos, dotados de fuerte
contenido social, del propósito de mejorar la gestión de lo público y de redistribuir
rentas en favor de los más débiles, irían en sentido diametralmente opuesto a
los programas aplicados “urbi et orbi” por el Partido Popular, que, movidos por
la consigna de las “oportunidades de negocio”, han llevado a recalificar el
suelo para inflar la burbuja inmobiliaria, privatizar bienes y servicios públicos
y hacer de las administraciones locales un favorable marco de entendimiento
entre cargos públicos poco escrupulosos en la aplicación de la ley y
emprendedores privados poco afectados por la honradez.
Así,
con el ocaso del poder municipal se acabarían también los buenos negocios,
aunque fuesen limpios, y la impunidad en los que no lo fueren.
Si el Gobierno pretendiera,
en serio y no de boquilla, mejorar la transparencia y luchar, de veras, contra
la corrupción, debería reformar la ley de régimen local pero en sentido opuesto
al citado, para quitar poder a los alcaldes, cuyas excesivas competencias han
facilitado el despilfarro, las habituales alcaldadas y abusos de poder, el
caciquismo y, en definitiva, la corrupción.
Nueva Tribuna, 3 de julio,
2014.
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