Good morning, Spain, que es different
En el tránsito del siglo XVI al XVII, cuando mayor es el tamaño del imperio español, aparece la decadencia de la bravura, porque la misma necesidad empuja en dos sentidos contrarios: hace que surjan hombres valientes y audaces en el exterior, en las nuevas tierras a conquistar y en nuevas guerras a librar, pero timoratos en el interior; valientes con hambre, fuera, y cobardes con gazuza, dentro.
Los
bravos son domados por la Inquisición, las guerras y el hambre, sobre todo por el
hambre. El hambre es una extraordinaria herramienta en manos de los déspotas,
y, junto con muchos santos, de ambas cosas -santos y hambrientos- hemos tenido
en abundancia, y mártires, muchos mártires; mártires de la fe, sobre todo de la
fe de otros, mártires de la monarquía, mártires de las guerras dinásticas,
mártires de una política de la que estaban excluidos. La hábil conjunción de hambre,
religión y despotismo fue la manera de doblegar a un pueblo indómito.
En
la hambrienta metrópoli de un imperio donde el sol no se ponía, héroe ya no es
quien encuentra la muerte con gloria en una epopeya, sino el que sobrevive sin
gloria y con pena en una España a la vez miserable y poderosa; el nuevo héroe es
el pícaro, que vive de milagro de sus engaños y trapacerías. Un tipo de vida desgraciado
da paso al fecundo género literario que alumbra el llamado Siglo de Oro; del
oro que llega de América, del oro que se tira, se gasta sin tino y se
desperdicia en librar guerras para defender el celo de la Iglesia católica
empeñada en la Contrarreforma; Siglo de Oro, que también lo es del incienso y
de la púrpura.
Al
iniciarse el siglo XIX, la entrada de las tropas de Napoleón en la Península hace
renacer la bravura del pueblo español, ahora dirigida contra el invasor francés
-el gabacho-; el español vuelve a ser un pueblo bravo, pero a la vez dividido
ante las ideas de los ocupantes, división que ya no abandonará la Península. Y
vuelven a llenar la imaginación popular las hazañas de héroes y heroínas,
soldados y guerrilleros, como los capitanes Daoiz y Velarde, el teniente Ruíz,
Manuela Malasaña, Agustina de Aragón, Clara del Rey, el general Castaños,
Álvarez de Castro, El Empecinado, Palafox, Sanmartín, Espoz y Mina, el cura
Merino o Isidro, el pequeño tamborilero del Bruch.
Restaurado
en el trono el “Deseado”, según la propaganda, los héroes serán los liberales
-liberales de verdad, con riesgo de su vida, no como estos liberales de
pacotilla- que resistieron el remozado absolutismo del rey felón (Riego,
Torrijos, Diego de León, Mariana Pineda…).
El
siglo XIX trae, aunque sea tarde y mal, el liberalismo, la modernización, la industrialización,
el capitalismo, la urbanización, el constitucionalismo y la democracia, que tropiezan
con la obstinación de la monarquía, de la vieja nobleza y de la Iglesia, en un largo
enfrentamiento, unas veces institucional y político y otras, armado, en las que
los hombres (y mujeres) bravos están en los dos bandos de las guerras carlistas,
mientras el país languidece y ensaya nuevas formas de gobierno sin parar y se
encamina a la pérdida de las últimas colonias.
El
pueblo bravo y rebelde está desconcertado y dividido. Del imperio hemos pasado
a la Restauración y al Desastre del 98; y de la época gloriosa de los conquistadores
y bravos guerreros al galdosiano tiempo de bobos.
Mientras tanto, desde el fondo
de la sociedad surgen del mundo del trabajo otros héroes: trabajadores,
federalistas, sindicalistas, socialistas utópicos y socialistas “científicos”… anarquistas,
que tendrán mucha importancia en el siglo entrante.
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