A propósito del traslado de los restos
de Franco.
Que el dictador sea, probablemente,
enterrado en la catedral de la Almudena, en Madrid, no se puede considerar que sea
un gol que la derecha ha colado al Gobierno de Sánchez.
La derecha ganó la guerra, sí, y rindió
homenaje a quien le complugo, eso son hechos, datos inmodificables; otra cosa
es que aún pervivan beneficios simbólicos o materiales que pudo obtener de su
victoria, y uno de ellos es mantener con honores los restos del dictador en un
mausoleo a su memoria, erigido por su voluntad y construido por prisioneros
políticos. Una vez sacados los restos de ese cenotafio, su destino definitivo
corresponde, a mi entender, a la familia del dictador y, si finalmente, acaban
en un recinto religioso, a la jerarquía eclesiástica.
La aprobación o la reprobación de ese
enterramiento, creo que corresponde a quienes se consideren seguidores de esa
fe, es decir a los católicos, a los cuales, como seguidores de la doctrina
evangélica, les debería de revolver las entrañas. No entiendo, por tanto, las
manifestaciones callejeras de "gente de la izquierda" para impedir
que los restos de Franco acaben en la catedral de la Almudena, como si fueran
católicos practicantes, que a lo mejor lo son, en cuyo caso, su conducta
política sería coherente con su fe. Pero no parece el caso.
Lo que creo que procede es la crítica
política a los efectos de esa decisión, que muestran los persistentes vínculos
de la familia del dictador, y de gran parte de la derecha española, con la
Iglesia católica, así como la aquiescencia de la Conferencia Episcopal con la
decisión de la familia, que es una muestra más del lazo establecido por la
derecha y la Iglesia para conspirar contra el gobierno de la República y alentar
el golpe de Estado de 1936, que degeneró en una guerra civil, que el Vaticano,
a petición de la Curia española, calificó de cruzada. Franco, que hizo de su
régimen un centinela del occidente cristiano frente al comunismo y la
masonería, gozó del privilegio de intervenir en el destino de los obispos y
entraba en las catedrales bajo palio, mantuvo esa alianza con un pacto
específico, el Concordato, renovado secretamente en 1978, mientras se discutía
la Constitución.
Transcurridos más de 40 años desde la muerte del dictador,
extraña que por ambas partes, la familia y un sector de la derecha y la
Iglesia, se mantenga esa secular alianza del sable y el altar, como una
persistente anomalía en un Estado moderno y democrático.
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