sábado, 27 de octubre de 2018

Franco y sus restos 1


A propósito del traslado de los restos de Franco.
Que el dictador sea, probablemente, enterrado en la catedral de la Almudena, en Madrid, no se puede considerar que sea un gol que la derecha ha colado al Gobierno de Sánchez.
La derecha ganó la guerra, sí, y rindió homenaje a quien le complugo, eso son hechos, datos inmodificables; otra cosa es que aún pervivan beneficios simbólicos o materiales que pudo obtener de su victoria, y uno de ellos es mantener con honores los restos del dictador en un mausoleo a su memoria, erigido por su voluntad y construido por prisioneros políticos. Una vez sacados los restos de ese cenotafio, su destino definitivo corresponde, a mi entender, a la familia del dictador y, si finalmente, acaban en un recinto religioso, a la jerarquía eclesiástica.
La aprobación o la reprobación de ese enterramiento, creo que corresponde a quienes se consideren seguidores de esa fe, es decir a los católicos, a los cuales, como seguidores de la doctrina evangélica, les debería de revolver las entrañas. No entiendo, por tanto, las manifestaciones callejeras de "gente de la izquierda" para impedir que los restos de Franco acaben en la catedral de la Almudena, como si fueran católicos practicantes, que a lo mejor lo son, en cuyo caso, su conducta política sería coherente con su fe. Pero no parece el caso.
Lo que creo que procede es la crítica política a los efectos de esa decisión, que muestran los persistentes vínculos de la familia del dictador, y de gran parte de la derecha española, con la Iglesia católica, así como la aquiescencia de la Conferencia Episcopal con la decisión de la familia, que es una muestra más del lazo establecido por la derecha y la Iglesia para conspirar contra el gobierno de la República y alentar el golpe de Estado de 1936, que degeneró en una guerra civil, que el Vaticano, a petición de la Curia española, calificó de cruzada. Franco, que hizo de su régimen un centinela del occidente cristiano frente al comunismo y la masonería, gozó del privilegio de intervenir en el destino de los obispos y entraba en las catedrales bajo palio, mantuvo esa alianza con un pacto específico, el Concordato, renovado secretamente en 1978, mientras se discutía la Constitución. 
Transcurridos más de 40 años desde la muerte del dictador, extraña que por ambas partes, la familia y un sector de la derecha y la Iglesia, se mantenga esa secular alianza del sable y el altar, como una persistente anomalía en un Estado moderno y democrático.


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