Franco es un muerto que lleva cuarenta años de
cuerpo presente, es decir, estorbando como un espectro que ronda por las
instituciones representativas españolas y se entromete en los quehaceres políticos
de los vivos.
El fundador de una larga dictadura, enterrado
con honores en un monumental panteón, es, en sentido metafórico, un “muerto”,
un lastre para el país, un baldón para un régimen que se pretende democrático y
una carga difícil de soportar no sólo para los gobiernos que se tengan por
tales, sino para los ciudadanos ante un déspota que abolió los derechos de la
moderna ciudadanía para devolver a los españoles a la condición de súbditos. Ha
pasado demasiado tiempo desde su muerte como para seguir soportando esta anomalía,
difícil de explicar en un país de la Unión Europea.
Cuarenta años va a cumplir la Constitución,
que, en teoría, enterró la dictadura y ya va siendo hora de enterrar
definitivamente a su fundador como una tarea pendiente de la Transición, aún
inconclusa. Es, por tanto, digno de elogio el intento del Gobierno de Sánchez y
de quienes le han apoyado en el Congreso, de sacar los restos del dictador del
Valle de los Caídos y entregarlos a sus familiares para que les den sepultura
donde les plazca.
Lo que no se entiende bien es la resistencia del PP y de C’s
a apoyar la medida escudándose en la forma de hacerlo, porque no es una
cuestión de forma -el decreto o la prisa de la que acusan al Gobierno, al
querer concluir una tarea acometida con cuatro décadas de retraso-, sino de
fondo, en un caso, y, en apariencia, de grosero oportunismo, en el otro.
Cuando debería estar clara la naturaleza del
régimen franquista, resulta que no lo está: para unos fue una dictadura, un
régimen político de excepción surgido de una guerra civil provocada por un fallido
golpe militar, pero para otros, aún muchos, fue sólo un régimen autoritario,
incluso paternal, más predemocrático que antidemocrático, pues contenía un
germen democrático que fructificó cuando halló las condiciones oportunas para
ello. Fue un régimen político estricto y necesario porque los españoles somos
difíciles de gobernar, pero que puso las bases de la España de hoy mediante una
larga etapa de paz social y desarrollo económico. Amén.
El Partido Popular no sólo ha sido el custodio
de la memoria maquillada de aquel régimen político, bloqueando los intentos
habidos para facilitar la investigación sobre todos los aspectos de la guerra
civil y la dictadura, sino que asume no pocos de sus valores morales y de sus
actitudes políticas y defiende a capa y espada la permanencia de lugares y
monumentos dedicados a la mantener el recuerdo de hechos y de muy cuestionables
personajes del bando vencedor, que participaron en aquella etapa funesta.
Como resultado de esta obstrucción, la figura
de Franco, la fortuna legada y las andanzas financieras de sus herederos siguen
siendo un tabú no sólo para el gran público, sino para la investigación
académica y fiscal, y la fundación privada que conserva sus documentos está
cerrada a cal y canto, pero financiada con dinero público. Igual que los fondos
documentales de otros ministerios referidos a aquella época están protegidos de
la curiosidad de historiadores y ciudadanos por el secreto de Estado con la
etiqueta de materia clasificada. A
más de 70 años de distancia de aquellos sucesos, hay episodios cubiertos por el
tupido velo del secreto administrativo, el fervor profesional de sus celadores y
el carácter oficial reservado, que los considera un asunto que afecta nada
menos que a la seguridad nacional.
Sin recurrir a pormenores propios de
investigadores, tampoco existe en gran parte de la población un conocimiento,
siquiera a grandes rasgos, de lo que fueron aquellas décadas. Para gran parte
de las nuevas generaciones, la II República y la guerra civil son sucesos
confusos, y de la larga dictadura, que en sus últimos años está temporalmente
más cerca, así como de la figura del general Franco, que influyó de modo decisivo en el destino de este país entre julio de 1936 y diciembre de 1976, tienen un
conocimiento bastante superficial. De Franco saben que fue un general
autoritario y poco más, si es que lo saben. Pero sin un cabal conocimiento de
nuestra historia reciente, el momento presente es poco comprensible, aunque
quizá sea eso lo que se persigue con tanta opacidad.
Esa pedagógica labor de
esclarecimiento y difusión de un pasado tan cercano no tendría que recaer sólo
en los historiadores. Demandarla debería ser una necesidad ciudadana y
acometerla con seriedad una prioridad del Estado y de la clase política, pues
sin ella no seremos un país civilizado, democrático y reconciliado, al menos en
el plano histórico, consigo mismo; pues conocer es empezar a entender, a
entendernos.
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