Cada vez que las democracias han estado
en presencia de un régimen autoritario han creído que los hombres en pugna eran
lo suficientemente razonables como para preferir un buen compromiso a una mala
guerra. Así, los hombres dados al compromiso nunca han logrado comprender lo
que ya había explicado Georges Sorel desde principio de siglo: que hay un tipo
de hombres que prefiere lograr sus objetivos a través de la lucha más que por
la negociación y el compromiso; un tipo de hombre para quien la negociación y
el compromiso son atributos detestables. Hago alusión aquí a las “Refléxions sur la violence” de Georges Sorel (de 1908), donde explica que el compromiso y la negociación responden
a un espíritu de bajeza, y que la afirmación intransi-gente de su punto de
vista -la voluntad incondicional de triunfo- ostenta una virtud.
Otro ejemplo
es el libro “Mein kampf”, donde Hitler explica de forma clara que
los partidos democráticos, al carecer de doctrina, pueden establecer
compromisos, pero que los grupos o partidos que respondan a una filosofía total
no pueden admitir el espíritu de compromiso, aplicando de manera integral su
voluntad. De ahí resulta que, cuando los hombres de las democracias establecen compromisos en política exterior
con los sistemas totalitarios, corren el riesgo de no comprender que el
compromiso, para sus interlocutores, no es una solución definitiva, sino sólo
una etapa de cara a una reclamación suplementaria.
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