El
ideal democrático alienta a todos los ciudadanos de un país a ser leales entre
sí, más allá de las consideraciones de lengua, raza, religión o pertenencia
regional. En cambio, la secesión pide a los ciudadanos que rompan este lazo de
solidaridad que les une y que procedan así, casi siempre, sobre la base de
pertenencias específicas a una lengua o a una etnia. La secesión es un
ejercicio, raro e inusitado en democracia, por el que se elige a los
conciudadanos que se desea conservar y a los que se desea convertir en
extranjeros.
Una
filosofía de la democracia basada en la lógica de la secesión no podría funcionar, ya que incitaría a los
grupos a separarse en vez de entenderse y acercarse. La secesión automática
impediría a la democracia absorber las tensiones propias de las diferencias. El
reconocimiento del derecho a la secesión cuando se solicite invitaría a la
ruptura desde el momento en que se planteasen las primeras dificultades, según
divergencias que podrían crearse en función de atributos colectivos, como la
religión, la etnia o la lengua.
Ello
no significa que un Estado democrático deba rechazar cualquier solicitud
secesionista que se produzca en él. Ante la voluntad clara de secesión, el
Estado puede llegar a la conclusión de que aceptar dicha secesión es la
solución menos mala. Pero un gobierno democrático tiene la obligación de
asegurarse de que esta voluntad de secesión sea verdaderamente clara, que no
contenga ninguna ambigüedad y que se proceda a ella no de manera unilateral,
sino conforme a derecho y con ánimo de justicia para todos.
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