martes, 2 de enero de 2018

Depresión

No niego el carácter biológico de la depresión, cuyo origen puede estar en la carencia de ciertos elementos en nuestro organismo o en la alteración del equilibrio entre ellos (litio, sodio, potasio, hierro), pero cuando se alude a esa extensión estamos hablando de una enfermedad social, hablando de insatisfacciones, de frustraciones de miles de personas, que nos remiten no a una epidemia sino a un tipo de sociedad que promete mucho, que incentiva continuamente nuestros deseos, que destruye los lazos sociales y familiares, que carece de racionalidad en la producción y en el consumo, que muestra una increíble capacidad para mutar, que dificulta ponerse al día tras una incesante innovación tecnológica, que ha sustituido valores humanos como el amor, la solidaridad, la igualdad, la cooperación por el afán de lucro, la competencia a todas las escalas, el culto al dinero, al poder y a la fama conseguidos pronto y del modo que sea, por el egoísmo y el trato interesado, o usando un término ya pasado de moda, una sociedad que genera alienación, enajenación, no sólo mental, sino social; es decir personas sometidas a una condiciones sociales de existencia cuyo origen escapa a su comprensión, de ahí que no se perciban salidas colectivas, sino individuales, pues el malestar social se percibe primero de manera personal.
El remedio, por tanto, al alcance y comprensión de la mayoría será individual: libros de autoayuda, visitas al sicólogo o al siquiatra, fármacos... o melancolía. Hay un dicho antiguo que dice que el trabajo inútil produce melancolía. Somos una sociedad de Sísifos.

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