Good morning, Spain, que es different
Las
acciones presididas por la mezcla desordenada de mediocridad, interés e ideología
no suelen obtener buenos resultados, más cuando se trata de un asunto tan
complejo y delicado como gestionar el sistema público de salud.
Como
el valor en los soldados, la mediocridad se da por supuesta en quien dirige el
ministerio de Sanidad, por ser quién es -pruebas hay- en un gobierno plagado
de incompetentes, por quién la ha colocado ahí, que no es ninguna lumbrera, y
por cómo lleva a cabo la labor de aparentar, entre silencios y balbuceos, que
le importa algo la salud de las personas mientras procura satisfacer los
intereses de empresas, que, con la privatización y la externalización de servicios
sanitarios, han visto un negocio boyante en atender, previo pago, la salud de
los ciudadanos; una mina de oro como tantas otras descubiertas recientemente.
Si
a cualquier servidor del Estado, en particular a quienes ostentan las más altas
responsabilidades, le son exigibles la lealtad con los ciudadanos, el interés por
lo común y la defensa de lo público, en ciertas áreas del Gobierno se exigen, además,
sensibilidad, solidaridad y grandes dosis de humanismo.
Nada
de esto se percibe en una ministra que hace profesión de fe neoliberal y
católica, como si ambas creencias pudieran ser compatibles, y que, en vez de
resistirse a reducir unos servicios que son esenciales para España -esa gran nación,
que tanto dicen amar-, se ha entregado a reducirlos con prisa, como si todos
los objetivos de reducir el gasto público fueran equiparables. Y no, no lo son.
Como en el resto de áreas del Gobierno, lo que priman en este caso son los intereses
de clase, los criterios económicos y también los étnicos.
El
hospital Carlos III de Madrid era un centro de referencia, pionero en medicina
tropical, especializado en atender enfermos con dolencias propias del Tercer Mundo
y a los muchos niños adoptados procedentes de fuera de Europa. Parece que mantener
este hospital era un lujo que España no se podía permitir, mientras circulan
por ahí los sobres marrones con dinero extra y las tarjetas negras “sírvase
usted mismo”, por lo que el Gobierno decidió suprimirlo para convertirlo en un
centro geriátrico dependiente de la Paz. Pero el cierre de este hospital
responde a los mismos criterios que llevaron a privar de tarjeta sanitaria, es
decir, de servicios públicos, a 900.000 inmigrantes, donde el interés
crematístico se unía con el racismo propio de la mentalidad de unos gestores blancos
y ricos.
La
repatriación de dos sacerdotes misioneros enfermos de ébola ha puesto en
evidencia la imprudencia de prescindir de los servicios con que contaba el
Hospital Carlos III, junto con la de trasladar a territorio nacional a dos
personas infectadas, que realmente han llegado para morir. Quizá lo más
razonable hubiera sido desplazar a su lugar de residencia en África lo necesario
para mitigar su padecimiento y que pudieran acabar dignamente sus días.
Visto
todo lo anterior y dada la nula sensibilidad social de la ministra titular de
Sanidad, la presunta caridad cristiana que ha inspirado las operaciones de rescate
de los dos sacerdotes, más parece responder al deseo del Gobierno de contentar
a la Conferencia Episcopal, en un momento en que esta hacía patente su disgusto
porque la ley del aborto no salía adelante.
Los casos de ébola han puesto en evidencia la temeridad
de estas decisiones, pues se han tenido que habilitar deprisa y corriendo instalaciones
necesarias para tratar una enfermedad muy contagiosa, en un hospital que estaba
siendo desmantelado. Por otro lado, y como fruto de la improvisación, tampoco
parece que los protocolos y los equipos para mantener aislado y protegido al
personal sanitario que ha tenido contacto con los enfermos hayan sido los
adecuados. Es de temer que estemos, de nuevo, ante otra chapuza de la
acreditada “Marca España”.
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