domingo, 15 de noviembre de 2015

Talibanes y dólares

Los brutales atentados del 11 de septiembre en Estados Unidos han sacado bruscamente a la luz y con una dimensión inesperada una serie de tensiones que veían manifestándose a menor escala desde hace tiempo, han planteado no pocos interrogantes y, entre otros, han quedado dramáticamente expuestos el de la naturaleza de tales actos y el de la naturaleza de la respuesta.
Por su magnitud -la osadía de atacar al país más poderoso del planeta, la intención de provocar un elevado número de víctimas civiles y el contenido simbólico del lugar elegido para producir la catástrofe (el centro del capital en la capital del capitalismo)-, los atentados han dejado a pocos indiferentes.
Una terrible conmoción ha sacudido las conciencias de los ciudadanos de Norteamérica y de todos aquellos que se sienten solidarios con el sufrimiento ajeno, aunque no compartan ni de lejos la trayectoria de los gobiernos de Estados Unidos, y, por otro lado -la otra parte-, los atentados han despertado bastante simpatía entre la población de numerosos países árabes, aunque no necesariamente en sus gobiernos. 
Por su origen -si se confirma que se deben al grupo Al Qaeda, dirigido por el multimillonario saudita Osama Ben Laden, residente en Afganistán- podría parecer una desesperada y sanguinaria respuesta de los desheredados del mundo al proceso de configuración del planeta, que tras el derrumbe de las URSS y los regímenes de su órbita, está siendo impulsado por la indiscutible hegemonía de los EE.UU. ¿Se trata, pues, del enfrentamiento de los pobres del mundo -de los condenados de la Tierra, como diría Fanon- con el país más rico del globo? O en otra de las versiones, ¿de una respuesta del Sur depauperado y humillado contra el Norte enriquecido y prepotente? No diría yo tanto, aunque la pobreza tiene mucho que ver con el renacimiento del islamismo más intransigente.
Los atentados de Al Qaeda, además de tener como causa cercana los efectos derivados de la guerra del Golfo, de la guerra en los Balcanes y de la putrefacción de la situación en Palestina agravada por el incumplimiento por el gobierno israelí de los acuerdos de Oslo, tienen su explicación en el contexto más lejano del declive del nacionalismo árabe, el movimiento encabezado por Nasser, que, en el marco de los procesos de descolonización, pretendía sacar del hambre y del subdesarrollo a los países árabes inspirándose en modelos políticos y económicos occidentales. El fracaso de la unidad africana (la OUA), del panarabismo y la desintegración del movimiento de los Países No Alineados, así como la rápida corrupción de las élites que habían dirigido las luchas por la independencia en las antiguas colonias europeas, produjeron en las empobrecidas clases populares musulmanas un sentimiento de frustración y de rechazo hacia las sociedades occidentales, que preparó el camino a una ideología de reemplazo que llegó con la interpretación intransigente del Corán.
Otra explicación de parecido jaez es la aducida por George Bush II, de que se trata de un episodio de la lucha del bien -por supuesto, representado por EE.UU.- contra el mal, que ahora es el fundamentalismo islámico como en otro tiempo lo fue el comunismo.
Esta explicación tiene la virtud de servir de complemento a la tesis contraria: que se trata de la lucha del Islam contra los infieles -Occidente y sus aliados-. En ambos casos es la misma divinidad, el dios terrible y justiciero del Antiguo Testamento, quien respalda a cada uno de los contendientes. Unos deben cumplir agresivamente la voluntad de Alá -Alá es grande- interpretando el Corán y extendiendo la guerra santa -yihad- contra los infieles, mientras los otros combaten el eje del mal, teniendo como referente al dios de la Biblia -Dios bendiga a América-.     
Desde el punto de vista de un agnóstico, y de creer a ambas partes, no quedaría más remedio que admitir que se trata del suicidio de Dios en la tierra, luchando contra sí mismo en una guerra doblemente santa entre dos de sus representaciones. Lo que sucede, es que, como ha ocurrido a lo largo de la historia, no se inmola el mismo Dios, porque es inmortal, sino a través de seres humanos mortales, que creen que así pueden alcanzar la inmortalidad después de la muerte y parecerse a Dios. Si añadimos a la disputa el hecho de que este mismo Dios es el dios de los hebreos, también en liza con otras de sus divinas Personas, estaremos más cerca de entender el misterio de una Santísima Trinidad escindida en tres belicosas subespecies.
Otra de las explicaciones dadas por Occidente, mejor dicho, por el Presidente de EE.UU. y aceptada de manera entusiasta por los gobiernos aliados, es que se trata de una guerra contra el terrorismo.
Dejando aparte los motivos económicos -evitar que las compañías de seguros hagan efectivas unas indemnizaciones cuantiosas a las víctimas de los atentados y permitir la intervención del Estado en el ámbito económico- y recortar libertades civiles, la declaración de guerra al terrorismo aglutina a muchos gobiernos que sufren diversas formas de terrorismo, lo cual permite luchar contra el terrorismo local bajo la cobertura del antiterrorismo global. Pero si bien esta explicación puede tener éxito como cobertura ideológica de la guerra no explica, ni puede explicar, un fenómeno tan complejo como es el del terrorismo -o mejor, de los terrorismos- empezando por el que utilizan, o han utilizado, los propios estados pertenecientes a la alianza antiterrorista.
Otra de las interpretaciones aducidas es que se trata de un episodio del choque entre civilizaciones, como señala el  conservador Samuel Huntington, pero si se observa con un poco de detenimiento la diversidad de reacciones producidas tanto en las sociedades occidentales como las islámicas -a su vez escindidas por diferencias políticas y religiosas-, la complejidad de la situación aconsejará ser un poco más cautos a la hora de hablar de choque de civilizaciones.
Si no se trata de un choque de religiones, ni de un choque entre civilizaciones, ¿puede tratarse, entonces, de un conflicto del capital con el capital? Esta es la tesis de Negri (El País, Babelia, 27-X-2001, pp. 12-13) -El 11 de septiembre, una parte del capital mundial atacó a la otra parte (...) los talibanes del petróleo se han enfrentado a los talibanes del dólar-.
En un mundo sometido a un acelerado y creciente proceso de globalización económica, de la cual uno de los sectores más dinámicos es la globalización financiera, la tesis de Negri puede parecer sugerente y oportuna. Sin embargo, desde mi modesta posición la encuentro más bien simplificadora, puesto que supone que, en el mundo actual -el del siglo XXI-, todas las sociedades se inspiran en principios similares y se mueven por idénticas lógicas, en vez de entender la globalización como un proceso permanente, pero discontinuo e irregular en la profundidad y extensión de sus impulsos dinámicos y movido por diversas lógicas y no por una sola.  
Estados Unidos -y en general Occidente- es una sociedad  industrialmente muy desarrollada, que tiene como valores dominantes la búsqueda de la realización personal expresada en la posesión de dinero y bienes y en el éxito social, en un ámbito individualista y competitivo, donde el mercado cumple una función esencial, lo cual tiene poco que ver con las sociedades islámicas, y en particular con la de Afganistán, en las que perviven los lazos tribales, existe un fuerte sentimiento comunal sancionado por la religión y donde impera una economía de supervivencia, aunque existan familias ricas, incluso regímenes familiares muy ricos (Emiratos, Arabia Saudí), y castas que acumulan grandes fortunas.
No es posible equiparar los valores hedonistas de EE.UU. con los estrictos valores de la moral religiosa que defienden los islamistas. No es lo mismo vivir para ganar dinero, consumir y alcanzar el éxito de manera individual, que vivir comunitariamente para cumplir la voluntad de Alá. En el primer caso, cada persona puede decidir su destino, aunque no lo consiga, haciendo uso de su razón y esfuerzo para elegir con libertad entre un repertorio de oportunidades. En el segundo caso, el destino está determinado por la voluntad de un ser superior cuya decisión es inapelable.
Estados Unidos, a pesar de las apariencias, es una sociedad secularizada. Los valores religiosos son un recurso que proporciona amparo y cohesión social en momentos de crisis, porque recuerdan los valores originarios -la moral del pionero- que llevaron a EE.UU. a lo que es, pero son también una interesada cobertura retórica que se utiliza cuando conviene, pues los valores dominantes, los que se ponen en práctica cada día en la sociedad, son valores seculares, racionales, que deben más a la Ilustración, al liberalismo y a la modernidad que a la interpretación calvinista de la vida[i]. La sociedad descansa en valores laicos, no en la aplicación de la Biblia, mientras que en Afganistán, el Islam lo impregna todo. El Corán es también la ley civil y la sociedad se organiza según el Corán, mientras que las sociedades occidentales no se entienden sin las constituciones, el Código Civil, el Código de Comercio, el derecho mercantil y la legislación sobre sociedades anónimas.
Señalar que el capital se enfrenta al capital es analizar este conflicto desde la única perspectiva del homo economicus y suponer que las dos civilizaciones se mueven por la misma lógica, o lo que es lo mismo, extender la lógica que impulsa la sociedad capitalista a todo tipo de sociedades, cuando lo que sale a la luz es la gran distancia que separa a la sociedad más avanzada de occidente -EE.UU.- de Afganistán y en general de los países en los que domina el Islam, que en evolución del pensamiento y formas de vida es una distancia de siglos.
El modo de entender la religión como el eje que configura la sociedad -la comunidad- hace mucho tiempo que dejó de estar vigente en Occidente, uno de cuyos grandes avances, de sus hitos liberadores, fue hacer de la religión –luego de derramar mucha sangre- una cuestión de conciencia, un asunto privado, no un asunto público ni de Estado. Este gran paso fue uno de los que permitió liberar el pensamiento del peso de la fe y de la superstición y seguir su propia lógica movido por la curiosidad y la razón. El lema cartesiano de dudar y el kantiano de atreverse a saber -Sapere aude!-, a investigar lo desconocido, proporcionaron la audacia de pensamiento que condujo a las sociedades occidentales, con sus excesos y errores -mayúsculos, si se quiere- pero también con sus aciertos, a donde hoy están situadas.   
En cualquier caso, por muy críticos que seamos con algunos aspectos de la civilización occidental -el productivismo y el consumismo, la conmoción social que introduce la lógica del capital, la asimetría en el reparto del excedente, la depredación de la naturaleza y el deterioro del medio ambiente, entre los más negativos-, que precisa de severas correcciones y de un drástico cambio de rumbo, no debemos renunciar a los logros y valores de la modernidad, en especial a los derechos humanos, ni a tratar de extenderlos.

Madrid, noviembre del 2001.



[i] Sobre este aspecto recuerdo las reflexiones finales de Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo: El capitalismo victorioso no necesita ya de este apoyo religioso, puesto que descansa en fundamentos mecánicos (...) En el país donde tuvo mayor arraigo, los Estados Unidos de América, el afán de lucro, ya hoy exento de su sentido ético-religioso, propende a asociarse con pasiones puramente agonales, que muy a menudo le dan un carácter en todo semejante al de un deporte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario