lunes, 16 de noviembre de 2015

Iraq. Cinco años en guerra

Haciendo un poco de memoria sobre una de las causas de la matanza de París.

En el quinto aniversario del comienzo de la guerra de Iraq, el presidente Bush se ha reafirmado en su decisión de invadir el país, pues se trata de una guerra noble, necesaria y justa. Y confía en vencer: "No aceptaremos más resultado que la victoria". Es lógico, pues cree que está ganando una guerra que concluyó oficialmente el 1 de mayo de 2003.
Los estrategas del Pentágono habían previsto un largo período de acumulación y preparación de fuerzas para librar una guerra corta, rápida y eficaz, como un puñetazo, que acabase en muy poco tiempo con el régimen de Sadam Husein y permitiera instaurar un simulacro de régimen democrático con un gobierno manufacturado por la Casa Blanca.
El diseño de tal operación no contemplaba que el régimen baaz tuviese apoyos sociales y que una parte de la población pudiera ofrecer resistencia, ni que la invasión pudiera desatar la violencia entre facciones religiosas, y si lo había previsto, no importó. Lo importante era acabar con un régimen como el de Hitler, según la propaganda de aquellos días, para devolver la libertad a los iraquíes e instaurar la democracia en el cercano Oriente. Pero el motivo aducido no era altruista.
La invasión, decidida de antemano -en época de Reagan, los "halcones" ya querían aumentar la presencia militar en el Golfo Pérsico (ver antecedentes en “Elecciones en EE.UU.” Iniciativa Socialista nº 74)- y puesta en marcha tras una intensa campaña de propaganda con alusiones a la Biblia ("Dios me pidió que acabara con la tiranía de Sadam", confesó Bush en una visita al Sinaí, influido sin duda por las leyendas del lugar), pretendía conseguir rápidamente un país dócil, dispuesto a aceptar el papel que Estados Unidos le adjudicara en la zona y a poner sus bienes a disposición de empresas transnacionales, por medio de uno de esos tramposos programas de ayuda para reconstruir los desastres provocados por una guerra decidida a miles de kilómetros de distancia, a cambio de aceptar medidas neoliberales que enajenasen la riqueza nacional, empezando por el petróleo.
La invasión preparaba una guerra, teóricamente rápida, quirúrgica, pero no por ello menos injusta, ilegítima, ilegal y agresiva, que contó con la oposición de numerosos gobiernos y llevó la división a organizaciones internacionales, como la Unión Europea, la OEA y la ONU, pero todo ello importaba poco ante la magnitud y la urgencia del proyecto diseñado por los "neocons", que, llevados de su mesiánica fe, pretendían no sólo aumentar las reservas de petróleo, poniendo los pozos iraquíes bajo custodia del ejército norteamericano, sino proteger a Israel, asegurar su presencia en la zona y afirmar la hegemonía de Estados Unidos por medio de un acto de fuerza, como Richard Perle, director de la Junta de Programas del Pentágono, aseguraba días después de comenzar la invasión: "El reino del terror de Sadam Hussein está a punto de terminar. El líder iraquí desaparecerá pronto, pero no se hundirá solo: en una despedida irónica, arrastrará consigo a la ONU. Bueno, no a toda la ONU (...) Lo que morirá será la fantasía de que la ONU es la base del nuevo orden mundial". (El Mundo, 22-III-2003). Ese era el quid del asunto: dilucidar quien era el indiscutible amo del mundo.
Siguiendo los planes marcados, las operaciones militares se desarrollaron bien, es decir mal, porque se alcanzaron los objetivos militares previstos pero sólo eso. Las tropas de la alianza entraron muy pronto en las zonas petrolíferas y en las grandes ciudades, pero no pudieron controlar todo el territorio ni el interior de las ciudades, donde aún hay barrios en poder de unas u otras facciones resistentes, que actúan siguiendo intereses muy distintos, unos religiosos y otros no tanto. Y ni siquiera en los barrios bajo custodia occidental -la zona verde de Bagdad- el control es total, y los atentados son frecuentes.
Pero en el orden civil, la cosa no marcha mejor. Gran parte de la culpa reside en cómo se instaló la primera administración del país.
Paul Bremer, hijo del presidente de Christian Dior, educado en las mejores universidades de EE.UU. y Europa, que ostentó cargos en varias embajadas, fue el encargado de dirigir la primera administración del Iraq ocupado, sin tener experiencia de haber hecho algo parecido (y si la tenía no se notó) ni tener idea de los problemas de la zona.
Aquí se muestra la mesiánica ideología que ha guiado la invasión, pues sus estrategas, más que como líderes políticos, han actuado como profetas de la religión formada por los tres preceptos -la Biblia, el mercado y el imperio- que configuran el destino americano y, por tanto, el del resto del mundo. En ella, más que el conocimiento preciso de las situaciones, lo que parecer importar es tener el respaldo de una gran fuerza militar y una voluntad resuelta. "Fuimos a la guerra sin entender a la sociedad iraquí", admite ahora el ex coronel Tim Collins, exjefe de las tropas británicas en Iraq.
Así, no bastaba sacar a Sadam Hussein del poder y deshacer su Gobierno, sino que había que desmantelar todos los resortes del Estado, incluyendo fuerzas armadas y el cuerpo de funcionarios, para crear un país nuevo a imagen y semejanza de lo que habían previsto los ideologizados asesores de la Casa Blanca, en el que no quedaran rastros del régimen baazista. El resultado fue provocar la paralización y el caos en el país, que afectan incluso a las zonas teóricamente controladas.
Hubo arrogancia e incompetencia, ha señalado Collins al aludir al mandato de Bremer, y en particular a la desmovilización del ejército y de los cuerpos de policía iraquíes, que dejaron el país en manos de facciones religiosas y de bandas armadas en los lugares a los que no llegaba la protección de las tropas invasoras, cuya misión no era esa y que debían además ocuparse de una larga e irregular guerra que no estaba prevista.
Cinco años después de la invasión, el país está destrozado, no sólo porque está virtualmente dividido entre kurdos (20% de la población), árabes sunníes (15%), árabes chiíes (60%) y cristianos (3%), sino por la lucha entre facciones armadas, pues junto a las fuerzas regulares invasoras combaten los empleados de las empresas de seguridad (la privatización de la guerra) y el nuevo ejército iraquí, dirigido por el primer ministro (chiíta) Nuri al Maliki, que se enfrentan a restos dispersos del ejército y de la policía baazistas organizados en bandas, a los kurdos (que a su vez se enfrentan a los turcos), a facciones religiosas que luchan entre sí (chiíes contra sunníes) y dentro del mismo credo (las milicias de Al Sader luchan contra las fuerzas de Al Maliki), a bandas de delincuentes y a terroristas de Al Qaeda, que han acudido al conflicto como moscas a la miel, pues el sufrido país les procura un vivero de combatientes para su causa y un excelente campo de entrenamiento.
La población no combatiente sobrevive como puede, pues, además de sufrir los llamados efectos colaterales de la invasión, es blanco del terrorismos sectario, y hablar de vida cotidiana es una broma macabra, pues no funcionan los servicios públicos, colegios, sanidad (la falta de camas y equipos hospitalarios es espantosa), el suministro eléctrico, el telefónico y el agua corriente. A muchos de los que por suerte tienen empleo (el paro alcanza al 60% de la población activa), la tercera parte del sueldo se les va en comprar agua, ¡en Mesopotamia!, la tierra donde nació el regadío.
La mitad de la población sobrevive (¿) con menos de un dólar al día, aunque algunos tienen la suerte de recibir raciones gratuitas de comida proporcionadas por el Gobierno, que el Banco Mundial ya ha propuesto suprimir.
A pesar de lo que afirma Bush -"Ahora hay que consolidar la victoria y sellar la derrota de los extremistas"-, los signos de tal victoria no se perciben. Esta guerra, o lo que sea, no tiene por ahora un claro ganador, aunque el premio Nobel Joseph Stiglitz afirma que hay dos vencedores: las empresas privadas de defensa y las compañías petrolíferas. Por cierto, al empezar la guerra, el barril de brent costaba 30 dólares, ahora ha superado los 103 $. Lo cual ha tenido repercusión directa en la economía de todo el mundo y de modo indirecto en la subida del precio de las materias primas empleadas en la fabricación de biocombustibles.
En estos días, las bajas norteamericanas han alcanzado la cifra de 4.000 muertos, 30.000 heridos físicos y no se sabe cuántos heridos síquicos, las bajas de la población iraquí pueden llegar a 300.000, unas 90.000 víctimas están identificadas. Se estima en 2.600.000 las personas refugiadas en países vecinos y en otras 2.400.000 las desplazadas en el interior del país.
A los Estados Unidos, la invasión les ha costado hasta ahora 500.000 millones de dólares, unos 320.000 millones de euros, pero en el presupuesto federal para 2008, los gastos de defensa han aumentado un 12%, por lo que el Pentágono recibirá la cantidad de 622.000 millones de dólares, que supondrán una merma en gastos sociales, en particular en los destinados a sanidad, y  demás un notable deterioro político, acentuado por el descubrimiento de abusos, corrupción y torturas.
En la sociedad norteamericana y, por supuesto, en su clase política se alzan voces pidiendo el regreso de las tropas, pero sin menoscabo del prestigio de EE.UU. Lo cual es bastante difícil de conseguir, pues salir precipitadamente del avispero como exigen algunos parece tan contraproducente como quedarse sin fecha de retorno, que es lo que acordaron el pasado noviembre Bush y Al Maliki, quien teme perder el Gobierno si le falta la protección del imperio americano.
Mientras tanto, George Bush dice que llora: "Los iraquíes me observan. Las tropas me observan. La gente me observa. Aún así, lloro. Tengo el hombro de Dios para llorar. Y lloro mucho". Por su causa, otros lloran también, pero sin tanta ceremonia.
Y Paul Bremer ha montado una empresa de seguridad e imparte conferencias sobre su experiencia en Iraq. ¡Y se las pagan!
José M. Roca, Trasversales nº 10, primavera 2008.

No hay comentarios:

Publicar un comentario