jueves, 19 de noviembre de 2015

Islamismo y romanización 1

Comentarios al documento: 
Occidente contra el mundo islámico. Algunas claves para entender el conflicto, de Ramón Fernández-Durán

Ramón:
He leído el borrador de uno de los capítulos de tu próximo libro y me ha gustado. Hay ahí mucho trabajo invertido, un conjunto de ideas sugerentes sobre nuestra época, tan dramática como apasionante, y una interpretación bastante coherente de los últimos acontecimientos, en la que coincido a grandes rasgos con tu enfoque, especialmente en el asunto de la división de Palestina y en la putrefacción de la situación actual en el cercano Oriente, a la que veo difícil salida, como uno de los factores desencadenantes de la tensión de Occidente con el mundo islámico.
La creación, en 1948, del Estado de Israel, un régimen teocrático en sus fundamentos, montado sobre la interpretación más fanática -la sionista- de una religión monoteísta y dogmática por su propia naturaleza, me parece una de las decisiones más desafortunadas de la ONU y de las grandes potencias, las cuales, en el clima emocional de la segunda posguerra mundial, con un notable sentido de culpa por no haber sabido (o querido) parar los pies a Hitler cuando era el momento y con un loable deseo de reparar con los judíos los horrores del holocausto nazi, idearon una solución que no era tal.
José María Ridao lo ha llamado la realización de una de las utopías del siglo XX, que para mí no es más que una aventurada decisión política, sin ninguna base jurídica, y tomada con precipitación, prepotencia y mala conciencia.
Hacer caso de la idea sionista de que en Palestina existía una tierra sin pueblo y de que los judíos eran un pueblo sin tierra, para crear -de un plumazo- un estado confesional por el procedimiento de expulsar de un territorio a sus históricos habitantes, me parece un atropello y una mala solución.
La decisión de expulsar de su tierra a los palestinos, que componen una población homogénea -racial, lingüística y culturalmente-, para asentar en él a una población extraña y heterogénea -racial, cultural y lingüísticamente-, de gentes unidas por la misma religión pero de muy diversa procedencia, supone aceptar como válido el argumento aducido por los nuevos ocupantes de que son el pueblo escogido por Dios y, por lo tanto, perseguido por los enemigos de Aquel, los cuales, hace dos mil años, les expulsaron de la tierra prometida por Yavéh a Moisés, a la que en 1948 regresaron, creyéndose en posesión de inobjetables derechos. Por lo cual, me parece que fue no sólo un acto rapiña, que vulneró todos los principios políticos y jurídicos contemporáneos, sino, además, una solución bastante mala, como se ha visto después. Y quizá habría que ir pensado en deshacer esa utopía o al menos utilizar la idea como amenaza ante la intransigencia del Gobierno israelí (creo que hubiera sido mucho mejor crear el Estado de Israel en Minnesota; sus habitantes estarían allí más cerca de sus protectores del lobby judío de Washington y Nueva York, y compartirían con sus convecinos la devoción por el Antiguo Testamento, pues, al fin y al cabo, los puritanos ingleses creyeron hallar la tierra prometida en las Trece Colonias de América).
Pero, bueno, bromas aparte, no es de esto de lo que quería hablar, sino de algunas diferencias menores, pero sobre todo de cierta predisposición hacia las posiciones del Islam que advierto en el documento. La existencia de aquellas no es lo importante, porque pueden deberse a diferencias en el análisis de la coyuntura, a la adopción de determinada postura táctica o a la confianza en un programa político concreto, sino esa predisposición, que puede responder a una posición de la izquierda -en la que me incluyo, pues estamos bajo la influencia de unas bases culturales y epistemológicas que vienen de años- que ha sido poco analizada, porque se trata de una postura de principio, de una especie de acto reflejo que provoca respuestas casi instintivas, mecánicas, que nos llevan a definir los campos en conflicto de una vez y para siempre y a buscar razones históricas que justifiquen tal postura.
En el caso que nos ocupa, para mí está claro que los palestinos son víctimas de una opresión, que estamos recogiendo los resultados de la ocupación colonial sobre los países árabes y de cómo se hizo la descolonización, etc, etc, y que la solidaridad de la izquierda debe estar con los oprimidos de esa zona, pero eso no debe llevarnos a la idea de que los árabes o los musulmanes han sido siempre “los perdedores”, las víctimas de un occidente, primero, cristiano y feudal, y luego capitalista y colonial, pero idéntico a sí mismo. Por eso, creo que en tu documento, subtitulado “Algunas claves para entender el conflicto”, tomar las cruzadas como base de partida y como una de las claves para entender el actual conflicto me parece, por un lado, acudir a un precedente demasiado lejano, y, por otro, una muestra de esa actitud instintiva de la izquierda, a la que antes me refería, de buscar causas remotas a conflictos actuales. Más, si a renglón seguido hablas de la dominación colonial sobre el mundo árabe. Los dos hechos -las cruzadas y el colonialismo- son ciertos; son verdad, pero no son toda la verdad (aunque suene muy solemne) y lo que ocurre antes y, sobre todo, entre esos dos eventos tan separados en el tiempo es de suma importancia, porque corrige la impresión ofrecida por ese remoto punto de partida, que complica más que aporta[1] y que responde -creo-, entre las gentes de nuestro entorno, a una ruptura errónea e insuficiente -instintiva- con el legado cultural recibido. Tal ruptura trataría, por un lado, de repudiar ese legado, en el que la influencia de la Iglesia católica es abrumadora, y, por otro, de corregir la interpretación de que la razón y la civilización han estado en el campo de la fe católica (y de Europa). Así, pues, con un movimiento pendular del razonamiento -por hegeliana antítesis- nos colocamos en la posición opuesta: hartos de la intransigencia católica, nos deslizamos al campo contrario -al islamismo- y tendemos a embellecerlo al generalizar algunos de sus mejores aspectos. Con ello hemos cambiado de campo, claro, pero no nos hemos librado de la interpretación religiosa -teológica- del conflicto, que en ambos campos es esencial, y que en un país católico por tradición, como es el nuestro, ha sido la interpretación histórica que ha prevalecido, porque ha convenido a la vieja alianza de la Iglesia con los estamentos dominantes cubrir la desnuda conservación de privilegios sociales, intereses económicos y aspiraciones políticas con la capa de la defensa de la fe, de la moral y de la Verdad con mayúscula. Es decir, presentar una lucha por intereses materiales, y con propósitos a veces inconfesables, como una lucha espiritual por la interpretación de la palabra divina -de la Biblia contra el Corán-; como una lucha ideológica pura y, desde luego, dura, pero generosa y desinteresada. Así, pues, no todo debe explicarse como una vieja guerra entre religiones, una más intransigente que otra -la católica-, pues no es sólo un asunto de doctrina, sino algo más profundo.
Quizá la razón de ese desenfoque ha sido la notable influencia que en los dos bandos ha ejercido la religión -en uno la católica y en otro la islámica- y su explicación teocrática de la historia -o cruzada o yihad-, pero en ambos casos guerra santa, pues eso es lo que preocupa sobre todo a sus propagandistas, pero los que no somos creyentes sino laicos y descreídos, y además de izquierda, deberíamos buscar otras explicaciones menos sesgadas y salir del terreno acotado por esa interesada interpretación religiosa de las relaciones con el Islam, en la que, además de la Iglesia católica (y del Islam, en su campo), tanto han abundado los gobiernos conservadores y particularmente el régimen franquista, porque, al final, si respetamos ese marco de explicaciones, podemos acabar apoyando una u otra interpretación religiosa, aun sin ser seguidores conscientes de ninguna de ellas. Y con ello retorno al punto de partida, a las cruzadas.

Inspiradas en la campaña contra los persas[2] iniciada en el año 622, las cruzadas -la más grandiosa y más romántica de las aventuras cristianas o la última de las invasiones de los bárbaros (Runciman, 1973)-, como empresas colectivas que afectan a varios reinos y al papado, son un intento tardío, realizado entre los años 1096 y 1270, de arrebatar a los árabes la hegemonía en el Mediterráneo, conseguida mucho antes[3].
Para Runciman (Historia de las Cruzadas, Madrid, Alianza, 1973), las cruzadas son el hecho central de la Edad Media, pues considera que con la pérdida de la hegemonía del Islam y el desplazamiento de la civilización desde Oriente hacia Occidente comienza la historia moderna.
La primera cruzada, dirigida por Roberto de Normandía, Godofredo de Buillón, Balduino y Roberto II de Flandes, Raimundo de Toulouse y Boemundo de Tarento, tiene lugar entre los años 1096 y 1099; la IIª, inspirada por Bernardo de Claraval y dirigida por Conrado III y Luis VII de Francia, entre 1147 y 1149; la IIIª, dirigida por Federico I Barbarroja, Ricardo Corazón de León y Felipe II Augusto de Francia, entre 1189 y 1192; la IVª, dirigida por el dux de Venecia Enrico Dandolo y por Balduino de Flandes, entre 1202 y 1204. En 1212 se inicia la desventurada cruzada de los niños; Federico II dirige la Vª cruzada de 1228 a 1229, y la VIª (1248-1254) y la VIIª cruzadas (1270) las dirige Luis IX, rey de Francia.
Pero repasemos lo que había en la península ibérica antes del desembarco de Tarik, en el año 711, en la isla gaditana a la que llamaron Al Yazira (Algeciras). 
   
1. La romanización
Por causas que sólo puedo intuir y que sería interesante investigar -¿rechazo visceral de la historiografía franquista y de la tradición católica, arabofilia, preferencia por los cambios y olvido de lo que permanece, desinterés por la historia más remota y quizá menos utilizable con fines políticos...?[4]-, en una extensa porción de la izquierda se ha tenido poco en cuenta lo que existía en la cuenca mediterránea, y particularmente en la Península Ibérica, antes de la invasión de los musulmanes. Y lo que había antes en la Península Ibérica era el resultado de tres siglos de ocupación germánica -visigoda- y, sobre todo, de casi siete siglos de ocupación romana (del año 218 a. C. al 414 d. C.), que, imponiendo su superioridad política y cultural sobre las dispersas y primitivas culturas nativas, alumbraron la primera civilización de carácter peninsular, aunque extendida de desigual manera por el territorio y con diversos grados de profundidad.
Sin embargo, la entrada de los romanos en la península, en el año 218 a. C., estuvo bien lejos de perseguir objetivos de tipo cultural. La llegada de las legiones de Escipión en la segunda guerra púnica tuvo como fin combatir a los cartagineses para arrebatarles la hegemonía en el Mediterráneo, que con el tiempo quedaría como un mar propio -mare nostrum-, como un gran lago interior que comunicara el Imperio. Las fronteras romanas, señala Pirenne (1972)[5], en todos los puntos cardinales y algunas muy alejadas de la costa, tuvieron como misión defender aquel imperio surgido alrededor de un mar que era el centro de su vida y de sus comunicaciones comerciales, políticas, militares y culturales.
En el instante en que Roma va a penetrar en la península -señala Vicens Vives (1970, 44)-, ésta se presenta todavía como algo muy primitivo, con la excepción del área andaluza (o turdetana) y del área mediterránea (o ibérica), donde la influencia cultural y económica de los extranjeros ha sido más intensa. En todas partes se manifiesta un pujante cantonalismo, tanto entre los jefes de las ricas poblaciones ibéricas del litoral, como entre los príncipes celtibéricos y célticos del interior. Entre estos últimos descuellan los lusitanos por sus mayores posibilidades económicas y sus crujientes estructuras sociales. En cuanto al Norte cantábrico y galaico, se mantiene arcaico y desconfiado contra cualquier novedad. Hasta el siglo X, allí se mantendrán en reserva las fuerzas de recuperación del país
La resistencia de las tribus indígenas de la península a la penetración romana fue grande, tenaz e incluso heroica (Numancia, ante Escipión El africano), pero fragmentada y discontinua. No hay que buscar en las mismas un ideal patriótico singular; simplemente, fue la réplica del indígena ante las novedades y las expropiaciones impuestas por los extranjeros (ibíd, 45).
También se establecieron cambiantes alianzas de distintos caudillos locales con cartagineses o con romanos, incluso la participación en las guerras civiles de estos, como el apoyo de Sertorio a Mario en su enfrentamiento con Sila. Sin embargo, la conquista acabó consumándose, convirtiendo lo que había sido una península poblada por pueblos diversos en Hispania, una provincia de Roma, y la inicial resistencia dejó paso a una paulatina romanización, que fue particularmente profunda entre la aristocracia nativa identificada con los fines del Imperio. Con la conquista de Hispania -escribe Marcelo Vigil (1973, 274)- se extendió la organización socio-económica y político-jurídica romana. Junto a esta organización, que fue el elemento dominante dentro de la sociedad peninsular, se extendieron también formas ideológicas predominantes en el mundo antiguo grecorromano, que se expresaban por manifestaciones que abarcaban tanto a las artes plásticas y a la literatura, como al pensamiento filosófico y religioso.
La aparición, dentro de la Hispania romana, de un estamento dirigente vinculado a la administración política y jurídica de la provincia y a la actividad económica y comercial tuvo como resultado el surgimiento de personalidades cuyo prestigio rebasó el ámbito peninsular. Escritores, poetas, filósofos, geógrafos o historiadores como los Sénecas, Lucano, Columela, Marcial y Fabio Quintiliano, y dos emperadores -Trajano y Adriano- fueron  aportaciones hispánicas a la cultura romana y a la romanización de la península.
En el transcurso de siete siglos de dominio -escribe Vicens Vives (1970, 46)-, la presencia de los conquistadores y colonizadores romanos llegó hasta los últimos confines del país y se tradujo en hechos tangibles: renovación, construcción y embellecimiento de ciudades; apertura de vías de comunicación; aprovechamiento del suelo agrícola; explotación de minas. El entronque de la economía hispánica con el gran comercio mediterráneo de la época -metales, vinos, aceite, cereales- hizo posible el financiamiento de esa política de obras públicas. Para este autor, ni los emperadores, ni el Senado, ni los cubículos administrativos romanos tuvieron una visión particularista de los problemas hispánicos, pero en el transcurso de su gestión impulsaron una serie de resortes que habían de contribuir a desarrollar un cierto sentido comunitario entre los pobladores de Hispania (...) Las fuerzas unificadoras vinieron de los técnicos e ingenieros de comunicaciones, de los urbanistas y escultores, de los maestros y funcionarios que fue mandando Roma, y que se tradujeron en bellas ciudades, perfectas calzadas, puentes y viaductos, y en un cierto sentido de la administración. Todo ello, repetimos, al margen del mundo campesino, para el cual muchas de las cosas que se le enseñaban eran letra muerta: como el derecho y el idioma (que adulteró en seguida en formas propias, regionalmente diferenciadas).
No obstante, hay que señalar que de manera contradictoria la Iglesia fue la institución que asumió más profundamente la cultura romana y la que estuvo en mejor situación para transmitirla, aunque desde el punto de vista doctrinal actuó como un disolvente de los valores de la sociedad romana. En primer lugar, el cristianismo había surgido como una religión monoteísta y universal frente al culto a los dioses domésticos de la familia romana y al politeísmo sincrético del Imperio. En segundo lugar, era una religión igualitaria -tanto las personas libres como las esclavizadas eran iguales a los ojos de Dios- que atentaba contra la estratificación social del Imperio. En tercer lugar, surgida de los estratos sociales más humildes, exaltaba la pobreza y no despreciaba el trabajo manual. En cuarto lugar, reconocía una autoridad superior a cualquier poder temporal y, por tanto, negaba el culto al emperador. Sin embargo, la Iglesia se impregnó del espíritu administrativo y jurídico del Imperio[6].  
Señala Vicens que un cambio mental llevó a los obispos cristianos de Hispania a establecer la organización eclesiástica a imagen de la romana; a embeberse del espíritu estatal, jerárquico y cultural de Roma; y, en fin, a aceptar el hecho consumado de la cristianización del Imperio y de la protección oficial, tras el Edicto de Milán, en el año 313. Así, continua Vicens (1970, 51), la Iglesia cruzó a fines del siglo IV las orillas que antes la habían separado del Imperio y se convirtió en el reducto esencial de las ideas de autoridad y universalismo impuestas por Roma en los países mediterráneos. A través de esta concepción del mundo y de la experiencia directa de los obispos (que las invasiones iban a transformar en defensores de las ciudades), el Imperio se sobrevivió a sí mismo en Hispania.  

2.Las invasiones germánicas
Y así sucedió, en efecto. Con el declive del Imperio Romano, en tanto que hegemonía política y militar, la romanización quedó como el sustrato cultural que impregnaba a la población hispano-romana y como la forma práctica en que la Iglesia cristiana trató de entender el mundo y de organizar el precario orden cotidiano de una sociedad azotada por las invasiones germánicas y abandonada a su suerte a causa de la debilidad de las instituciones del bajo Imperio.
Las primeras invasiones se produjeron en el siglo III. Entre el año 264 y el 276, los francos y los suevos arrasaron extensas zonas y saquearon ciudades, pero a pesar de la decadencia del Imperio el país pudo recuperarse. No ocurrió otro tanto a partir del 409, cuando la invasión de suevos, vándalos y alanos no pudo ser contenida. La esperada salvación desde Roma, sometida a parecidos apuros, no llegó -Roma no era ya más que un mito, señala Vicens- y quienes consolidaron un nuevo y precario orden fueron los visigodos, que, expulsados de la Galia por los francos, expulsaron, a su vez, a los vándalos de Murcia y Andalucía, arrinconaron a los suevos en Galicia y se asentaron en la meseta fijando la capital en Toledo, mientras que el litoral de levante y del sur, desde Cartagena al Algarve, quedaba bajo influencia mediterránea, gracias al apoyo de Bizancio, formando una ancha franja cuyos habitantes habrían de producir muchos quebraderos de cabeza a los monarcas visigodos.
Las invasiones germánicas provocaron la destrucción del Imperio Romano como estructura política y militar y su fragmentación en reinos, pero, pese a todo, no pudieron impedir que los valores de la cultura latina, ayudados por el buen clima, la tierra fértil y el comercio marítimo hicieran mella entre las gentes del norte. El establecimiento de los germanos en la cuenca del Mediterráneo -escribe Pirenne (1972, 10)- no supone de ninguna manera el punto de partida de una nueva época en la historia de Europa. Por muchas consecuencias que tuviera, de ninguna manera hizo tabla rasa del pasado ni rompió con la tradición. El objetivo de los invasores no era anular el Imperio Romano, sino instalarse en él para disfrutarlo. Y hay que destacar dos elementos que favorecieron la seducción de los bárbaros por la cultura latina, que son la Iglesia y el Mediterráneo. A pesar del declive del Imperio en occidente, el mare nostrum romano todavía pudo servir de puente entre oriente y occidente, entre la declinante cultura latina y la pujante cultura bizantina, y entre las orillas del norte y las del sur, entre Europa, África y Asia, porque todavía era -lo fue hasta el siglo VIII- un mar tranquilo, transitado por comerciantes y viajeros. El Mediterráneo no pierde su importancia tras el período de las invasiones -indica Pirenne (ibíd, 11)-. Se mantiene para los germanos como lo que era antes de su llegada: el centro mismo de Europa, el mare nostrum. Por considerable que hubiera sido en el orden político la destitución del último emperador romano de Occidente (año 476), en manera alguna fue suficiente como para desviar la evolución histórica de su dirección secular.
En todo esto resalta con fuerza la continuidad del movimiento comercial del Imperio Romano tras las invasiones germánicas, que no acabaron con la unidad económica de la Antigüedad. Por el contrario, esta unidad se conserva, con una destacada nitidez, gracias al Mediterráneo y a las relaciones que mantiene con Occidente y Oriente. El gran mar interior de Europa no pertenece, como en otro tiempo, a un solo estado (...) En las costas del Mediterráneo se concentra y nutre todavía lo mejor de su actividad. Ningún indicio anuncia el fin de la comunidad de civilización establecida por el Imperio Romano, señala  Pirenne (1972, 19).
Por lo que hace a la Iglesia cristiana, definida como católica y romana, fue la institución más duradera y la más interesada en mantener el acervo cultural de la declinante Roma, porque, desde la conversión de Constantino, las fronteras de la cristiandad coincidían con las del Imperio, y fue la que dio soporte administrativo a la monarquía visigoda, sobre todo, después de la conversión de Recaredo al catolicismo en el año 587[7]. Según Vicens (1970, 55), una reducida oligarquía visigoda, compuesta por unas diez mil personas, detentaba el poder supremo del ejército y la administración, pero el país será llevado adelante por los hispanos. Estos son los que informan la legislación, la espiritualidad y el relativo esplendor económico de la monarquía visigoda durante el siglo VII (...) Gracias a los hispanos, la última etapa del dominio godo sobre la Península adquiere un marcado tinte unitario, cuyo recuerdo perdurará en algunos grupos diseminados después de la fácil y demoledora ofensiva islámica del siglo VIII. Por esta causa, si el epigonismo visigótico peninsular sobrevivió a su propia incapacidad, ello se debió al ancho apoyo social que le brindaron los hispanos y singularmente la Iglesia y la aristocracia latifundista. Más adelante, este autor señala que la Iglesia es el único cuerpo realmente libre de la época. Desde los monasterios y las sedes episcopales, los eclesiásticos emprenden su muda y tenaz labor de rehacer un mundo cuyas glorias perciben, pero que sólo interpretan groseramente. Son ellos, en todo caso, los que dan la forma legal definitiva al Estado visigodo, gracias a la obra de unificación legislativa iniciada por Chindasvinto y terminada por su hijo Recesvinto en 654. También alude Vicens (ibid, 59) a la función mediadora de la Iglesia: Entre la monarquía visigoda y los hispanos hay abismos insondables. Para colmarlos, para tender un puente, allí está la Iglesia. Representante calificada del pueblo ante el trono y del trono ante el pueblo, se inserta en el aparato del Estado como intermediaria legítima entre el rey y sus súbditos. Así la monarquía admite la autoridad legislativa de los Concilios de Toledo.
Con una estructura calcada y paralela a la del Imperio Romano, la Iglesia estuvo dotada de elementos permanentes que le permitieron no sólo seguir desempeñando funciones espirituales en una época plena de cambios -y se lo habrían de permitir durante los siglos venideros, y con esto proyecto hacia delante la acción de la Iglesia-, sino influir sobre los acontecimientos tratando de introducir, junto con su interpretación de los mismos, cierta estabilidad en el conmocionado Occidente que resultó de las invasiones germánicas, así como intervenir largamente en los asuntos de la oligarquía visigoda, apoyando unas veces a los nobles frente a los reyes y otras reservándose el privilegio de conceder al rey la legitimidad para gobernar. Contó para ello con una estructura piramidal, en cuyo vértice se hallaba un pontífice incuestionado, seguido de una jerarquía descendente de cardenales, arzobispos, obispos, arciprestes y párrocos, y con una organización adaptada a las divisiones administrativas imperiales. Según Pirenne (1972, 13), cada diócesis correspondía a una civitas y esa estructura orgánica no se vio alterada a causa de las invasiones, sino que permaneció.
Por otro lado, la Iglesia tenía un cuerpo doctrinal y dogmático en continuo desarrollo, cuya articulación estaba basada en el derecho romano, y que junto con su organización territorial, su aparato administrativo y su vocación expansiva, le permitió mantener en tiempos de creciente localismo un credo universal en todos los reinos, unificar las prácticas civiles, y las piadosas a través de la misma liturgia, como veremos más adelante.
Un elemento fundamental fue la lengua. La Iglesia conservó la lengua romana -el latín-, que siglos después fue la base de las lenguas romances y que, orillada luego como lengua popular, permaneció como idioma oficial de la Iglesia y como lenguaje litúrgico hasta muy entrado el siglo XX (Concilio Vaticano II). Por otra parte, contaba con una doctrina muy articulada y coherente, que se difundía desde Roma a todos los lugares del orbe cristiano a través de una extensa red de iglesias, catedrales, ermitas y capillas.
Por medio de este centralizado sistema de comunicación para las clases subalternas (Álvarez, 1985)[8], la Curia propagaba un elaborado repertorio de mensajes, debidamente plasmados en textos y adaptados a la liturgia de cada época del año, de tal manera que las complicadas verdades del dogma cristiano, muchas de ellas calificadas de misterios por su difícil explicación, llegaban a las parroquias expresadas en lenguaje popular, en los mismos términos en que debían ser expuestas a los feligreses[9], lo cual facilitaba su prédica por los clérigos más ignaros. Esta vertiente de la labor pública de la Iglesia se completaba con una serie de rituales para expresar la fe popular, que fueron creciendo en cantidad y prolijidad a lo largo del tiempo (misterios, milagros, procesiones, peregrinaciones, romerías, rosarios, jaculatorias, vía crucis, cánticos, refranes, reliquias, letanías, ángelus, novenas, triduos, vigilias, sermones, rogativas, ofrendas, colectas, oficios, etc), reforzados por todo tipo de representaciones artísticas alusivas a pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento (imágenes, grabados, estampas, vidrieras, capiteles, retablos, pórticos, pasos procesionales) y por libros piadosos (breviarios, devocionarios, cuaresmarios, catecismos, hagiografías, santorales, guías, epistolarios) o no piadosos (almanaques). Pero la mayor y más frecuente expresión colectiva de la fe compartida era la celebración de la misa dominical y de otras “fiestas de guardar”, cuyo complejo ritual representa la muerte de un dios, y que, según J. T. Álvarez (1985, 53), se trata de un espectáculo no superado, tal vez, ni por la tragedia griega.      
En el ámbito privado, la Iglesia contaba con un eficaz instrumento para ejercer su tutela sobre cada creyente de forma particular -la confesión-, que, al igual que el resto de las prácticas litúrgicas, contaba con las correspondientes guías, con las que Roma ponía al alcance de la clerecía todo su saber (y su poder) para dirigir correctamente las almas.
La desorganización, la decadencia de las ciudades por la disminución del comercio, la creciente feudalización y el declive de las instituciones civiles, agravado después por la invasión islámica, colocaron a la Iglesia cristiana en una posición preeminente. Aspecto sobre el que señala Pirenne (ibíd, 45): Durante los últimos años del Bajo Imperio, y aún más en la época merovingia, el poder de los obispos sobre la población de las ciudades no dejó de crecer. Aprovecharon la desorganización creciente de la sociedad civil para aceptar o para arrogarse una autoridad que los habitantes no pusieron en duda y que el estado no tenía ningún interés en prohibir, y ningún medio para hacerlo (...) A la jurisdicción eclesiástica que ejercían ya sobre el clero, se sumó, pues, una jurisdicción laica, que confiaron a un tribunal compuesto por ellos mismos y cuya sede fue fijada naturalmente en la ciudad donde tenía su residencia.
Cuando la desaparición del comercio, en el siglo IX, borró los últimos vestigios de vida urbana y acabó con lo que aún quedaba de población municipal, la influencia de los obispos, ya de por sí bastante amplia, no tuvo rival. Desde entonces tuvieron completamente sometidas a las ciudades (...) En resumen, no había dominio en la administración de la cité en el que, por derecho o por autoridad, (la Iglesia) no interviniese como guardián del orden, de la paz o del bien común. Un régimen teocrático había reemplazado completamente al régimen municipal de la antigüedad.

Como los seriales de la radio y los culebrones de la tele, continuará...
 Un abrazo. Pepe Roca
Madrid, abril de 2002.



[1] La primera dificultad reside en equiparar situaciones y fuerzas actuantes separadas por una distancia temporal de siglos. La Europa de hoy ¿es la misma que la Europa de las cruzadas? El Islam de hoy, aún el más integrista, ¿es el mismo que el de hace ocho o diez siglos? Y la Iglesia católica, ¿es la misma?
[2] Según Runciman (1973, pp. 25-26), los persas habían conquistado Anatolia, Siria y Palestina, y ocupado Jerusalén, tras degollar a unos 60.000 cristianos. Heraclio, desde Constantinopla, emprendió una guerra santa, que acabó con la toma de Nínive y la rendición de los persas en el 629. Las generaciones posteriores vieron en la campaña de Heraclio un antecedente de las cruzadas.
[3] La historia del Islam comienza con el viaje (hégira) que, en el año 622, lleva a Mahoma a Yatrib (luego Medina), con el cual rompe los lazos étnico tribales con su comunidad (árabe) de origen para predicar su doctrina, que se impuso sobre las creencias y costumbres existentes, a un nuevo pueblo. Como jefe político y militar de la comunidad de creyentes propuso un pacto (Carta de Medina) que reunía a las tribus árabes y hebreas en una especie de confederación. A partir de entonces comenzó la vertiginosa expansión del Islam.
[4] En este sentido también pueden obrar los recuerdos infantiles y el rechazo a una historia nacional mal explicada, orientada a difundir los valores del régimen político y reducida al sesgado relato de gestas patrióticas y a la enumeración de nombres de reyes, entre las cuales figura la interminable lista de los reyes godos. 
[5] Si se echa una mirada de conjunto al Imperio Romano, lo primero que sorprende es su carácter mediterráneo. Su extensión no sobrepasa apenas la gran cuenca del lago interior al que encierra por todas partes. Sus lejanas fronteras del Rin, del Danubio, del Éufrates y del Sahara forman un enorme círculo de defensas destinado a proteger sus accesos. Incuestionablemente el mar es, a la vez, la garantía de su unidad política y de su unidad económica. Sin esta gran vía de comunicación no serían posibles ni el gobierno ni la alimentación del orbis romanus (Pirenne, 1972., p. 7).
[6] Una temprana muestra de ello es el concilio de Nicea, en el año 325, donde la Iglesia, sólo unos pocos años después de haber conseguido del emperador Constantino el libre ejercicio de su culto en el imperio (Edicto de Milán, año 313), establece ya un preciso conjunto de dogmas y condena el arrianismo como herejía.
[7] En el año 589, el III Concilio de Toledo celebra el cambio de confesión de la monarquía visigoda, que abandona definitivamente el arrianismo.
[8] Así lo denomina  J. T. Álvarez: Del viejo orden informativo, Madrid, UCM, 1985, p. 50 y ss.
[9] El mensaje cristiano se codificó y cristalizó tanto en ciclos temporales como en lenguaje y simbología, de modo que, durante cientos de años, todo occidente ha recibido el mismo reiterado mensaje, en cada época del año; cada domingo, casi a hora idéntica, todos los occidentales escuchaban las mismas o similares palabras, repetían los mismos slogans y oraciones, respondían a la misma sensibilidad y mentalidad (ibid, 1985, p. 51).

No hay comentarios:

Publicar un comentario