domingo, 5 de noviembre de 2017

Las revoluciones exóticas

Se cumple este otoño el primer centenario de la Revolución de Octubre en Rusia, la gran convulsión política del recién iniciado y conflictivo siglo XX, cuyas consecuencias se habrían de notar el resto de la centuria.
En Rusia se había constituido, por la fuerza pero con escasa violencia, el primer sistema económico alternativo al capitalismo; una sociedad de trabajadores instituida, en principio, sobre supuestos contrarios a la sociedad burguesa. Era una teoría llevada a la práctica; una utopía con visos de ser realizada, que inauguraba la oposición ideológica y política entre dos sistemas -capitalista y socialista-, que habría de marcar en el futuro la vida de millones de personas.
El mundo capitalista y la sociedad burguesa vieron el experimento con estupor. Del temor a que el ejemplo se extendiera y pusiera en peligro el orden dominante vino el envío de tropas de catorce países en apoyo del ejército de los guardias blancos para acabar con el poder soviético. Fueron derrotadas, pero después de intervenir durante tres años en el conflicto mundial, la guerra civil, aún victoriosa, dejó humana y económicamente exhausta a la nueva Rusia y supuso el primer gran obstáculo a la Revolución, que en buena medida quedaría afectada en su evolución por este acontecimiento.
En España, para los jóvenes de mi generación, que en los años sesenta estaban en la veintena y vivían empeñados en acabar con la dictadura franquista, la Revolución de octubre de 1917, Revolución Bolchevique o simplemente Octubre, era un ejemplo, lejano pero aún lleno de vigor, sobre lo que se podía hacer, un modelo de revolución proletaria, y el Consejo de Comisarios del Pueblo presidido por Lenin, el primer gobierno obrero del mundo, después del efímero ensayo de  la Comuna parisina.
A pesar de la deriva burocrática y de los excesos del período estaliniano, malformaciones presuntamente subsanables, que no tenían por qué repetirse en otras latitudes, Octubre era un ejemplo a imitar, porque era la prueba fehaciente que verificaba la teoría (y la profecía) sobre la Revolución, así con mayúscula, que ya no era una simple palabra, una consigna o una nebulosa posibilidad de cambio, sino el fatal destino de una ley histórica; el modo de cambiar un régimen político de modo favorable a las clases subalternas plasmado en la toma del poder por los trabajadores y sus aliados; era un cambio drástico que implicaba una ruptura con el sistema político anterior y colocaba las bases para emprender un proceso de profundas reformas que condujera hacia un sistema colectivista, indudablemente mejor, más justo y más igualitario que el capitalismo movido por el ansia de satisfacer el interés material de los individuos y, en particular, de los poseedores de capital.
Las ganas de acabar con la dictadura de Franco y la prisa juvenil abonaban la impaciencia y hacían creer en la posibilidad, más aún, en la necesidad, de un  cambio político que instaurase, con el gobierno de las clases subalternas, la justicia, la libertad, la fraternidad y un equitativo reparto de la riqueza, y tal cambio sólo podía venir de una revolución triunfante.
Así que los jóvenes izquierdistas de entonces buscaron inspiración en las revoluciones triunfantes y Octubre fue una de ellas. Y sin saber mucho sobre Rusia, esa es la verdad, o mejor dicho, desconociendo su larga historia, salvando lo concerniente a los sucesos de 1917, pero convencida por las leyendas que la rodeaban más que por los áridos escritos de Lenin y otros bolcheviques, mucha gente tomó la insurrección rusa de 1917 como un modelo, a veces puro, de revolución socialista, y otras veces mezclado con algún aporte más actual.
Otras gentes de la misma generación se inclinaron por la versión china de la versión rusa, que era la Revolución popular, democrática y antiimperialista, de Mao Tse Tung en el legendario Celeste Imperio, sabiendo aún menos cosas de un país gigantesco, misterioso y hermético, poblado por varias etnias, con una cultura milenaria y una filosofía de la vida completamente alejadas de Occidente y de una España todavía bastante cañí.
También Argelia (con Fanon) y Vietnam (con Ho Chi Min) como revoluciones lejanas ejercieron su influjo sobre las jóvenes y jovencísimos antifranquistas  españoles. Y desde luego fue la revolución cubana, bien contada y bien cantada, con su aura guerrillera, su épica casi evangélica -Fidel Castro con doce de los suyos- y su música pegadiza- la que suscitó una adhesión más romántica, no sólo por la cercanía temporal y la proximidad cultural, y por la aportación de Ché Guevara sobre el foco insurreccional, que teorizó Regis Debray en su opúsculo “¿Revolución en la Revolución?”, sino también por la muerte de su promotor (de la que se cumplen ahora 50 años), que comprobó en carne propia el fracaso de su teoría en las selvas de Bolivia, dejando a muchos de sus seguidores en una terrible orfandad. Pero, ¿qué era lo que empujaba a los jóvenes izquierdistas españoles hacia las revoluciones exóticas?
Por un lado, la atracción por lo que llegaba de fuera de nuestras fronteras y la ausencia de revoluciones españolas en las que inspirarse, pues, en España, tierra de insurrecciones, motines populares y pronunciamientos militares, los intentos revolucionarios rara vez concluyen con éxito o su duración es efímera. Ya lo advirtió Marx en uno de sus artículos para el New York Daily Tribune: España no ha adoptado nunca la moderna moda francesa, tan al uso en 1848, de empezar y terminar una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados. De tres años parece ser el plazo más breve a que se constriñe, si bien el ciclo revolucionario abarca a veces hasta nueve años (…) Ni el político más agudo puede predecir cuánto durará el actual ni cuál será su desenlace (…) A pesar de estas repetidas insurrecciones (1808, 1820, 1834, 1854) no ha habido en España hasta el presente siglo revoluciones serias.
En Francia las cosas han sido distintas, más drásticas y eficaces, pero para los jóvenes revolucionarios, la Revolución de 1789, más conocida pero entendida como revolución burguesa, aunque ofrecía enseñanzas aprovechables sobre las clases subalternas -el tercer estado de Sieyés y la actividad de los sans-culottes-, representaba, al fin y al cabo, el triunfo del enemigo de clase, por muchos derechos del hombre y del ciudadano que proclamara, de modo que sus conquistas debían ser superadas por una auténtica revolución proletaria. De Olimpia de Gouges y los derechos de la mujer, la mayoría de los varones no habíamos oído hablar. La Revolución seguía siendo cosa de hombres, como el coñac, según rezaba un anuncio de la época.
También nos empujaba la carencia de información fiable sobre países tan lejos del nuestro en todos los aspectos, como los arriba citados, y la ausencia de una investigación rigurosa y prolongada que nos acercara a la realidad de sus sociedades por encima de las deformaciones de la propaganda, que tanto a favor como en contra nos alcanzaba, de modo que, teniendo encima la persistente cantinela del régimen franquista contra el perverso bolchevismo financiado por Moscú, dimos más crédito a la propaganda que coincidía con nuestras ingenuas y juveniles pretensiones.
No faltaban en aquella izquierda grandes dosis de improvisación y dogmatismo, y de reverencia por las acciones de otros (por muy gloriosas que hubieran sido), impelidas por las ganas de acabar con la dictadura y por una fe ciega, o bastante cegata, en la teoría, o mejor doctrina, sobre la Revolución, entendida como un elástico traje para todas las tallas, que precisaba sólo ajustes en las sisas y en el dobladillo de mangas y perneras para sentar como un guante; un modelo prêt a porter adaptado a las necesidades del consumidor revolucionario para vestir apresurados cambios de régimen.
El resultado solía ser la copia, la imitación, la falta de originalidad de “soluciones” construidas sobre la plantilla de revoluciones, un día triunfantes y ya un tanto ajadas, en países lejanos, dependientes o en desarrollo, en sociedades agrarias o poco industrializadas, con tradiciones políticas, religiosas y culturales que se hallaban a gran distancia de las nuestras.
El modelo que podía satisfacer la búsqueda de las contradicciones antagónicas que habían desaparecido en Europa estaba en el Tercer Mundo, en la lucha anticolonial, que reposaba en gran medida en dos supuestos no del todo ciertos: en la teoría del buen salvaje y en la maldad de los hombres blancos occidentales; en la pureza y la inocencia de las poblaciones autóctonas, que luchaban por su tierra, su cultura y su riqueza, por un lado, y en la demostrada avaricia y crueldad de los colonizadores, cuando aún no se habían percibido del todo los excesos, carencias y deformaciones de regímenes socialistas, socializantes, nacionalistas o populares, resultantes de tantas heroicas guerras de liberación con resultados tan parcos. Aunque indicios ya había, pero se atribuían a la incansable propaganda del enemigo imperialista en el mundo bipolar de la guerra fría y, por otra parte, se esperaba que más pronto que tarde dichos excesos pudieran corregirse a medida que madurasen tales revoluciones.
¿Y por qué no mirar a Estados Unidos, cuyos fundadores habían librado una guerra (de guerrillas, como en España) contra la monarquía británica y habían instaurado la primera república moderna? ¿Acaso no había semejanzas con nuestra Guerra de la Independencia y con los primeros intentos de instaurar un régimen político antiabsolutista sobre una base constitucional?
Pero en los años sesenta y setenta, la izquierda española mantenía una relación muy contradictoria con Estados Unidos. Por un lado, era, como el resto de la sociedad, ávida consumidora de tecnología y de cultura norteamericana (moda, literatura, arte, cine, música, deporte…), pero, por otro, mantenía un gran recelo sobre sus instituciones, pues el gobierno yanqui era uno de los principales valedores de la dictadura de Franco. Además, Estados Unidos era el paradigma del capitalismo coetáneo y mostraba su cara más hosca con el imperialismo, resumido entonces en unos pocos conceptos que lo querían decir todo (expolio, empresas multinacionales, gobiernos títeres y represión popular, auspiciados por el Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA).
Definitivamente, lo aprovechable de Estados Unidos estaba en sus calles, que en aquellos años hervían de protestas; estaba en la rebeldía y organización de la gente, en la contracultura, en la lucha por los derechos civiles y la liberación de las mujeres, en los Panteras Negras, en los estudiantes, en la lucha sindical de los “chicanos”, en la ecología, en el pacifismo y en la oposición a la guerra de Vietnam, no en las instituciones.
Así, podíamos discutir con vehemencia sobre las tesis de abril, la revolución de febrero y la insurrección de octubre en la Rusia de 1917, sobre la Larga marcha, el Gran salto adelante y la Revolución cultural en China, sobre los “barbudos” en la sierra y los comunistas en la ciudad, en Cuba, sobre el papel del FLN y los fellahas en Argelia o sobre la ruta “Hochimin” y la ofensiva del Tet en Vietnam, sin saber mucho más acerca de esos países, pero no debatíamos sobre la Declaración de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, sobre la Declaración de Independencia, sobre el federalismo, impulsado por Alexander Hamilton, James Madison y John Jay, tan oportuno hoy como en los años de la Transición, y sobre la Constitución federal de 1787, con su inteligente adición de Enmiendas.
Nos perdimos, en un momento muy propicio, un buen debate sobre eventos de un país más semejante al nuestro y al que en ciertos aspectos tratábamos de imitar, aunque no lo reconociéramos, cuyo origen se debía también a otra de las revoluciones exóticas o a la primera de ellas en el Nuevo Mundo.
Por ello, hay que dar la razón a Hanna Arendt cuando escribe: Lo realmente importante fue que la tradición revolucionaria europea del siglo XIX no mostró más que un interés pasajero por la Revolución americana o por el progreso de la República americana. En abierto contraste con el siglo XVIII, cuando mucho de la Revolución americana, el pensamiento político de los “philosophes” se amoldó a los acontecimientos e instituciones del Nuevo Mundo, el pensamiento revolucionario de los siglos XIX y XX se ha comportado como si nunca se hubiera producido una revolución en el Nuevo Mundo, como si nunca hubieran existido ideas y experiencias americanas en la esfera institucional y política sobre las que mereciera la pena meditar (…) Este fenómeno adquiere tintes especialmente desagradables cuando hasta las revoluciones que se producen en el continente americano se expresan y actúan como si se supieran de memoria los textos revolucionarios de Francia, Rusia y China, pero no hubieran oído hablar nunca de la Revolución americana (Sobre la revolución, Alianza, 1988, p. 223).
Algo semejante ocurría en España, en los años sesenta y setenta, en las filas de la izquierda revolucionaria.

Madrid, 9 de octubre de 2017, 50º aniversario de la muerte del Ché.
Publicado en la revista El viejo topo nº 358, noviembre 2017.


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