En esta profunda crisis económica y
política, que es realmente una involución de la civilización continental, la
pertenencia de España a la Unión Europea no sólo no ayuda a los ciudadanos a
entender lo que ocurre, sino que contribuye a aumentar su confusión y su
pesimismo, pues perciben que las directrices que llegan de la Comisión Europea,
lejos de ayudarnos, aprietan hasta la asfixia.
En una época no tan lejana, la Europa
democrática del Mercado Común era un referente positivo para los sufridos
ciudadanos españoles, pues ofrecía un atractivo modelo económico, político y
cultural, y un envidiable marco de libertades civiles a quienes vivían bajo la
pacata dictadura franquista. Pero ya no es así; la Unión Europea va perdiendo
de forma acelerada las que fueron sus señas de identidad más evidentes -libertad,
democracia, integración, pleno empleo, consumo, Estado de bienestar, acogida
social y un proyecto de progreso- y defiende el antisocial recetario de un programa
neoliberal cada día más descarnado, aplicado por un ejército de bien
remunerados burócratas[1].
La Unión Europea está sometida a un
profundo proceso de reorganización, inducido en buena medida desde fuera de sus
instituciones, tanto desde la perspectiva del Fondo Monetario Internacional
como desde el Gobierno de Alemania, que aspira a ejercer una indiscutida
hegemonía sobre el resto de los miembros. Ante esta Unión Europea políticamente
desnortada, que pierde peso económico (ha pasado de generar el 29% del PIB
mundial al 19%) e influencia política en el escenario internacional, desarboladas
sus complejas estructuras y gobernada de hecho desde Frankfort y Berlín, cunde
entre la ciudadanía española una profunda desconfianza hacia lo que llega desde
Bruselas, con la impresión de que nos maltrata sin haberlo merecido.
Dictado por el FMI, el Banco Central
Europeo y la Comisión Europea nos llega un mandato interesado en salvar a los
bancos a costa de empeorar las condiciones de vida y trabajo de los asalariados
y de los grupos sociales más débiles, sobre los que se cargan los peores costes
de la recesión, mientras los máximos responsables del desastre económico eluden
sus responsabilidades políticas, profesionales y fiscales, o incluso algunos de
ellos escapan de la acción de la justicia y los especuladores, los grupos
sociales más ricos, las grandes empresas y las mayores fortunas aumentan sus rentas
en plena recesión, cumpliéndose una vez más el aserto de Marx, de que las
crisis económicas son procesos de destrucción y reorganización de las fuerzas
productivas pero también de concentración de capital.
De manera rápida y coactiva, con la
coartada de la crisis se está construyendo una Unión Europea que está perdiendo
dos rasgos característicos que servían de inspiración a otros países, que son
el sistema representativo democrático y el Estado del Bienestar, ahora ambos en
franco retroceso. Tal es el molde en que los ricos de Europa, y por supuesto
los de España, han decidido encajar a las sociedades utilizando para ello el
calzador de las medidas de austeridad.
La opinión popular percibe que para
la Comisión Europea (y para quienes están detrás de sus decisiones,
especialmente el lobby bancario),
antes están los bancos que los ciudadanos, y que no hay dudas en condenar a la
gente corriente a vivir peor con tal de salvar el euro, poniendo antes el
dinero que las necesidades de las personas, a las cuales el primero debe servir.
La Europa de los mercaderes, surgida con la fundación del Mercado Común
(Tratado de Roma, 1958), ha dado paso a la Europa de los financieros, impulsada
por el Tratado de Maastrich (1992), dejando al margen, como una meta
desdeñable, la Europa de los ciudadanos y de los trabajadores, que son los que están
sufriendo, atónitos y crecientemente indignados, las medidas de austeridad para
salir de la recesión, dictadas desde ignotos y egocéntricos cenáculos.
Con los “valores” neoliberales de la
desigualdad y la insolidaridad que inspiran las medidas de austeridad selectiva
-aplicadas sólo hacia abajo en la pirámide de rentas-, las derechas europeas y
naturalmente la española han optado también por cambiar el carácter del Estado.
Las reformas económicas están alterando
funciones esenciales del Estado, que, en España, escorado por la gestión
autoritaria que efectúa el Gobierno del Partido Popular, tiende a la
centralización, gana en adustez y opacidad, pierde contenido democrático, que
ya era bastante escaso, y deja de ser, en particular en su versión autonómica, un
moderado paladín de los desfavorecidos para ser abiertamente el campeón de los
fuertes y el azote de los débiles; el valedor de la privilegiada casta que ha
seguido ganando dinero con la crisis, de la banca y de los financieros y de los
grandes empresarios, cuando no de los corruptos y de los defraudadores fiscales.
La reforma del Estado es el remate de
una ofensiva política e ideológica iniciada hace años, arropada ahora por un esotérico
discurso tecnocrático y por la urgencia de salir de la crisis cuanto antes. Expertos
tecnócratas dicen verse obligados a dictar medidas urgentes, dolorosas y
necesarias, pero siguen los viejos criterios políticos de la derecha, que ha optado
de manera descarada -sin complejos- por tomar la iniciativa en la lucha de
clases, emprendida desde un solo lado. Con el apoyo de serviles gobiernos nacionales,
de las élites políticas, de organismos económicos internacionales y de la Unión
Europea, la burguesía financiera está socavando de modo sistemático las
condiciones de vida de la gran mayoría de los ciudadanos, pero en particular de
los estratos medios y bajos de la clase media, de la población asalariada y de
los sectores sociales económica y culturalmente más débiles, sin que estos
colectivos, a pesar de su resistencia, hayan sido capaces hasta ahora de detener
lo que debe calificarse de ofensiva general en toda regla.
[1] Entre 2005 y 2012, en la Comisión Europea el gasto en
pagar los salarios de sus directivos y funcionarios subió un 18%. Si tenemos en
cuenta que la crisis empezó en 2008, los miembros de la Comisión Europea han
estado recomendando reducir los salarios de los trabajadores en tanto ellos se
subían el sueldo. Los comisarios suelen ganar unos 25.000 euros al mes. El
presidente Durao Barroso tiene un sueldo de 30.500 euros/mes, sin contar los
complementos. Los vicepresidentes (por ejemplo Olli Rhen) ganan 27.300
euros/mes.
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