¿Y por qué no mirar a Estados Unidos, cuyos
fundadores habían librado una guerra (de guerrillas, como en España) contra la
monarquía británica y habían instaurado la primera república moderna? ¿No existían,
entonces, semejanzas con nuestra Guerra de la Independencia contra la Francia
napoleónica y con los primeros intentos de instaurar un régimen político
antiabsolutista sobre una base constitucional? ¿Acaso no merecía España ser
incluida en la misma oleada de revoluciones atlánticas, iniciada en Inglaterra
en el siglo XVII y concluida con la más temprana independencia de sus propias
colonias? ¿Y, acaso, no habían sido los norteamericanos los primeros en
garantizar los derechos del ciudadano moderno, a pesar de la flagrante
contradicción de privar de ellos a los aborígenes y esclavizar a los
afroamericanos?
Pero en los años sesenta y setenta, la
izquierda española mantenía una relación muy contradictoria con Estados Unidos.
Por un lado, era, como el resto de la sociedad, ávida consumidora de tecnología,
de información general y de cultura norteamericana (moda, literatura, arte, cine,
música, deporte), pero, por otro, guardaba un gran recelo sobre sus instituciones,
pues el gobierno yanqui era uno de los principales valedores de la dictadura de
Franco. Además, Estados Unidos era el paradigma del capitalismo coetáneo y mostraba
su cara más hosca con el imperialismo, resumido entonces en unos pocos
conceptos que lo querían decir todo (expolio de otros países, empresas
multinacionales, gobiernos títeres y represión popular, auspiciados por el
Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA).
Definitivamente, lo aprovechable de Estados
Unidos estaba en sus calles, que en aquellos años hervían de protestas; estaba
en la rebeldía y organización de la gente, en la lucha por
los derechos civiles y la liberación de las mujeres y los homosexuales, en los
Panteras Negras, en la contracultura, en los movimientos de estudiantes por la libertad de expresión,
en la lucha sindical de los “chicanos”, en la ecología, en el pacifismo y en la
oposición a la guerra de Vietnam, no en las instituciones.
Así, podíamos discutir con vehemencia sobre las
tesis de abril, la revolución de febrero y la insurrección de octubre en la
Rusia de 1917, sobre la Larga marcha, el Gran salto adelante y la Revolución cultural
en China, sobre los “barbudos” en la sierra y los comunistas en la ciudad, en
Cuba, sobre el papel del FLN y los fellahas
en Argelia o sobre la ruta “Hochimin” y la ofensiva del Tet en Vietnam, sin
saber mucho más acerca de esos países, pero no debatíamos sobre la Declaración
de Derechos del Buen Pueblo de Virginia, sobre la Declaración de Independencia,
sobre el federalismo, impulsado por Alexander Hamilton, James Madison y John
Jay, tan oportuno hoy como en los años de la Transición, y sobre la
Constitución federal de 1787, con su inteligente adición de Enmiendas.
Nos perdimos, en un momento muy propicio, un
buen debate sobre eventos políticos de un país más semejante al nuestro, y al
que en ciertos aspectos tratábamos de imitar aunque no lo reconociéramos, cuyo
origen se debía a otra de las revoluciones exóticas o a la primera de ellas en
el Nuevo Mundo.
Por ello, hay que reconocer las razones de
Hanna Arendt cuando escribe: Lo realmente
importante fue que la tradición revolucionaria europea del siglo XIX no mostró
más que un interés pasajero por la Revolución americana o por el progreso de la
República americana. En abierto contraste con el siglo XVIII, cuando mucho de
la Revolución americana, el pensamiento político de los “philosophes” se amoldó
a los acontecimientos e instituciones del Nuevo Mundo, el pensamiento
revolucionario de los siglos XIX y XX se ha comportado como si nunca se hubiera
producido una revolución en el Nuevo Mundo, como si nunca hubieran existido
ideas y experiencias americanas en la esfera institucional y política sobre las
que mereciera la pena meditar (…) Este
fenómeno adquiere tintes especialmente desagradables cuando hasta las revoluciones
que se producen en el continente americano se expresan y actúan como si se supieran
de memoria los textos revolucionarios de Francia, Rusia y China, pero no
hubieran oído hablar nunca de la Revolución americana (Sobre la revolución, Alianza, 1988, p. 223).
Algo
semejante ocurría en España, en los años sesenta y setenta, en las filas de la
izquierda revolucionaria. La revolución americana fue una gran desconocida.
Madrid,
9 de octubre de 2017, 50º aniversario de la muerte del Ché.
Publicado en El viejo topo nº 358, noviembre, 2017.
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