viernes, 10 de noviembre de 2017

Un país desorientado

1. Un país desorientado, otra vez
Como si viviéramos en la máquina del tiempo que describiera H. G. Wells o en una incansable noria, que nos hiciera pasar una y otra vez por el mismo lugar, en España nos hallamos de nuevo en una encrucijada, que nos recuerda tiempos pasados.
En una coyuntura internacional muy adversa, en nuestro país crecen y se amontonan viejos problemas sin resolver, problemas recientes mal resueltos y problemas actuales de difícil solución; problemas económicos y financieros, pero también políticos, sociales y morales; problemas internos y externos; problemas institucionales y territoriales; problemas estructurales agravados por problemas coyunturales; problemas urgentes y problemas importantes, pero ahora todos se han vuelto urgentes e importantes.
El dictamen empeora si se añade que carecemos de suficientes recursos económicos y en particular financieros para capear la crisis, pero también de élites con la valía necesaria para salir del atolladero sin un quebranto hondo y duradero, pues, dado el desprestigio de las clases dirigentes y la mediocridad del equipo gobernante, el país parece condenado largo tiempo a la postración. La crisis económica ha sacado a la luz una crisis política latente, pero que ya es  innegable; España es hoy un país endeudado, desorientado y dependiente, sometido a crecientes tensiones internas que pierde importancia en el entorno internacional más cercano.
En un mundo en acelerada remodelación, con la Unión Europea atravesada por una severa crisis política, cuando la coyuntura es dramática para el país en su conjunto y angustiosa para millones de familias, volvemos a comprobar que no nos hemos librado de una tendencia, inexorable como una ley física, que ha marcado nuestro acceso a la Modernidad: que España va a contrapelo de la evolución política de Occidente pero se adapta pronto a sus involuciones; es de los últimos países en acometer procesos de reformas en sentido progresista, pero de los primeros en impulsar restauraciones y saltos atrás. Se diría que lo nuestro es la Contrarreforma con mayúsculas, no sólo en materia religiosa sino política y económica, y que ahora estamos ante otro retroceso histórico, pues la actual oleada contrarreformista nos puede llevar a desandar medio siglo.

2. Un modelo económico y financiero fracasado
La actual depresión económica no es un reajuste del sistema productivo como las crisis monetarias y financieras anteriores, sino una crisis general que ha puesto en solfa el modelo financiero y bancario vigente, pero también el modo de producir, de comerciar, de hacer negocios, de trabajar, de consumir y de gobernar; de entender la vida, en definitiva, incluyendo en el término la de los seres humanos, desde luego, pero también la del planeta. Estamos ante una honda crisis del modo de producción capitalista; una crisis de la civilización occidental.
Hasta fechas recientes, bajo la hegemonía de los países capitalistas más desarrollados, en particular de Estados Unidos, el sistema económico mundial había funcionado como una aspiradora que succionaba capital en los países de la periferia y lo depositaba en el corazón del sistema financiero, pero ahora el expolio ya no se limita a las empobrecidas masas del tercer mundo, sino que alcanza a los asalariados de los países del centro del sistema, que, debido a diversos sistemas de protección, se hallaban en mejor situación.
Los más ricos del planeta, y en particular los de los países desarrollados, se han cansado de repartir una mínima parte de la riqueza obtenida mediante el esfuerzo colectivo con quienes la han producido y con los menos favorecidos. Sin nadie que se lo impida, ni un enemigo a la vista que les infunda temor, han dicho basta y, aprovechando las medidas para salir de la crisis, han decidido que lo quieren todo y lo quieren ya. La salida de la crisis, según la receta neoliberal adoptada por la “troika” -el FMI, el BCE y la Comisión Europea-, está creando un circulo vicioso que concentra la riqueza y aumenta la pobreza al mismo tiempo que hace necesarios nuevos créditos, que son difíciles de saldar cuando se restringe el gasto público, se paraliza la inversión privada, se reduce el consumo y crece el desempleo. Tal solución genera una voluminosa deuda externa imposible de devolver, garantiza el retroceso económico y ensancha el abismo entre rentas.
En España, la crisis económica, a la que hemos aportado los desequilibrios de nuestro crecimiento y la particular burbuja inmobiliaria, que se cebó para dar aliento a un modelo productivo que ya se agotaba, se alarga y sus peores efectos se agravan. Los estudios más optimistas empeoran el pronóstico oficial con dos años más de depresión y una larga etapa de crecimiento lento, que pospone décadas recuperar los niveles de actividad previos al estallido de la crisis.
Además del desmedido tamaño del sector financiero, la crisis ha revelado las fallas estructurales del aparato productivo, no sólo del mercado laboral, que es la percha de todos los golpes, sino de la “cultura” empresarial, de la formación profesional y del sistema educativo, de la dependencia energética, del sector de servicios, excesivamente dependiente del monocultivo del turismo y de la hostelería, del tamaño de las empresas (los pequeños y medianos negocios forman el 85% del tejido empresarial), del raquitismo del sector industrial y de la escasa producción técnica y científica (del promedio de 5000 patentes anuales, sólo el 5% acaban en el mercado), de las distorsiones provocadas por varias fuentes normativas y estructuras administrativas superpuestas y con frecuencia enfrentadas -local, provincial, autonómica y nacional, además de la europea-, y por un sistema judicial digno del siglo XIX, con un aparato de administración de justicia lastrado por usos estamentales, por la politización de sus órganos rectores y por una notable falta de medios materiales y humanos. Y como efecto de todo ello, el impreciso lugar que España ocupa en la economía mundial.

Ignoramos si a pesar de nuestros desequilibrios interiores, somos realmente un país moderno, con un desarrollo económico consolidado y algunos sectores industriales y de servicios punteros (construcción de infraestructuras, sistemas de control aéreo, energías renovables, hemoderivados, medicina y alta cirugía, telecomunicaciones, aeronáutica) o si, como efecto de nuestra historia reciente, con una modernización tardía, apresurada, desigual e insuficiente, podemos devenir en pocos años en un país sumergente, con un modelo económico de tipo latinoamericano que fácilmente nos precipite a los últimos lugares de Unión Europea en casi todos campos. Durante unos años, nos hemos sentido como un gigante económico, pero éramos un coloso con pies de barro, o mejor dicho, de barro cocido: de ladrillo. 

Fragmento del artículo "Érase un país desorientado", Trasversales nº 27, octubre, 2012.

No hay comentarios:

Publicar un comentario