1. Un país desorientado, otra vez
Como si viviéramos en la máquina del
tiempo que describiera H. G. Wells o en una incansable noria, que nos hiciera
pasar una y otra vez por el mismo lugar, en España nos hallamos de nuevo en una
encrucijada, que nos recuerda tiempos pasados.
En una coyuntura internacional muy
adversa, en nuestro país crecen y se amontonan viejos problemas sin resolver, problemas
recientes mal resueltos y problemas actuales de difícil solución; problemas
económicos y financieros, pero también políticos, sociales y morales; problemas
internos y externos; problemas institucionales y territoriales; problemas
estructurales agravados por problemas coyunturales; problemas urgentes y
problemas importantes, pero ahora todos se han vuelto urgentes e importantes.
El dictamen empeora si se añade que
carecemos de suficientes recursos económicos y en particular financieros para
capear la crisis, pero también de élites con la valía necesaria para salir del
atolladero sin un quebranto hondo y duradero, pues, dado el desprestigio de las
clases dirigentes y la mediocridad del equipo gobernante, el país parece
condenado largo tiempo a la postración. La crisis económica ha sacado a la luz
una crisis política latente, pero que ya es
innegable; España es hoy un país endeudado, desorientado y dependiente, sometido
a crecientes tensiones internas que pierde importancia en el entorno
internacional más cercano.
En un mundo en acelerada
remodelación, con la Unión Europea atravesada por una severa crisis política,
cuando la coyuntura es dramática para el país en su conjunto y angustiosa para
millones de familias, volvemos a comprobar que no nos hemos librado de una
tendencia, inexorable como una ley física, que ha marcado nuestro acceso a la
Modernidad: que España va a contrapelo de la evolución política de Occidente
pero se adapta pronto a sus involuciones; es de los últimos países en acometer
procesos de reformas en sentido progresista, pero de los primeros en impulsar
restauraciones y saltos atrás. Se diría que lo nuestro es la Contrarreforma con
mayúsculas, no sólo en materia religiosa sino política y económica, y que ahora
estamos ante otro retroceso histórico, pues la actual oleada contrarreformista
nos puede llevar a desandar medio siglo.
2. Un modelo económico y financiero fracasado
La actual depresión económica no es
un reajuste del sistema productivo como las crisis monetarias y financieras
anteriores, sino una crisis general que ha puesto en solfa el modelo financiero
y bancario vigente, pero también el modo de producir, de comerciar, de hacer
negocios, de trabajar, de consumir y de gobernar; de entender la vida, en
definitiva, incluyendo en el término la de los seres humanos, desde luego, pero
también la del planeta. Estamos ante una honda crisis del modo de producción capitalista;
una crisis de la civilización occidental.
Hasta fechas recientes, bajo la
hegemonía de los países capitalistas más desarrollados, en particular de Estados
Unidos, el sistema económico mundial había funcionado como una aspiradora que
succionaba capital en los países de la periferia y lo depositaba en el corazón
del sistema financiero, pero ahora el expolio ya no se limita a las
empobrecidas masas del tercer mundo, sino que alcanza a los asalariados de los
países del centro del sistema, que, debido a diversos sistemas de protección,
se hallaban en mejor situación.
Los más ricos del planeta, y en
particular los de los países desarrollados, se han cansado de repartir una
mínima parte de la riqueza obtenida mediante el esfuerzo colectivo con quienes
la han producido y con los menos favorecidos. Sin nadie que se lo impida, ni un
enemigo a la vista que les infunda temor, han dicho basta y, aprovechando las
medidas para salir de la crisis, han decidido que lo quieren todo y lo quieren
ya. La salida de la crisis, según la receta neoliberal adoptada por la “troika”
-el FMI, el BCE y la Comisión Europea-, está creando un circulo vicioso que concentra
la riqueza y aumenta la pobreza al mismo tiempo que hace necesarios nuevos
créditos, que son difíciles de saldar cuando se restringe el gasto público, se
paraliza la inversión privada, se reduce el consumo y crece el desempleo. Tal
solución genera una voluminosa deuda externa imposible de devolver, garantiza
el retroceso económico y ensancha el abismo entre rentas.
En España, la crisis económica, a la
que hemos aportado los desequilibrios de nuestro crecimiento y la particular
burbuja inmobiliaria, que se cebó para dar aliento a un modelo productivo que
ya se agotaba, se alarga y sus peores efectos se agravan. Los estudios más
optimistas empeoran el pronóstico oficial con dos años más de depresión y una
larga etapa de crecimiento lento, que pospone décadas recuperar los niveles de
actividad previos al estallido de la crisis.
Además del desmedido tamaño del
sector financiero, la crisis ha revelado las fallas estructurales del aparato
productivo, no sólo del mercado laboral, que es la percha de todos los golpes,
sino de la “cultura” empresarial, de la formación profesional y del sistema
educativo, de la dependencia energética, del sector de servicios, excesivamente
dependiente del monocultivo del
turismo y de la hostelería, del tamaño de las empresas (los pequeños y medianos
negocios forman el 85% del tejido empresarial), del raquitismo del sector
industrial y de la escasa producción técnica y científica (del promedio de 5000
patentes anuales, sólo el 5% acaban en el mercado), de las distorsiones provocadas
por varias fuentes normativas y estructuras administrativas superpuestas y con
frecuencia enfrentadas -local, provincial, autonómica y nacional, además de la
europea-, y por un sistema judicial digno del siglo XIX, con un aparato de
administración de justicia lastrado por usos estamentales, por la politización
de sus órganos rectores y por una notable falta de medios materiales y humanos.
Y como efecto de todo ello, el impreciso lugar que España ocupa en la economía
mundial.
Ignoramos si a pesar de nuestros
desequilibrios interiores, somos realmente un país moderno, con un desarrollo económico
consolidado y algunos sectores industriales y de servicios punteros
(construcción de infraestructuras, sistemas de control aéreo, energías
renovables, hemoderivados, medicina y alta cirugía, telecomunicaciones, aeronáutica)
o si, como efecto de nuestra historia reciente, con una modernización tardía,
apresurada, desigual e insuficiente, podemos devenir en pocos años en un país sumergente, con un modelo económico de
tipo latinoamericano que fácilmente nos precipite a los últimos lugares de Unión
Europea en casi todos campos. Durante unos años, nos hemos sentido como un gigante
económico, pero éramos un coloso con pies de barro, o mejor dicho, de barro
cocido: de ladrillo.
Fragmento del artículo "Érase un país desorientado", Trasversales nº 27, octubre, 2012.
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