lunes, 27 de noviembre de 2017

Revoluciones exóticas (2)

Otros jóvenes españoles y europeos, sobre todo franceses, de la misma generación se inclinaron por la versión china de la versión rusa, que era la muy prolongada en el tiempo Revolución Popular, Democrática y antiimperialista, de Mao Zedong en el legendario Celeste Imperio, sabiendo, salvo algunos episodios aislados (Temujín, Kublai Kan, Pu-Yi), aún menos cosas de un país gigantesco, misterioso y hermético, poblado por varias etnias, con una cultura milenaria y una filosofía de la vida completamente alejadas de Occidente y de una España todavía bastante cañí.
También Argelia (Fanon, Ben Bella) y Vietnam (Ho Chi Min) como revoluciones lejanas ejercieron su influjo sobre las jóvenes y jovencísimos antifranquistas  españoles. Y desde luego, la revolución cubana, bien contada y bien cantada, con su aura guerrillera, su épica casi evangélica -Fidel Castro con doce de los suyos- y su música pegadiza fue la que suscitó una adhesión más romántica, no sólo por la cercanía temporal y la proximidad cultural, y por la aportación de Ché Guevara sobre el foco insurreccional, que teorizó Regis Debray en su opúsculo “¿Revolución en la Revolución?” y que le vino muy bien a ETA, sino también por la muerte de su promotor (de la que se ha cumplido en octubre medio siglo), que comprobó en carne propia el fracaso de su teoría en las selvas de Bolivia, dejando a muchos de sus seguidores en una terrible orfandad. Pero, ¿cuáles eran las razones que empujaban a los jóvenes izquierdistas españoles hacia las revoluciones exóticas?
Por un lado, la atracción por lo que llegaba de fuera de nuestras fronteras con el aura del éxito y la ausencia de revoluciones españolas en las que inspirarse, pues, en España, tierra de insurrecciones, motines populares, pronunciamientos militares y guerras civiles, los intentos revolucionarios rara vez concluyen con éxito o su duración es efímera. Ya lo advirtió Marx en uno de sus artículos para el New York Daily Tribune: España no ha adoptado nunca la moderna moda francesa, tan al uso en 1848, de empezar y terminar una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son complejos y más prolongados. De tres años parece ser el plazo más breve a que se constriñe, si bien el ciclo revolucionario abarca a veces hasta nueve años (…) Ni el político más agudo puede predecir cuánto durará el actual ni cuál será su desenlace (…) A pesar de estas repetidas insurrecciones (1808, 1820, 1834, 1854) no ha habido en España hasta el presente siglo revoluciones serias.
En Francia las cosas han sido distintas, más drásticas y eficaces, y, desde luego más duraderas, pero, para los jóvenes revolucionarios españoles, la Revolución de 1789, más conocida pero entendida como prototipo de revolución burguesa, aunque ofrecía aprovechables enseñanzas sobre las clases subalternas -el tercer estado de Sieyés y la actividad de los sans-culottes-, representaba, al fin y al cabo, el triunfo del enemigo de clase por muchos derechos del hombre y del ciudadano que proclamara, de modo que sus conquistas debían ser superadas por una auténtica revolución proletaria. De Olimpia de Gouges y los derechos de las mujeres, la mayoría de los varones no habíamos oído hablar. La Revolución seguía siendo cosa de hombres, como cierta marca de coñac, según rezaba el anuncio de un célebre brandy jerezano de la época.
También nos empujaba la carencia de información fiable sobre países tan lejos del nuestro en todos los aspectos, como los arriba citados, y la ausencia de una investigación rigurosa y prolongada que nos acercara a la realidad de sus sociedades por encima de las deformaciones de la propaganda, que tanto a favor como en contra nos alcanzaba, de modo que, teniendo encima la persistente cantinela del régimen franquista contra el perverso comunismo financiado por Moscú, dimos más crédito a la propaganda que coincidía con nuestras ingenuas y juveniles pretensiones.
No faltaban en aquella izquierda grandes dosis de improvisación y dogmatismo, y de reverencia por las acciones de otros (por muy gloriosas que hubieran sido), impelidas por las ganas de acabar con la dictadura y por una fe ciega, o bastante cegata, en la teoría, o mejor doctrina, sobre la Revolución, entendida como un elástico traje para todas las tallas, que precisaba sólo ajustes en las sisas y en el dobladillo de mangas y perneras para sentar como un guante; un modelo prêt a porter adaptado a las necesidades del consumidor revolucionario para vestir apresurados cambios de régimen.
El resultado solía ser la copia, la imitación, la falta de originalidad de “soluciones” construidas sobre la plantilla de revoluciones, un día triunfantes y ya un tanto ajadas, en países lejanos, económicamente dependientes o en desarrollo, en sociedades agrarias o poco industrializadas, con tradiciones políticas, religiosas y culturales que se hallaban a gran distancia de las nuestras.
El modelo que podía satisfacer la búsqueda de las contradicciones antagónicas de la lucha de clases que habían desaparecido en Europa estaba en el Tercer Mundo, en la lucha anticolonial, que reposaba en gran medida en dos supuestos no del todo ciertos: en la roussoniana teoría del buen salvaje y en la maldad de los hombres blancos occidentales; en la pureza y la inocencia de las poblaciones autóctonas, que luchaban por su tierra, su cultura y su riqueza, por un lado, y en la demostrada avaricia y crueldad de los colonizadores, cuando aún no se habían percibido del todo los excesos, carencias y deformidades de regímenes socialistas, socializantes, nacionalistas o populares, producto de tantas heroicas guerras de liberación con resultados tan parcos. Aunque ya había indicios de su degeneración, pero se atribuían a las insidias de los gobiernos occidentales, a la subversiva acción de las empresas multinacionales y los servicios secretos (la CIA, el MI6 o la Sureté, que tampoco era manca) y a la incansable propaganda del enemigo imperialista en el mundo bipolar de la guerra fría y, por otra parte, se esperaba que más pronto que tarde dichos excesos pudieran corregirse a medida que tales revoluciones madurasen. No fue así.

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Publicado en El viejo topo nº 358, noviembre, 2017.

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