Otros jóvenes españoles y europeos, sobre todo
franceses, de la misma generación se inclinaron por la versión china de la
versión rusa, que era la muy prolongada en el tiempo Revolución Popular, Democrática
y antiimperialista, de Mao Zedong en el legendario Celeste Imperio, sabiendo,
salvo algunos episodios aislados (Temujín, Kublai Kan, Pu-Yi), aún menos cosas
de un país gigantesco, misterioso y hermético, poblado por varias etnias, con una
cultura milenaria y una filosofía de la vida completamente alejadas de
Occidente y de una España todavía bastante cañí.
También Argelia (Fanon, Ben Bella) y Vietnam
(Ho Chi Min) como revoluciones lejanas ejercieron su influjo sobre las jóvenes
y jovencísimos antifranquistas españoles. Y desde luego, la revolución cubana,
bien contada y bien cantada, con su aura guerrillera, su épica casi evangélica
-Fidel Castro con doce de los suyos-
y su música pegadiza fue la que suscitó una adhesión más romántica, no sólo por
la cercanía temporal y la proximidad cultural, y por la aportación de Ché
Guevara sobre el foco insurreccional, que teorizó Regis Debray en su opúsculo
“¿Revolución en la Revolución?” y que le vino muy bien a ETA, sino también por
la muerte de su promotor (de la que se ha cumplido en octubre medio siglo), que
comprobó en carne propia el fracaso de su teoría en las selvas de Bolivia,
dejando a muchos de sus seguidores en una terrible orfandad. Pero, ¿cuáles eran
las razones que empujaban a los jóvenes izquierdistas españoles hacia las
revoluciones exóticas?
Por un lado, la atracción por lo que llegaba de
fuera de nuestras fronteras con el aura del éxito y la ausencia de revoluciones
españolas en las que inspirarse, pues, en España, tierra de insurrecciones,
motines populares, pronunciamientos militares y guerras civiles, los intentos
revolucionarios rara vez concluyen con éxito o su duración es efímera. Ya lo
advirtió Marx en uno de sus artículos para el New York Daily Tribune: España
no ha adoptado nunca la moderna moda francesa, tan al uso en 1848, de empezar y
terminar una revolución en tres días. Sus esfuerzos en este terreno son
complejos y más prolongados. De tres años parece ser el plazo más breve a que
se constriñe, si bien el ciclo revolucionario abarca a veces hasta nueve años
(…) Ni el político más agudo puede
predecir cuánto durará el actual ni cuál será su desenlace (…) A pesar de estas repetidas insurrecciones (1808,
1820, 1834, 1854) no ha habido en España
hasta el presente siglo revoluciones serias.
En Francia las cosas han sido distintas, más
drásticas y eficaces, y, desde luego más duraderas, pero, para los jóvenes
revolucionarios españoles, la Revolución de 1789, más conocida pero entendida
como prototipo de revolución burguesa, aunque ofrecía aprovechables enseñanzas
sobre las clases subalternas -el tercer estado de Sieyés y la actividad de los sans-culottes-, representaba, al fin y
al cabo, el triunfo del enemigo de clase por muchos derechos del hombre y del
ciudadano que proclamara, de modo que sus conquistas debían ser superadas por
una auténtica revolución proletaria. De Olimpia de Gouges y los derechos de las
mujeres, la mayoría de los varones no habíamos oído hablar. La Revolución seguía
siendo cosa de hombres, como cierta marca de coñac, según rezaba el anuncio de
un célebre brandy jerezano de la época.
También nos empujaba la carencia de información
fiable sobre países tan lejos del nuestro en todos los aspectos, como los
arriba citados, y la ausencia de una investigación rigurosa y prolongada que
nos acercara a la realidad de sus sociedades por encima de las deformaciones de
la propaganda, que tanto a favor como en contra nos alcanzaba, de modo que,
teniendo encima la persistente cantinela del régimen franquista contra el
perverso comunismo financiado por Moscú, dimos más crédito a la propaganda que
coincidía con nuestras ingenuas y juveniles pretensiones.
No faltaban en aquella izquierda grandes dosis
de improvisación y dogmatismo, y de reverencia por las acciones de otros (por
muy gloriosas que hubieran sido), impelidas por las ganas de acabar con la
dictadura y por una fe ciega, o bastante cegata, en la teoría, o mejor doctrina,
sobre la Revolución, entendida como un elástico traje para todas las tallas,
que precisaba sólo ajustes en las sisas y en el dobladillo de mangas y perneras
para sentar como un guante; un modelo prêt
a porter adaptado a las necesidades del consumidor revolucionario para
vestir apresurados cambios de régimen.
El resultado solía ser la copia, la imitación,
la falta de originalidad de “soluciones” construidas sobre la plantilla de
revoluciones, un día triunfantes y ya un tanto ajadas, en países lejanos, económicamente
dependientes o en desarrollo, en sociedades agrarias o poco industrializadas,
con tradiciones políticas, religiosas y culturales que se hallaban a gran
distancia de las nuestras.
El modelo que podía satisfacer la búsqueda de
las contradicciones antagónicas de la lucha de clases que habían desaparecido
en Europa estaba en el Tercer Mundo, en la lucha anticolonial, que reposaba en gran
medida en dos supuestos no del todo ciertos: en la roussoniana teoría del buen
salvaje y en la maldad de los hombres blancos occidentales; en la pureza y la
inocencia de las poblaciones autóctonas, que luchaban por su tierra, su cultura
y su riqueza, por un lado, y en la demostrada avaricia y crueldad de los colonizadores,
cuando aún no se habían percibido del todo los excesos, carencias y deformidades
de regímenes socialistas, socializantes, nacionalistas o populares, producto de
tantas heroicas guerras de liberación con resultados tan parcos. Aunque ya había
indicios de su degeneración, pero se atribuían a las insidias de los gobiernos
occidentales, a la subversiva acción de las empresas multinacionales y los
servicios secretos (la CIA, el MI6 o la Sureté, que tampoco era manca) y a la incansable
propaganda del enemigo imperialista en el mundo bipolar de la guerra fría y,
por otra parte, se esperaba que más pronto que tarde dichos excesos pudieran
corregirse a medida que tales revoluciones madurasen. No fue así.
*
Publicado en El viejo topo nº 358, noviembre, 2017.
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