Se cumple este otoño el primer centenario de la
Revolución de Octubre en Rusia, la gran convulsión política del recién iniciado
y conflictivo siglo XX, cuyas consecuencias se habrían de notar el resto de la
centuria e incluso marcarla profundamente, como señala Hobsbawm en su “Historia
del siglo XX. 1914-1991”, cuyo final, como siglo corto, hace coincidir con el
ocaso de la era soviética.
En Rusia, en medio de la Gran Guerra europea, se
había constituido por la fuerza pero inicialmente con escasa violencia, el
primer sistema productivo alternativo al capitalismo; una sociedad de
trabajadores, gobernada por trabajadores, instituida, en principio, sobre
supuestos políticos distintos no sólo a la economía capitalista sino a la
sociedad burguesa. Era una teoría llevada a la práctica; una utopía con visos
de ser realizada, que inauguraba la oposición ideológica, política y militar
entre dos sistemas -capitalista y socialista-, que habría de afectar en el
futuro a la vida de millones de personas.
El mundo capitalista y la sociedad burguesa vieron
ese alumbramiento con estupor. Del temor a que el ejemplo se extendiera y
pusiera en peligro el orden dominante vino el envío de tropas de catorce países
en apoyo del ejército de los guardias blancos para acabar con el poder
soviético. Fueron derrotadas, pero después de intervenir durante tres años en
el conflicto mundial, la guerra civil, aún victoriosa, dejó humana y
económicamente exhausta a la nueva Rusia y supuso el primer gran obstáculo a la
Revolución, que en buena medida quedaría afectada en su evolución por ese
acontecimiento.
En España, para los jóvenes de mi generación,
que en los años sesenta estaban en la veintena y vivían empeñados en acabar con
la dictadura franquista, la Revolución de octubre de 1917, Revolución
Bolchevique o simplemente Octubre,
era un ejemplo, lejano pero aún lleno de vigor, sobre lo que se podía hacer
para cambiar el mundo y, sobre todo, para cambiar de régimen político; un modelo
de revolución proletaria, y el Consejo de Comisarios del Pueblo presidido por
Lenin, el primer gobierno obrero de la historia, después del efímero ensayo de la
Comuna parisina.
A pesar de la deriva burocrática y de los
excesos del período estaliniano, malformaciones presuntamente subsanables, que
no tenían por qué repetirse en otras latitudes, Octubre era un ejemplo a imitar, porque era la prueba fehaciente que
verificaba la teoría (y la profecía) sobre la Revolución, así con mayúscula, que
ya no era una simple palabra, una consigna o una nebulosa posibilidad de
cambio, sino el fatal destino de una ley histórica; el modo de cambiar un
régimen político de modo favorable a las clases subalternas, plasmado en la
toma del poder por los trabajadores y sus aliados; era un cambio drástico que
implicaba una ruptura con el sistema político anterior y colocaba las bases
para emprender un proceso de profundas reformas que condujera hacia un sistema colectivista,
indudablemente mejor, más justo y más igualitario que el capitalismo movido por
el ansia de satisfacer el interés material de los individuos y, en particular,
de los poseedores de capital.
Las ganas de acabar con la dictadura de Franco y
la prisa juvenil por cambiar el mundo abonaban la impaciencia y hacían creer en
la posibilidad, más aún, en la necesidad, de promover un cambio político que instaurase,
con el gobierno de las clases subalternas, la justicia, la libertad, la
fraternidad y un equitativo reparto de la riqueza, y tal cambio sólo podía
venir de una revolución triunfante.
Así que los jóvenes izquierdistas de entonces,
animados por los sucesos de los tumultuosos años sesenta, buscaron inspiración
en las revoluciones triunfantes y Octubre
fue una de ellas. Y sin saber mucho sobre Rusia, esa es la verdad, o mejor
dicho, desconociendo su larga historia, salvo lo concerniente a los sucesos de
1917, pero convencida por las leyendas que la rodeaban más que por los áridos y
polémicos escritos de Lenin y otros bolcheviques, mucha gente joven tomó la otoñal
insurrección bolchevique como un modelo, a veces puro, de revolución socialista,
y otras veces mezclado con algún aporte más actual.
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Publicado en la revista El viejo topo nº 358, noviembre, 2017.
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