A fines del siglo XVI había en
Castilla 133.000 familias a quienes la ley reconocía los privilegios de la hidalguía.
En la Corona de Aragón eran menos numerosos; en cambio, la mayoría de los
habitantes de Guipúzcoa y la totalidad de los vizcaínos eran legalmente nobles.
En realidad, la nobleza universal de los vizcaínos era producto de un equívoco
del que ellos supieron sacar partido; más próximo a la realidad hubiera sido
decir que entre los vascos existía un régimen de indiferenciación social en el
que el estado plebeyo o pechero no existía. El gobierno aceptó la teoría de que
puesto que no eran plebeyos tenían que ser hidalgos, ya que no se concebía otra
forma de organizar la sociedad. Por lo tanto, bastó acreditar haber nacido en
Vizcaya para gozar de todos los privilegios del estado noble, y una sala
especial de la Chancillería de Valladolid tuvo la única misión de entender de
estos casos.
Tal situación de privilegio
acarreó a los vascos en general consideraciones y ventajas materiales, pero
tuvo también una consecuencia desagradable: al darse cuenta de que el
mantenimiento de dicho privilegio exigía evitar la contaminación con razas
reputadas legalmente de inferiores, tomaron medidas muy exclusivistas; fueron
ellos los primeros en prohibir la estancia de cristianos nuevos, ya desde fines
del siglo XV; y a los habitantes de otras provincias que no podían probar nobleza
de sangre los dejaban en la condición de meros residentes, sin derechos
cívicos. De esta forma, lo que empezó siendo un sano movimiento defensivo
contra los excesos de una sociedad demasiado jerárquica y una salvaguarda de su
antiquísima y peculiar democracia vino a teñirse de un colorido racista que
desde entonces ha influido profundamente la mentalidad de aquellas provincias.
El
caso de los vascos es también singular por el hecho de que, a pesar de su
hidalguía, no vivían noblemente, según el concepto general. No sólo labraban la
tierra, lo que en último término se concedía que no era incompatible con la
nobleza, sino que ejercían toda clase de oficios, incluso los denominados viles
y mecánicos. No era desdoro servir a un señor en calidad de escudero, ni entrar
al servicio del rey o de un particular en calidad de secretario, profesión en
la que los vizcaínos llegaron a hacerse una especialidad; pero era un escándalo
a los ojos de los celosos del prestigio nobiliario ver hidalgos, montañeses y
asturianos, ejercer en Madrid o en Sevilla oficios mucho más humildes, incluso
los de lacayo y cochero.
Domínguez Ortiz, A. (1986): “El
sistema jerárquico”, en El Antiguo
Régimen: Los Reyes Católicos y los Austrias, Madrid, Historia de España
Alfaguara (III).
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