sábado, 28 de octubre de 2017

El triste canto de “Els segadors”

Con el canto de “Els segadores” con voz triste y el semblante serio culminaba, ayer, la proclamación de la nueva república catalana.
El acto tenía lugar en la escalera del Parlament, donde concluyó la ceremonia de la confusión que presidió una jornada que, para sus protagonistas, debería haber sido festiva, valiente, arrogante, con el convencimiento propio de quienes han planteado un desafío y desean llevarlo hasta sus últimas consecuencias, convencidos de obtener la victoria. Pero faltó moral de triunfo.
La ceremonia respondió plenamente a los chapuceros estándares -atropello, prisa, improvisación y vulneración de las propias normas- a los que nos tiene acostumbrados la Generalitat. Se presentó una resolución, leída, que finalmente se recortó, es decir, que se votó una parte y otra, no. No se dejó intervenir a los portavoces de los partidos de la oposición, se alteró la forma del voto y se optó por el voto secreto, lo cual era inconcebible en el momento fundacional de un nuevo país, en que se debería conocer la identidad de los padres fundadores. ¿Se imaginan la fundación de Estados Unidos sin conocer los nombres de Adams, Franklin, Jefferson, Jay, Washington, Madison, Hamilton, Henry y otros? ¿O, en la Revolución francesa, se podría ignorar a Mounier, Robespierre, La Fayette, Sieyés, Brissot o Danton?
En el caso de la república catalana, lo que podrán escribir los historiadores, si es que escriben algo, es que fue proclamada por 70 diputados, escondidos en el anonimato.
Sin embargo lo más relevante es que el President de la Generalitat no habló, no intervino en el pleno en que formalmente se decidía la independencia de Cataluña, que se aprobó por 70 votos a favor, 10 en contra y 2 en blanco, el resto de diputados se abstuvo y abandonó la cámara. Así que la república se proclamó con el hemiciclo semivacío y con las caras largas de los diputados presentes. Después Puigdemont, Forcadell y Junqueras se reunieron con los suyos en la escalera, pronunciaron las arengas propias del momento y cantaron rutinariamente “Els segadors”.    
Era el colofón de una aventura insensata, que puso en marcha un señor que llevó, impunemente, un banco a la ruina mientras se alzaba como estandarte de la moral pública, y defendía la patria catalana mientras depositaba en un banco andorrano una ingente cantidad de dinero de dudosa procedencia, y que han llevado hasta las últimas consecuencias un partido anegado en casos de corrupción, con sus sedes intervenidas judicialmente, y un gobierno que ha dilapidado dinero público para poner en marcha el proceso independentista, ha privatizado bienes públicos y ha recortado con saña derechos de los asalariados.
Llegar hasta aquí ha sido posible, porque, sin hallar resistencia o con muy poca, los nacionalistas han podido difundir a lo largo de años una fábula, que no por increíble para espíritus críticos, ha dejado de surtir efecto en la hasta hace poco adormecida población catalana, despertada con sobresalto por el toque a rebato para salvar a la patria de un inminente peligro.
Sobre la base de una historia de Cataluña groseramente falseada, impartida como asignatura en los centros educativos, se ha divulgado machaconamente por los bien engrasados medios de propaganda un repertorio de mensajes simples y categóricos -"Madrid es la causa de nuestros problemas", "España nos roba", "Somos un solo pueblo", "Somos una nación", "No nos dejan votar", "Cataluña independiente será más próspera", "Cataluña tendrá reconocimiento internacional y estará en la Unión Europea", "Cataluña será como Dinamarca" (¿quién no quiere ser danés después de haber visto “Borgen”?)-, atribuyendo a la independencia la mágica solución de todos los males reales e imaginarios que padece Cataluña.
Con estas fábulas, los dirigentes del “procés” han logrado aglutinar una apreciable masa de maniobra y ser seguidos, además de por el núcleo de incondicionales e interesados nacionalistas, por personas adultas crédulas y poco informadas, por masas de alegres escolares, con la bandera estelada a la espalda, y por una multitud de chicos y chicas, contentos de haber recibido a edad temprana su bautismo político para participar en el proyecto colectivo de fundar una nación. Pobrecillos; han creído ser protagonistas de una festiva epopeya cuando en realidad han sido víctimas una estafa colosal.

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