En
todo lo que está sucediendo en Cataluña, que es muy grave, es difícil entender
la actitud de las izquierdas, que parecen confundidas, obnubiladas,
desbordadas. Unas, que no se han opuesto con suficiente contundencia al
discurso nacionalista, dudan; otras parecen seducidas por el relato victimista
del pueblo oprimido, sin ver más lejos;
otras oscilan continuamente entre unas posiciones y otras y unas terceras están
entregadas al proceso de fundar una república, aunque guarden reservas sobre el
contenido final de ese proyecto.
Unas
y otras no parecen haber valorado con suficiente claridad las tendencias contradictorias
que internamente animan el movimiento secesionista, que, a la hora de ponerse
en práctica, otra cosa son los discursos, parecen muy difíciles de combinar.
Por
un lado, existe una tendencia contemporánea, actualísima, propia de las
sociedades urbanas, desarrolladas y competitivas, impelidas por la lógica de un
mercado global y dinámico, como es la general falta de solidaridad instalada
como principio universal. En este caso, de las regiones ricas hacia las que no
lo son o lo son menos, tan característica del neoliberalismo imperante, que
impone el egocentrismo como norma de conducta personal, social, económica y
política. Tendencia que responde a los intereses del capital que, en aras de
aumentar el beneficio, acepta la lógica de la competencia y del mercado con las
mínimas restricciones y, de ser posible, con ninguna.
Así,
una parte del independentismo, bajo los conocidos lemas del patriotismo más
ingenuo y desinteresado (somos una nación, queremos decidir, etc, etc), esconde
la divisa del individualismo, la competencia y mercado libre, creyendo que
Cataluña, sin el lastre de las regiones pobres de España, sería un país como
Dinamarca, que estaría en mejores condiciones para poder competir en el mercado
internacional.
Podría
decirse que esta es la tendencia pragmática del nacionalismo.
Por
otro lado, se encuentra la tendencia opuesta: la intención de restaurar los
lazos sociales que neutralicen la insolidaria tendencia anterior, promoviendo
una nueva comunidad de aspiraciones e intereses, que supere las diferencias
internas de la sociedad catalana luchando colectivamente por llevar adelante un
proyecto común. Intento que, según el discurso nacionalista, está lastrado por
España. Pero se trata de construir el futuro mirando al pasado, a la tradición,
a una Cataluña arcaica, foral, preindustrial o instalada en la pequeña
producción, en el comercio local y en el proteccionismo económico.
Esta
sería la tendencia utópica. Si la primera tendencia está inspirada en el
moderno neoliberalismo, la segunda encuentra su inspiración remota en la
Cataluña rural y clerical y en el carlismo.
Modestamente,
creo que si la izquierda (o las izquierdas) pretende sobrevivir a este momento
de crisis, debería recuperar su autonomía respecto a la derecha, a la derecha
nacional, centralista, españolista, y respecto a las derechas locales,
regionales, nacionalistas, que no son menos derechas; olvidarse de la
disgregación del Estado y de su conquista por parcelas, nefasta consecuencia de
su dogmatismo e inviable empresa hasta ahora, y plantearse su conquista o en su
defecto la reforma del Estado en beneficio de las clases subalternas.
Y, en tanto llega ese día, que
por ahora no se atisba en el horizonte, plantearse, como tarea ineludible,
disputar la hegemonía a las derechas para alcanzar la mayoría social suficiente
con la que poder neutralizar sus rancios proyectos, centrales y periféricos.
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